Obra de Nigel Cox |
Al acabar mi intervención la
presentadora me comentó que mi visión era hermosa, pero utópica, ofrecía un
fresco del mundo que apenas tenía que ver algo con el mundo. Como estoy acostumbrado
a esta refutación en la que directa o veladamente se me acusa de un exceso de buenismo, sonreí y agregué que sé bien cómo es el mundo en el que vivo, pero también sé en qué mundo me gustaría vivir y qué se puede hacer para aproximarnos a él. En su último ensayo, El bosque
pedagógico, Marina nos recuerda que «un principio del arte de la educación
es que no se debe educar a los niños conforme al presente, sino conforme a un
estado mejor». Nietzsche postuló que los humanos somos una especie
aún no fijada en busca de definición. Foucault susurró que el ser humano es un
hallazgo muy reciente. Emilio Lledó escribió con su hipnótica y elegante prosa que el
ser humano es un ser en tránsito. Este afán de autodomesticación transitoria es un afán ético. Aunque muchos no lo saben, la ética es una disciplina con una
misión tremendamente peculiar. Tiene encomendado un desempeño exclusivo, una
tarea que no comparte con ninguna otra disciplina. En vez de fijar su atención
sobre el comportamiento existente, la ética coloca el gran angular sobre aquel que sería bueno
que existiera. Los tan difundidos valores proclaman en
esencia algo muy similar. Hace poco leí
una fantástica definición firmada por Etkin: «Los valores son una concepción
acerca de lo deseable». Asocio esta afirmación a la de Platón cuando en una descripción insuperable defendía
que la educación es enseñar a desear lo deseable. Hace unos años yo me atreví a permutar el
verbo enseñar por el de aprender y el de desear por el de admirar para concluir
que no hay tarea más civilizatoria que admirar lo admirable, que es la mejor manera de
educarnos sentimental y socialmente bien. (Por cierto, en breve daré una
conferencia en la Universidad de Barcelona que he titulado La admiración de lo admirable).
Hay mucha controversia sobre cuál es la mejor
manera de mejorar el mundo, pero la discrepancia se difumina cuando dilucidamos qué
sentimientos deberíamos cultivar para mejorarlo. El ser humano es una abigarrada mixtura de
actuaciones buenas y malas (no somos ni el buen salvaje de Rousseau ni un lobo como señalaba Hobbes para justificar la existencia de un Leviatán), pero sabemos que cuando en nuestra arquitectura afectiva
prevalecen los sentimientos de apertura al otro la convivencia se torna mucho más
habitable e idónea para la satisfacción de necesidades e intereses dispares que cuando se voltea la situación y nuestra conducta obedece a los sentimientos de
clausura (que siempre irrumpen contra la vida, la propia o la ajena, y a veces contra ambas). Existe acervo evolutivo y cultural
para deducir que las interacciones presididas por los sentimientos nobles hacen más habitable
el entorno y posibilitan la adquisición de felicidad privada que aquellas otras capitaneadas por los sentimientos mezquinos, que la convivencia es
más amable y menos abrasiva si tratamos al otro con la dignidad que todo ser humano posee por el
hecho de serlo que si se la talamos, lo cosificamos y lo instrumentalizamos en nuestro beneficio. Popper
popularizó la sentencia que anunciaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles.
No es cierto. El mundo siempre es susceptible de ser mejorado, aunque también
lo es de ser empeorado. En la predominancia de unos sentimientos sobre otros descansa la dirección que finalmente tomará nuestra conducta.
Como la construcción sentimental es una tarea comunitaria, el diálogo se torna
protagonista estelar para que argumentemos bien, pensemos bien, sintamos bien,
deseemos bien, elijamos bien, vivamos y convivamos mejor. No hay meta más
elevada para esa existencia al unísono que somos cualquiera de nosotros.
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Admirar lo admirable.
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