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martes, enero 28, 2020

Convertir las emociones en sentimientos buenos


Obra de Didier Lourenço
Llevo un tiempo educando a un gato exótico muy peculiar. Lo educo porque durante unos años sus dueños confundieron cariño con consentimiento, y ahora el gato se comporta con un despotismo que ha logrado quebrajar los niveles mínimos de convivencia. Muy rara vez sus deseos habían recibido un no, y ahora hacerle caso omiso cuando te requiere (que es siempre) lo considera un desaire que le provoca una irascibilidad que en ocasiones puede traducirse en agresión. Este proceso de aprendizaje busca que podamos compartir espacios y tiempos con sana naturalidad, que su dependencia se vaya relajando para que disfrute por sí mismo sin necesidad de solicitar una ubicua mediación humana. Las personas de mi entorno conocen bien sus andanzas y el sinfín de episodios protagonizados en los últimos años porque suelo citarlo verborreicamente en las conversaciones en las que acabamos perorando sobre lo humano y lo divino. Incluso alguna vez lo he sacado a colación en alguna conferencia en la que disertaba sobre cuestiones emocionales y éticas. Es usual escuchar que lo contrario del comportamiento racional es el comportamiento animal, pero no es así. Lo contrario del comportamiento racional es el comportamiento estúpido. Puedo afirmar taxativamente que mi gato posee una inteligencia emocional parecida a la de cualquiera de nosotros. Lo que no posee es un proyecto ético que produzca tejido social en el que transforme sus emociones en sentimientos morales y sus sentimientos morales en acciones. Tampoco está constituido por la ficción ética de la dignidad, que es sin embargo el eje central de la pericia humana y el desiderátum para afinar nuestra humanización siempre en tránsito. La resistencia por la dignidad consiste en interpelarnos sustantivamente sobre el querer que puntualiza lo que es. Qué queremos que sea una vida catalogada de digna.

El gato posee unos potentes radares para detectar las situaciones de agrado y declinar las de desagrado, y su vida se compendia en la incesante maximización del principio de placer. Es un hedonista irrestricto. Su vida bascula entre la atracción hacia la que se aproxima y la repulsión de la que se aleja. Basta con cerrarle la opción a una situación muy hedónica para él para que al instante se abstraiga de ella y comience a rastrear otra hacia la que se dirige sin dilación. Los humanos también nos regimos por esta optimización emocional propia de los seres sintientes, pero a veces retardamos el momento o damos rodeos que son los que nos singularizan como animales que intentamos sortear nuestra animalidad. En multitud de ocasiones rechazamos o posponemos la situación placentera y nos atrincheramos en una incómoda porque gracias a este sabio aplazamiento podemos coronar un propósito pensado que de lo contrario podría diluirse o escaparse como coyuntura plenificante. Uno de los aspectos que más llama la atención de las personas obtusas es su incapacidad para postergar el advenimiento de las gratificaciones y su nefasta relación predictiva con el futuro. Sin embargo, una de las tareas más prodigiosa de la inteligencia es que gracias a su comparecencia y sus sistemas de evaluación aceptamos desobedecer nuestros deseos episódicos en aras de conquistar nuestros proyectos. La inteligencia permite que el deseo pensado inmovilice al deseo sentido. El experimento de las golosinas ideado por Walter Mischel es muy indicativo. Al infringir lo apetecible en favor de lo conveniente se celebra el momento inapelable de la libertad. Nos convertimos en seres autónomos. Seres que se dan órdenes a sí mismos.

Puedo parecer hiperbólico, pero tiendo a recelar de todo aquel que en sus disquisiciones repite un estribillo pegadizo en el que no se cansa de tararear la relevancia de la inteligencia emocional en nuestras vidas, pero omite el valor común de la dignidad sobre el que se alfabetizan correctamente todas las respuestas emocionales, y que luego, dinamizadas por la cognición en procesos sistémicos, las podemos transfigurar en sentimientos secundarios, sentimientos cognitivos, sentimientos sociales, valores éticos, fundamentos epistémicos, virtudes, guiones sociales, hábitos afectivos. Convertimos las emociones en sentimientos buenos y en nutrientes valorativos gracias a la construcción de proyectos de genealogía ética. Los sentimientos buenos serían los que a mí me gusta nominar como sentimientos de apertura al otro, aquellos sentimientos en los que me siento concernido por el otro gracias al cual mi vida es vida humana. La inteligencia emocional puede devenir en un instrumento narcisista o enfermizamente egótico si en nuestras valoraciones no nos sentimos afectados por esa otredad con la que existo en una experiencia unísona. 

La incursión de ese otro en nuestras deliberaciones privadas (que siempre concluyen en acciones depositadas en el espacio político) nos traslada a una dimensión ética que utiliza a su favor todas las irradiaciones emocionales. Por contra, las alusiones de la inteligencia emocional son mayoritariamente alusiones a un ente atomizado, a un sujeto que por las descripciones parece que se construye en una insularidad que la vida desdice a todas horas y en todos los espacios. Como he escrito muchas veces, somos humanos porque nos relacionamos con el otro, convivimos con subjetividades análogas a nosotros. Somos seres que estamos sucediendo y sucedemos junto a otros que también están sucediendo en un sitio llamado el mundo de la vida. Recuerdo que hace años escribí un aforismo que ahora aparece en el frontispicio de mis redes sociales: «El gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y bondad es nosotros». No se trata de un nosotros pronombre personal que contraponer a un ellos. Se trata de un nosotros que nos invoca a todas y todos. A ese Nosotros con mayúsculas que solo vemos gracias a la mirada intelectiva, la que produce sentimentalidad, que no es lo contrario a la racionalidad, sino su refinada expresión.  



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martes, enero 21, 2020

Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos



Obra de Alex Katz
Compruebo con desolación que cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos. Erróneamente creemos que dialogar y debatir son términos sinónimos, cuando sin embargo denotan realidades frontalmente opuestas. Como hoy 21 de enero se celebra el Día Europeo de la Mediación, quiero dedicar este artefacto textual a todas esas mediadoras y mediadores con los que la vida me ha entrelazado estos últimos años tanto en el ámbito de la docencia como fuera de ella. El mediador es un prescriptor del diálogo entre los agentes en conflicto allí donde el diálogo ha fenecido, o está a punto de morir por inanición, o es trocado por el debate y la discusión. Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que condecora al destino comunitario con la medalla de oro en el evento humano. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula entre nosotros, que como he escrito infinidad de veces debería ser el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y bondad.

El prefijo dia, que da osamenta léxica a la palabra diálogo, ha desatado mucha tergiversación terminológica. Es habitual conceder consanguinidad semántica a términos como diálogo, debate, discusión, disputa. El prefijo latino dis de discutir se asemeja fonéticamente al dia de diálogo, pero son prefijos con significados desemejantes. Dis alude a la separación. El término discutir proviene del latín discutere, palabra derivada de quatere, sacudir. Discutir por tanto sería la acción en la que se sacude algo con el fin de separarlo. También significa alegar razones contra el parecer de alguien, y ese «contra» aleja por completo la discusión de la esfera del diálogo. Discutir y polemizar, que proviene de polemos, guerra en griego, son sinónimos. En el diálogo se desea lograr la convergencia, en la discusión se aspira a mantener la divergencia. Y cuando se polemiza se declara el estado de guerra discursiva. 

Algo similar le ocurre al debate, cuya etimología es de una elocuencia aplastante. Proviene de battuere, golpear, derribar a golpes algo. De aquí derivan las palabras batir (derrotar al enemigo), abatir (verbi gracia, abatir los asientos del coche, léase, tumbarlos o inclinarlos), bate (palo para golpear la pelota en el béisbol, o para hacer lo propio fuera del béisbol con un cuerpo ajeno), abatido (persona a la que algo o alguien le han derruido el ánimo).  Debate también significa luchar o combatir. El ejemplo que comparte el diccionario de la Real Academia para que lo veamos claro es muy transparente: Se debate entre la vida y la muerte. Debatir rotularía la pugna en la que intentamos machacar la línea argumental del oponente en un intercambio de pareceres. Queremos batirlo. En el debate no se piensa juntos, se trata de que los participantes forcejeen con el pensamiento de su adversario y lograr la adhesión del público que asiste a la refriega.  El debate demanda contendientes en vez de interlocutores, porque en su circunscrito territorio de normas selladas se acepta que allí se librará una contienda en la que se permiten los golpes dialécticos, un espacio en el que las ideas del adversario son una presa que hay que abatir.

La bondad que el diálogo trae implícita (me refiero al diálogo práctico que analicé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza -ver-) dociliza las palabras y cancela la posibilidad de que un argumento se fugue hacia el golpe y sus diferentes encarnaciones. El exabrupto, la imprecación, el dicterio, el término improcedente, las expresiones lacerantes, el maltrato verbal, el zarpazo que supone hacer escarnio con lo que una vez fue compartido bajo la promesa de la confidencia, el silencio como punición, el comentario cáustico y socarrón, la coreografía gestual infestada de animosidad, o la voz erguida hasta auparse a la estatura del grito, siempre aspiran a restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. No tienen nada que ver con el diálogo, pero son utilería frecuente en los debates y en las discusiones. Además de tratarse de acciones maleducadas, también son contraproducentes, porque hay palabras que ensucian indefinidamente la biografía de quien las pronunció. Más todavía. Si las palabras se agreden, es muy probable que también se acaben agrediendo quienes las profieren. Sin embargo, la palabra educada y dialógica concede el estatuto de ser humano a aquel que la recibe. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros, aunque simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con el respeto y el cuidado que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo al que con alegría le concedemos derechos. Y con el que también alegremente contraemos deberes.



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