martes, julio 31, 2018

Más atención a la alegría y menos a la felicidad

Obra de Nick Lepard

Existe una inflación de alusiones a la felicidad en las narrativas de la gestión del yo. Hay una fijación por su vindicación que correlaciona proporcionalmente con la invisibilidad o minusvaloración de la alegría. Se habla mucho de la relevancia de ser feliz en el itinerario biográfico y muy poco del protagonismo que abriga la alegría en ese tránsito. Supuestamente la alegría es un gradiente mucho más modesto que la felicidad y esta condición la ha condenado a ser citada tangencialmente, o tratada como saldo. Se concede poco crédito a esa alegría que germina en los microacontecimientos del día a día, que paradójicamente es con mucha diferencia el lugar donde nuestra vida pasa más tiempo. En los grandes tratados la han castigado con la inatención por su frugalidad. Sin embargo, ha arraigado un sinfín de clichés en torno a la felicidad. Los que se dedican a escribir eslóganes para la gerencia del desarrollo personal promocionan desde hace tiempo una orden que prescinde de la alegría porque la subsume, pero que de puro abarcativa es huera: «sé feliz». Es un mandato tan vago como sorprendente porque las órdenes tienen como fin señalar la conveniencia de una dirección cuando es muy tentador tomar la contraria. Todavía no me he encontrado a nadie que titubee a la hora de elegir entre la felicidad o su ausencia. Con lo que sí me he topado es con gente muy extraviada para determinar conceptualmente de qué estamos hablando cuando hablamos de felicidad. Como es muy fácil detectar cuándo está uno alegre, pero no tanto cuándo uno es feliz (los verbos ser y estar son muy útiles para deslindar ambas magnitudes), resulta mucho más eficiente y sencillo promulgar la alegría y ser más precavidos en la insistencia de la felicidad. A favor de este argumento juega el hecho de que la alegría es el sentimiento que dimana a medida que se coronan los fines de la autonomía en los que se despliega la felicidad. La alegría y su imbricación con la acción y la actividad son indicadores fiables de la felicidad. A veces incluso son expresiones pleonásticas.

Reivindicar el vigor de la alegría es necesario en un momento en el que es inusual ver a la gente sonreír, pero es muy frecuente divisar en sus rostros cómo se amotinan la amargura, la abulia, el pesar, el estrés, el distrés, el agobio, el miedo, el cansancio. Recuerdo una sublime portada de una revista de psicología. En ella aparecían dos enormes fotos colocadas a cada lado. En la foto de la izquierda aparecía un grupo de niños jugando en el patio del colegio. Todo era bullicio, júbilo, energía, sonrisas, movimiento. En la foto de la derecha aparecía un vagón de metro de gente hacinada camino del trabajo. Todo era lóbrego y estático. Rostros serios, adustos, con las comisuras de los labios indicando tediosamente el suelo y desenmascarando una vida esclavizada y abostezada. El titular de la página era antológico: «¿Qué ha pasado para llegar hasta aquí?». Las posibles respuestas a esta interrogación conexan con el sentido de la vida humana, la civilización del trabajo, el tamaño de las plusvalías, la distribución de la riqueza, la inercia del mercado.

Al hablar de alegría me refiero al epítome de todas esas disposiciones en las que aparecen el entusiasmo, la pasión, la efervescencia, el optimismo, el júbilo, la fruición, el gozo, la diversión, la vocación, la levedad, el buen humor, el carácter risueño, la tendencia creativa, o la embriagadora sencillez de estar contentos. Estos dinamismos recuerdan al estado de flujo autopsiado por Mihály Csikszentmihalyi, aquellas actividades que nos abducen tanto que desaparecen la sensación de esfuerzo y la usura del tiempo. La alegría hace ligero el vivir porque nos quita de encima el peso que adquieren las cosas. Etimológicamente el término proviene del latín alacer, alacris, que significa rápido, ágil, vivaz. En nuestro idioma se mantiene la palabra alacridad, que el diccionario de la Real Academia define como alegría y presteza del ánimo para hacer algo. A pesar de que la expresión «caerse el alma a los pies» indica lo contrario, es muy descriptiva para entender la alegría. La caída del alma no se debe a nuestra torpeza, sino a la carga excesiva que no ha podido sujetar, es decir, a la pesadumbre, aquello que pesa y guarda mucha gravedad. Entonces la vida ya no es ligera. Nos cuesta movernos. Nos cuesta hacer las cosas. Ya no hay alegría.

El contrapeso de la alegría es la tristeza. Frente a la aparente inanidad de la alegría, aparece la indiscutida sacralidad de la tristeza. Si la alegría se activa ante una situación favorable para nuestros propósitos, la tristeza es el resultado de lo contrario, cuando algo o alguien nos desposee de algo sustancial para nosotros, disloca nuestra meta, interfiere en el cumplimiento de nuestras expectativas, nos obliga a abdicar de nuestros deseos o a reemplazarlos. Pero la tristeza alberga funciones adaptativas de primerísimo nivel. Como escribí en La razón también tiene sentimientos (ver), «la tristeza todo lo que toca lo convierte en alma». Es una pedagogía nada desdeñable para conocer la territorialidad en la que confluyen emociones, cognición, sentimientos, deseos, valores, creencias, experiencias. En el ínterin de la tristeza se activan imprescindibles mecanismos autorreflexivos. Todo lo ligado a la hiel de la tristeza nos retrae y nos exhorta a la interiorización, a la atracción por las preguntas rutilantes, nos hace retractarnos de ideas que considerábamos inobjetables, nos acerca a todo lo que el fragor diario de tareas mecánicas e inaplazables ha convertido en desuso. A pesar de mi vindicación de la alegría, recelo de los que muestran insensibilidad a la tristeza, se avergüenzan de poder padecerla, o la vilipendian patologizándola como inconsistencia psicológica. Ahora bien, una cosa es la utilización profesoral de la tristeza y otra muy distinta es mortificarse con ella.

Sentir alegría cada vez que inauguramos un nuevo amanecer debería ser un hábito contraído con nosotros mismos. Parece una hipérbole, pero no lo es. Basta con que algo fracture la confortable cotidianidad en la que la vida se acurruca para advertir que esa misma cotidianidad es un gozo milagroso. En su reciente libro de aforismos, Tazas de caldo, Vicente Verdú señala algo análogo al afirmar que «cuando uno se lamenta de que en su vida no pasa nada no sabe de cuánto mal se libra». No habla bien de nosotros que solo valoremos las cosas cuando la corriente las arrastra y nos aleja de ellas. Para docilizar la alegría hace falta disciplinar la mirada, que es una manera poética de señalar la importancia de jerarquizar axiológicamente la vida para después estratificar las acciones y escalonar los propósitos. Hace unos años escribí que no hay ni un solo ejemplo en toda la historia de la humanidad en el que alguien haya creado algo valioso mientras bostezaba. Esta afirmación se puede parafrasear. Es complicado hacer existir algo valioso si la alegría no comparece en el proceso. Feliz verano a todos. Gracias por vuestros paseos lectores por este espacio. Nos veremos a mediados de septiembre. Hasta entonces. Un abrazo.

 


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