Obra de Michele del Campo |
Las líneas maestras para que la convivencia sea la casa
natal en la que la existencia de cualquiera de nosotros pueda aspirar a una
vida digna no se deben franquear, o su vulneración no se puede tolerar. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski
cuenta que «si Dios no existe, todo está permitido». Al margen de la existencia
o inexistencia de Dios, hay muchas cosas que no se pueden permitir, y muchas
tantas que uno no debe permitirse. No es otra la finalidad prescriptiva del
derecho, y también de la conducta ética cuando incluye a los demás en las
deliberaciones y las decisiones que sin embargo poseen genealogía personal.
Para una buena dirección del comportamiento me parece mucho más relevante esta
segunda dimensión, porque la primera convertiría la vida humana en un imposible
estado de permanente vigilancia inquisitorial. Si alguien menoscaba los
principios mínimos para que puedan plegarse los máximos, no queda más remedio
que recurrir a la sanción o a la restauración, aunque es innegable que lo ideal
sería la autorregulación. No se puede dialogar con quien niega la igualdad
jurídica de los ciudadanos, aplaude el homicidio, justifica la violencia como
un medio lícito para instituir ideas o coronar fines, alienta la explotación y el sometimiento,
o considera que en función del sexo, la raza, la nacionalidad o la religión
unas personas poseen supremacía sobre otras. Dicho de otro modo. No se puede
tolerar aquello que pone en jaque la vida que nos gustaría vivir a todos tras un
escrutinio racional de lo que sería bueno vivir. Adela Cortina nos evita muchas
discusiones bizantinas en torno a este tema. En Razón comunicativa y responsabilidad solidaria enumera lo que
habría que poner en la primera línea de salida para establecer criterios de
verificación de lo que debería cumplirse en la textura social: la satisfacción
de las necesidades humanas, el cumplimiento de los derechos humanos, la
eliminación del sufrimiento humano innecesario, la armonización de las
aspiraciones humanas intrasubjetivas e intersubjetivas.
En el extenso arco de las conductas unas son más compatibles que otras para lograr
estos objetivos. No estoy diciendo nada extraordinario porque toda la anhelada
educación en valores parte de esta premisa. En el luminoso Invitación a la
ética, Savater escribe que «la ética significa búsqueda de la mejor manera
posible de vivir, búsqueda de la mejor vida posible, pero vida humana, es
decir, compartida». Esta búsqueda nos obliga a discriminar, a juzgar, a deliberar,
a pensar, a inteligir, a discernir, a valorar, a elegir. No es lo mismo relacionarse con el otro como si fuera un
objeto en vez de como si fuera un equivalente dotado de la misma dignidad que
solicito para mí. No es lo mismo contestar con antipática sequedad a quien
discrepa que tratarlo amistosamente a pesar de no coincidir en la visión del
orden de las cosas. No es lo mismo responder con una agresión física que con un crítica argumentada cuando alguien nos lleva la contraria. No es lo mismo ser
un querulante que un conciliador. No es lo mismo ser equitativo que déspota. No
es lo mismo acceder al espacio interpersonal con vocación colaboradora y pensar
también en los intereses de los otros que adentrarse allí con apetito competitivo y solo pensar en la
satisfacción de lo propio a costa de que los demás no puedan satisfacer nada de
lo suyo. No es lo mismo rapiñar lo común que protegerlo para beneficio de la
colectividad de la que también uno forma parte. No es lo mismo ser negligente que
ser diligente. No es lo mismo ser un desalmado que hospedar sentimientos de
apertura (por proseguir con la nomenclatura que empleo en La razón también
tiene sentimientos -ver-).
No es lo mismo ser empático que contraempático. Nunca nada se equivale. Si no fuera
posible ponderar los comportamientos, no habría espacio para la deliberación ni
las evaluaciones éticas. Deslindar estos territorios parece una labor que demanda años de estudio e investigación, pero la experiencia del obrar
coadyuva más a discernir cuestiones éticas que cualquier tratado del
comportamiento humano.
Es muy fácil detectar qué conductas benefician y qué
conductas perjudican la vida en común. Basta con ver cuáles esgrimimos en las
interacciones con aquellos que nos quieren y también queremos, y cuáles ni se
nos pasa por la cabeza emplear en este escenario presidido por el cuidado, la
atención y el afecto. En su último libro, El bosque pedagógico,
José Antonio Marina apela al carácter evolutivo de las culturas para comprender
mejor estas experiencias humanas y la deseabilidad de unas conductas y unos sentimientos sobre otros. «Todas las sociedades se han
enfrentado a los mismos problemas en su intento de alcanzar la felicidad
objetiva, la organización justa que facilite a todo el mundo el acceso a su
felicidad subjetiva». El autor cifra en nueve los problemas sobre los que hemos
reflexionado para acceder a recursos que nos permitan aspirar a la felicidad
personal: el valor de la vida propia y ajena; la relación del individuo y la
tribu: la gestión política; la producción y distribución de bienes; la
resolución de conflictos; la sexualidad, la familia y la procreación; el trato
con los débiles, enfermos y ancianos; el trato con los extranjeros; el trato con los dioses y el más allá. Me atrevo a decir que tolerable es toda conducta
que tributa valor a la vida y la eleva a acontecimiento significativo en el
rastreo de soluciones a estos problemas, e intolerable es aquella que hostiga o
directamente usurpa el insuprimible valor de la dignidad a cualquiera de
nuestros pares que lo posee por el hecho de existir. Los treinta artículos de
los Derechos Humanos pueden erigirse en adecuada guía para elegir bien la
orientación de nuestro comportamiento. Todo lo que cabe en ellos o los amplía
para fortalecer la tarea de ser un ser humano es tolerable, toda conducta que
los rasga es intolerable. Y lo intolerable no se debe tolerar. Es decir,
dulcificando la expresión, tolerancia cero a aquella conducta que incumple los
mínimos e impide así que los demás puedan aspirar a los máximos.
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