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martes, junio 10, 2025

La vergüenza constructiva

Obra de Tim Etiel

La vergüenza es el sentimiento que brota cuando alguien nos descubre realizando una acción que deprecia el valor de nuestra persona, o cuando esa acción ya ha sido ejecutada y de pronto resulta revelada. La vergüenza es el temor a ser sorprendido en falta por la mirada ajena. En su cartografía de las emociones políticas, Martha Nussbaum sostiene que «la respuesta refleja natural de la culpa es la disculpa y la reparación; la respuesta refleja natural de la vergüenza es el ocultamiento». La vergüenza es muy paradójica. No es una virtud, pero sentirla es bueno. Emerge de algo que consideramos no habla bien de nuestra persona, pero cobijarla y que se despabile en determinados momentos sí habla bien de quien somos. Significa que estamos conectados a un marco moral mancomunado. Como sentimiento, la vergüenza guarda funciones profilácticas y cívicas. Nos protege de las demás personas y de la volubilidad de la nuestra. Aquí conviene apuntar de inmediato que según qué dirección tome la vergüenza puede erigirse en disuasoria y muy operativa o discriminatoria y muy devastadora. Existe una vergüenza constructiva dirigida a la propia persona y a la de formar parte de un proyecto ético. Esta vergüenza opera como disuasor, pero también como una palanca transformadora. Quien siente vergüenza teme que el mundo descubra la acción que está a punto de perpetrar y cuyo desvelamiento le acarrearía una devaluación personal. En contraposición, hay otra vergüenza mórbida y destructiva que se nutre de las muchas morfologías de la violencia. Ocurre con el avergonzamiento hostil y crónico impuesto desde fuera con la finalidad de producir estigmatización, daño social o un repertorio de categorizaciones urdidas para marginalizar y discriminar identidades y reforzar jerarquías de poder. No es lo mismo sentir vergüenza por un comportamiento que  te la hagan sentir instrumentalmente por cualquier otra cuestión ajena al trato.

Como se apuntaba antes al citar a Nussbaum, la vergüenza es un sentimiento político. Sobre esta constatación se asienta la zozobra que despierta  afirmar de alguien que es un sinvergüenza. Se trata de una expresión coloquial muy manida, pero en su suelo semántico significa que esa persona está desprovista de uno de los sentimientos más contribuyentes a que se ponga límites a sí misma para no fracturar el espacio compartido. A la persona sinvergüenza le genera indiferencia la mirada de quien representa la dignidad que toda persona se debe a sí misma y a la comunidad con la que está entrelazada en una tupida retícula de valores, normas, principios e ideales. Cuando transgredir aquellos Derechos Humanos que dilucidamos irrefragables para la buena convivencia no entraña vergüenza, entonces nos adentramos apresuradamente en un declive civilizatorio. Esto no significa punir los actos de desobediencia o aquellos en los que se manifiesta la disconformidad a través de la acción política de la protesta, sino aceptar que sin los mínimos que encarna la Declaración Universal la vida digna para todas y todos se torna ensoñación quimérica. 

Todo lo que he compartido hasta aquí es lo que pienso cuando leo una entrevista a la pensadora estadounidense Susan Neiman en la que comenta que «los padres fundadores daban por supuesto que para adherirte al Estado de derecho necesitabas una brújula moral, un sentimiento de vergüenza que haría que alguien te señalaría si decías: A mí me da igual el Estado de derecho»En el ensayo Cómo perder un país, la periodista y escritora turca Ece Temelkuran prescribe la tercera de las reglas para devastar un lugar (y que admite la extrapolación al mundo entero) con una afirmación unívoca: Elimima la vergüenza, en el mundo de la posverdad la inmoralidad mola. En otras palabras, quien anhele demoler un entramado cívico y democrático encontrará el terreno más allanado si sustrae del paisaje social el sentimiento de la vergüenza en su acepción constructiva. 

Llevamos unos lustros en los que no solo no se enmascaran propuestas que deberían implicar vergüenza por promover posturas de odio, ni se recurre a la hipocresía para disfrazarlas, sino que se romantiza la  falta de vergüenza sabiendo que su exhibición en el escaparate público inspirará el alistamiento de multitud de correligionarios. Es el malismo que con tanta sagacidad desglosa Mario Entrialgo en su ensayo de título homónimo. El mal se ha transmutado en un valor reputacional, electoral, comercial, publicitario. Es desalentador observar cómo reciben mayor plausibilidad quienes despliegan posturas antihumanistas en el trato político con las personas más vulnerables y desfavorecidas. En las redes sociales quienes acaparan un número abrumador de seguidores se pavonean de mal comportamiento y se muestran orgullosamente irrespetuosos y maleducados en sus publicaciones. Se exhibe lo desvergonzado como gesto de autenticidad, poder o desafío. ¿Y qué es aquello por lo que deberíamos sentir vergüenza y que está en alza? Prestemos atención a lo que Joan-Carles Mèlich nos susurra en su último ensayo El escenario de la existencia«Ahora el mundo está tan abierto, es tan indiferente a los gritos y está tan acostumbrado al dolor que los actores son incapaces de sentir repugnancia o asco. Es cada vez más difícil establecer relaciones de verticalidad, de respeto, de admiración y de autoridad. Ni siquiera el sufrimiento tiene autoridad». Involucionamos cuando no sentimos vergüenza ante el dolor de los demás, o no nos da vergüenza adherirnos a quienes lo infligen.