Hace unos días escribí sobre lo
capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen
del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin
convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas
se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma
de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades
de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una
reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a
nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de
colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi
objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es
algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es
harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla
indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si
previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has
convencido tú», suelo aclararles.
La convicción es un proceso en el
que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro
de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los
que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha.
Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis
argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se
ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se
abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado,
como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se
llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la
genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa
en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede
ser refutada), pero la decisión
última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le
pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es
asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer
cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el
resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo,
aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto.
Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere
convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.
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La convicción.
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