Obra de Michele del Campo |
A mí me gusta señalar que en toda la historia de la
humanidad no hay ni un solo caso en el que alguien se haya alegrado de tener que abordar un
conflicto. Más bien ocurre al contrario. Nuestro entramado afectivo nos
suministra un lote de sentimientos que conexan con el miedo, la tristeza o el
enfado, o con estas tres evaluaciones afectivas simultáneamente. Una definición plausible de conflicto es aquella que lo señala
como una confrontación entre personas con objetivos incompatibles que obturan la conquista plena de los intereses de ambos. Su articulación
consiste en armonizar esa diferencia. Los conflictos suelen provocar elevada desestabilización si son de alta intensidad y se desatan en situaciones de dependencia
mutua. Aquí reside la centralidad de una actitud asertiva para defender parte
de nuestros intereses, pero también una actitud de cooperación para lograr la
colaboración del otro. En las clases y en los talleres suelo recordar la arrinconada obviedad de que en la gestión de un conflicto la
posible solución es una empresa cooperativa. Del mismo modo que dos no riñen si
uno no quiere, dos no solucionan un conflicto si uno de ellos no está por la
labor. Sin cooperación no hay solución.
Toda colaboración interpersonal necesita la participación
del diálogo. Si la inteligencia se supraordina a la utilización de la fuerza y
el daño en un episodio en el que hay que conciliar la disensión, entonces
hablamos de diálogo. En el diálogo aparece la palabra, que posee el patrimonio exclusivo de la
solución de un conflicto. Los conflictos se pueden terminar de muchas maneras, pero solo se solucionan dialogando. En Ética cordial, Adela Cortina defiende precisamente que en una ética cívica hay una consideración dialógica de los
afectados por las normas que se deciden. En el diálogo nos preocupamos por
satisfacer porcentajes de nuestro interés, pero también por los de la contraparte. Para un cometido así tenemos que tener siempre
presente el capital axiológico de nuestro interlocutor, y solo el diálogo está en disposición de realizar esta excavación sentimental. El diálogo por lo tanto es la
herramienta discursiva para armonizar la divergencia, la pluralidad, los
antagonismos, pero para ser bien utilizada necesita indefectiblemente un proceder ético.
Marines Suares comenta en una de sus obras que «el diálogo
siempre implica una intención de los participantes de involucrarse en un
proceso de comprensión mutua, para lo cual deben intentar compartir los
significados que les otorgan a los significantes». Este punto es cenital y
vincula con la sentimentalización de la interrelación y la necesidad de una
hospitalidad discursiva. La definición más hermosa que he leído de diálogo
corresponde a Eugenio D'Ors. El diálogo son las nupcias entre el
intelecto y la concordia. Cuando dialogamos para hallar una solución compartida
que beneficie a todas las partes en conflicto, apartamos las emociones incendiarias
y nos pertrechamos de inteligencia (elegir entre opciones), pero también de
concordia, que es una forma afectiva de instalarlos en el mundo y en las interacciones
con otros sujetos. Como la palabra "acorde"
proviene de cor, cordis (corazón), me aventuro a postular que la concordia (que deriva del mismo término) es la música que emana de
los corazones que buscan la coincidencia de un acuerdo evitando hacerse
daño en el proceso. La concordia en el diálogo lo subvierte todo. No se está en contra del otro,
sino con él, para juntos encontrar cómo compatibilizar la discrepancia. Es obvio que sin
concordia se disparan las tasas de mortandad del diálogo, aunque yo soy mucho más radical. Defiendo que es imposible que el diálogo nazca.
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