Obra de alex Katz |
Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que otorga al destino comunitario un papel estelar en la aventura humana. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario dialogar. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería rotundamente inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula. Pero esa palabra no vaga en una nebulosidad indefinida, no se desliza por territorios desdibujados, transita entre nosotras y nosotros, que es el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de intelección. La inexistencia de un nosotros imposibilitaría el despliegue del diálogo. Por eso defiendo que el diálogo es ante todo una disposición sentimental y política, aunque barajo que ambas proyecciones son lo mismo. Los sentimientos son sedimentaciones políticas y la política es pura organización sentimental.
La definición más hermosa que he leído de diálogo pertenece a Eugenio D’Ors. Como apunto en el libro El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza, me la encontré en mitad de una serendipia, lo que en mi caso agregó fascinación al hallazgo. La definición es sucinta e imbatible: «El diálogo son las nupcias que mantienen la bondad y la inteligencia». Meses después de publicar este ensayo, me he encontrado con una enunciación de la bondad que enlaza directamente con su irrenunciable participación en el horizonte discursivo. Me parece tan bella que la he incorporado a mis herramientas y ya la he compartido en alguna conferencia. Pertenece a Emilio Lledó y descansa plácidamente en las páginas de su obra Elogio de la infelicidad: «La bondad es el cuidado por la facultad de juzgar y entender». Dicho de un modo más prosaico e instrumental: solo cuando soy cuidadoso con el otro puedo entender al otro. En castellano el verbo cuidar significa amar, pero también querer. Insertando esta nueva acepción en el aserto anterior todo se torna clarividente: solo cuando quiero entender al otro puedo entender al otro. Ese querer entender al otro es pura bondad, que para mí es uno de los sinónimos del diálogo práctico, la palabra que intersecta a dos seres humanos con la clara adherencia afectiva de desear entenderse para mejorarse. De ahí el lema del romanticismo alemán que afirmaba que «solo los amigos se entienden». Para extender su precioso significado lo parafrasearía. «Solo cuando se trata al otro como a un amigo uno puede entenderse con él». Estaríamos llevando a la praxis lo que Aristóteles llamaba «amistad cívica». Esta idea transporta al diálogo a dimensiones que sobrepasan con mucho el monocultivo comunicativo. Más bien se adentran en las vastas tierras del ser que somos y de la civilicidad que anhelamos.
En mi lectura matinal de hoy me encuentro en el ensayo De la dignidad
humana de Thomas De Koninck con una cita de Louis Leprince-Ringuet que
ratifica esta idea nodal: «El diálogo salva de la violencia, es una
relación auténtica: todo aquel que acepta, para sí mismo y para el otro, la
prueba del logos, es decir, de la palabra, del discurso y del pensamiento,
respeta profundamente la humanidad del otro y, por tanto, la suya propia».
Vuelvo a cederle la palabra a Lledó, que la trata con el amor que se merece una
invención tan prodigiosa: «El aire semántico que emiten nuestros labios enlaza
con unas abstracciones que nos ponen en contacto con un universo de conceptos
inventados por ese animal que habla». La pregunta es pertinente. ¿Con quién
habla el animal que habla? La respuesta es pura tautología: el animal que
habla habla con otros animales que también hablan. Dialogar es admitir que el
otro que nos habla es un ser humano como yo. La palabra que circula entre
nosotros nos enfrenta a la palmaria experiencia de la alteridad, pero también a
la muy olvidada de la paridad. Al ser distinto a mi interlocutor necesito
dialogar con él para saber quién habita en el ser cuya corporeidad se presenta
ante mí, y puedo entender todo lo que me exprese porque somos iguales en
tanto que compartimos la pertenencia a la humanidad.
Recuerdo haberle leído a la interdisciplinaria Siri Husvedt en La mujer que
mira a los hombres que miran a las mujeres que «las ideas y las soluciones
surgen de las interacciones y los diálogos. Lo de fuera se mueve hacia dentro
para que lo de dentro se mueva hacia fuera». Creo que esta descripción sirve
como definición de fraternidad. La palabra dialogada permite entrar en el yo
del otro y que ese yo entre en mi yo, y lo permite porque por encima de todo lo
diferentes que podamos ser somos semejantes en nuestra irrenunciable
adscripción humana. Los sistemas alternativos de gestión y resolución de
conflictos refrendan esta constatación. Intentan que cada una de las partes vea
en la otra la misma condición humana que solicitan para sí, porque de lo
contrario el diálogo encalla. La bondad que el diálogo práctico trae implícita
dociliza las palabras y las intenciones elegidas por la inteligencia, excluye
de su listado aquellos términos que podrían lesionar la humanidad del
interlocutor. El insulto, el exabrupto, la imprecación, los términos
lacerantes, el maltrato verbal, el silencio como punición, siempre aspiran a
restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. Sin embargo, la palabra
ecológica y educada señala el estatuto de ser humano a aquel que la recibe como
sonido semántico en sus tímpanos o la lee en letras a través de sus ojos. Ese
diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el
otro porque ese otro es como nosotros aunque simultáneamente difiera. Cuando
alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con la humanidad
que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo.
Se antoja difícil tratar más humanamente a alguien.
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