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martes, octubre 02, 2018

En la predisposición está la solución (del conflicto)



Obra de Takahiro Hara
La predisposición a solucionar un conflicto lleva en sí misma una elevada cantidad de la posible solución del conflicto. Casi me atrevería a escribir que abraza la totalidad de esa solución, al margen de su contenido siempre que por supuesto desprenda equidad. Mi tesis se sostiene en la sencilla definición de predisposición. El diccionario de la Real Academia la define como acción y efecto de predisponer, y luego anuncia que predisponer es preparar, disponer anticipadamente algo, o el ánimo de alguien, para un fin determinado. La predisposición a solucionar un conflicto es anticipar el ánimo para solucionarlo. La ausencia de esa predisposición dificulta los cauces habituales que se abren en la articulación de un desacuerdo. Si la predisposición a la solución es deficitaria, las herramientas para encontrarla serán igualmente deficitarias o directamente sobrantes. La nulidad o la inoperancia no son inherentes a las herramientas, sino al uso que su portador hace de ellas. Las epistemologías del conflicto insisten plausiblemente en afinar procedimientos y métodos para urdir y facilitar salidas ecológicas e integradoras a las discrepancias, pero mantienen desatendida la predisposición a querer solucionarlas, que es lo que convierte en útil o inútil el procedimiento. Recuerdo que en mis inaugurales incursiones en el campo de la conflictología siempre me preguntaba por la predisposición a solucionar el conflicto. Estaba persuadido de que una vez coronado ese predisponerse todo lo demás devendría fácil.

Para que dos personas se entiendan es prioritario que deseen entenderse, y la edificación de ese deseo es la bóveda de clave de todo lo demás. Mi mirada siempre se detenía en esta esfera de la afectividad, en la raigambre sentimental que hacía que unas personas anhelaran entenderse y otras denegaran con rotundidad la contemplación de esa opción. Rara vez mis ojos se aquietaban en los métodos y en los procedimientos para armonizar la disensión, cuya utilidad desde luego remarco como inobjetable siempre y cuando el ánimo de entenderse capitanee la interacción. Las herramientas son medios para un fin, pero si ese fin se elimina los medios no tienen campo sobre el que operar. En algunas entrevistas que realicé en aquella época a algunas figuras señeras de la disciplina siempre les preguntaba por esta predisposición, qué hacer para estimularla, qué resortes había que activar o cuidar para que el agente se sintiera abducido por ella y actuara en consecuencia. Confesaré que la mayoría de las respuestas eran vagorosas. Este hecho me incentivó a investigar claves éticas y presupuestos sentimentales en las lógicas que sostienen la convivencia para encontrar esa especie de vellocino de oro en el que yo había convertido mi búsqueda incansable de la predisposición. El resultado de esa experiencia nómada yendo de un sitio a otro por las planicies y las cordilleras del comportamiento humano para dar con ella lo acomodé literariamente en las páginas del ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (ver).

Querer es un verbo muy olvidado en los ensayos de la persuasión y la argumentación como tácticas para disolver diferencias. No es del todo difícil solucionar un problema si las partes protagonistas lo desean solucionar, aunque se torna espinoso subsanarlo si ese deseo está dormido, o ligeramente entumecido, o enervado en la dirección opuesta. Perdón por la obviedad que voy a redactar, pero a veces se nos olvida que nadie se entiende con alguien que no quiere entenderse. Hace años acuñé un aforismo que juega con un refrán de enorme popularidad en los imaginarios. «Del mismo modo que dos personas no riñen si una no quiere, dos personas tampoco se entienden si una de ellas no está por la labor». Es sencillo colegir que si dos personas no se entienden porque una de ellas no quiere, resulta del todo imposible ese entendimiento cuando ambas partes lo declinan de antemano y se oponen a la mínima concesión que pueda complacer parcialmente los propósitos del otro. A veces no es necesario que nadie empalabre esta negativa. Los hechos son el lenguaje que se utiliza para hablar sin decir ni una palabra, y hay actos que albergan la misma o más elocuencia que el monosílabo «no» proferido reiteradamente.

Podemos orientar en una dirección positiva el apotegma anterior. «Dos personas multiplican exponencialmente las posibilidades de entenderse si las dos muestran voluntad para ello». El interés de entenderse se supraordina a los intereses que han demostrado incompatibilidad en el tiempo y en el espacio y que por tanto solicitan mutua coordinación. Esta predisposición conexa con la edificación sentimental de los sujetos, no con la erudición topográfica de los conflictos. No hay mejor estrategia para la prevención de un conflicto y para predisponernos a solucionarlo higiénicamente en el supuesto de que irrumpa que educarnos en las lógicas de la convivencia y de las interdependencias que trae adjuntas. A mí me asombra la laxitud intelectiva y sentimental de muchos sujetos para entender y sentir que la vida es un acontecimiento interdependiente (así titulé el primer capítulo de La capital del mundo es nosotros -ver-), y que es esa interdependencia bien metabolizada la que origina el predisponerse. Entreveo que el inflacionismo de un yo atomizado y competitivo y las exigencias de la autorrealización personal desvinculadas de marcos éticos han erosionado gravemente la conciencia de las interdependencias. Un obstáculo muy serio para la predisposición de la que estoy hablando.

Hay un impreciso momento en la reflexividad humana en que la predisposición y la solución convergen en un punto sentimental que yo llamaría concordia. No siempre aparece en la intersubjetividad, pero cuando lo hace debe su ocurrencia al patrocinio de la concordia. No puedo por menos de recordar aquí la razón cordial de Adela Cortina. La etimología de la palabra concordia es inequívoca. El prefijo con significa junto, cor-cordis, corazón, y el sufijo ía, cualidad. La concordia sería la cualidad en la que están envueltas aquellas acciones hechas con el corazón. Por eso cuando entre dos personas impera la concordia decimos que están bien avenidas, porque la interacción está amenizada por la melodía de sus corazones. Me estoy ciñendo a una lectura sentimental para la predisposición, pero también podemos circunscribirla a una lectura instrumental en la que desentimentalicemos la intención y se la entreguemos a una deliberación inteligente. La concordia no excluye el auxilio de la inteligencia, sino que lo subsume, porque en escenarios de interdependencia no hay nada más inteligente que actuar con corazón.

La síntesis de inteligencia y concordia se llama cordura, lo que ratifica que afecto y racionalidad, lo cognoscitivo y lo sentimental son una misma dimensión. El término proviene de nuevo de cor-cordis, corazón, y del sufijo ura, que indica actividad. No es extraño que cordura sea sinónimo de sabiduría, o que se revele como del todo contradictorio que haya sabiduría allí donde hay escasez de cordura. La persona cuerda es la persona que sabe, pero no sabe un saber técnico que es el saber hacer cosas, sino el saber relacionado con la voluntad y la conducta, que es el saber no de las cosas sino de las personas, el saber del sabio. Ese saber, esa racionalidad, o esa inteligencia es el logos que da forma al término día-logo, la palabra pero también la afectividad que deambula entre nosotros siempre que haya que deliberar sobre situaciones, acontecimientos, disparidades, que nos tasan como seres sumamente interdependientes. La cordura nos avisa de que necesitamos indefectiblemente la colaboración del otro para alcanzar nuestros propósitos porque interseccionan con los suyos, y nos predispone a un ejercicio de creatividad integradora. Si la cordura no nos avisa de algo así, es porque no somos tan cuerdos como creemos ser. 




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