Obra de Keiyno White |
Max Scheler ya apuntó la dificultad lingüística para expresar «la simpatía por los otros en la alegría». Quizá el ser humano sea un poco alexitímico por una parte y abúlico por otra con la familia de los sentimientos que nos ayudan a florecer. Esto se puede constatar en lo solícitos que solemos ser cuando contemplamos la tristeza del otro y lo poco que nos moviliza su alegría. «Si te encuentras mal, o necesitas hablar, no dudes en contar conmigo» es un latiguillo que ameniza las conversaciones de personas con nexos afectivos. Rara vez se contraargumenta: «Y si estoy bien, ¿también puedo contar contigo?». La alegría es una emoción básica injerta en nuestra dotación genética. Se experimenta ante la satisfacción de un interés, la obtención de un bien, el logro de una meta. Nos alegramos cuando la vida concede derecho de admisión a alguno de nuestros deseos y nos brinda la posibilidad de colmarlo. Cuanto mayor es el reto intrínseco del deseo, mayor es la alegría que nos despierta. Cuando conquistamos algo valioso para nosotros, nos alegramos y sentimos una propulsora disposición a actuar. Frente a la fuerza centrípeta de la tristeza, que nos coge de la mano y nos hace pasar hasta dentro, la alegría es centrífuga y nos saca fuera de nosotros mismos, sobre todo en esos instantes plenos en los que «no cabemos en nosotros de gozo». La alegría nos expande, nos aligera (que no es otra cosa que hacer las cosas alegremente), nos energetiza (somos mucho más resolutivos y más eficaces), nos aboca a la creatividad (el cerebro se vuelve un castillo de fuegos artificiales de ocurrencias).
Emil Cioran afirmaba con su pesimismo crónico que frente a la solemnidad que despliega la tristeza y lo ennoblecedor de su causa, le resultaban ridículos tanto el origen como la escenografía un tanto aparatosa en la que se encarna la alegría. En esos instantes el organismo activa todos los mecanismos motores y quiere disfrutar de ese manantial de vitalidad, difundirlo, comunicárselo a alguien con el que se comparte vecindad afectiva. No hay nada que invite a ponerse a reflexionar en torno a ello. Festejar y analizar son actividades antónimas. Esta inercia biológica guarda una consecuencia cultural. Creo que es en este preciso punto donde se explica por qué alegrarnos de la alegría ajena es aún un sentimiento innominado, por qué padecemos esta carestía conceptual para referirnos pormenorizadamente a los momentos gratos. Verbalizamos profusamente el contratiempo, pero somos cicateros para bautizar a la culminación. Preferimos deleitarnos con ella en vez de pensarla y nombrarla. La alegría nos entretiene, la tristeza nos detiene. Explorar ese cruce de emoción y cognición y luego indagar en el lenguaje para entender qué está ocurriendo, nos impediría disfrutar plenamente de su presencia. En la alegría el verbo hacer solapa al verbo pensar. No es de extrañar que la alegría vicaria, la alegría que nace de contemplar la alegría del otro, no tenga nombre. Es una pena porque es uno de los indicadores más fiables del amor.
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