Obra de Thomas Saliot |
Para cuidar
esas circunstancias disponemos de dos tecnologías milenarias que están al
alcance de cualquier sujeto de conocimiento: las acciones y las palabras. Las palabras que
decimos, nos decimos y nos dicen pueden fortalecer las circunstancias o pueden
fragilizarlas sobremanera hasta convertirlas en elementos que conjuren nuestros planes de vida. Nos
hospedamos en ficciones empalabradas y todo lo que ocurre en el relato en el
que narramos cómo absorbemos y valoramos cada instante no es sino trabar palabras
hasta confeccionar nuestra instalación sentimental y
deseante en la vida. Las palabras señalan el mundo, pero también lo construyen.
En Ontología del lenguaje, Rafael
Echeverría distingue aquellas palabras que el mundo luego se encarga de
demostrar si son verdaderas o falsas, de aquellas otras que al enmarcarse en
una declaración cambian el mundo que declaran. Esta metamorfosis me sigue maravillando. Por más que lo verifico una y otra vez, me asombra observar cómo la exposición de una palabra posee la capacidad de alterar el mundo solo con su fonación.
No solo cuidamos los cuerpos, los
afectos y la dignidad con palabras, también con la armonía de los actos. En más
de una ocasión me han criticado que concedo demasiada primacía a las
palabras en detrimento de las acciones. No, no es así. Antes he escrito que las
palabras construyen mundo, y toda construcción es un acto. A pesar de la
performatividad del lenguaje, en mis conversaciones cotidianas con gente allegada suelo decir con bastante
frecuencia que para hablar no solo utilizamos palabras (y silencios), también
empleamos la retórica de los actos. El acervo popular
recuerda que obras son amores y no buenas razones. Los actos son muy elocuentes. Tienen conferido un estatuto muy elevado no solo porque la cognición humana utiliza más la vista que el oído para sus
evaluaciones, sino porque la invención de la palabra trajo anexada la invención de la mentira. Cuando alguien hace caso
omiso a nuestras palabras, y por tanto las irrespeta, podemos hablarle con el
lenguaje tremendamente disuasorio de los actos, o a la inversa, cuando las palabras que nos dirigen no son aclaratorias podemos dedicarnos a escuchar qué musitan sus actos. En comunicación se suele repetir que cuando
las palabras y el cuerpo lanzan una información contradictoria, el interlocutor
que recibe ambas señales asigna autoridad al diagnóstico que firma la caligrafía del cuerpo. Cuando
las palabras y los actos del que las ha pronunciado aparecen disociados, o generan intersticios por los que se cuela la desconfianza,
solemos conferir veracidad al acto, y recelar de la palabra. Para quien se rige al revés se ha inventado el adjetivo iluso.
Cómo tratamos al otro y cómo nos
tratamos a nosotros con nuestros actos y nuestras palabras da la medida del
cuidado de nuestras circunstancias. Manuel Vila sostiene en Alegría que «la vida son solo los detalles de la vida», y creo que esos detalles son una buena definición de esas circunstancias que hormiguean incidentalmente por nuestra biografía dejando sin embargo una impronta sustancial. Yo soy yo y mis circunstancias, pero mis
circunstancias dependen de cómo hablo y me comporto conmigo y con otros yoes
que también tienen sus circunstancias como yo. Existe una panoplia de sentimientos que
nacen de cómo nos sentimos tratados en estos cuidados, o en su negligencia. Si la otredad denigra o envilece
nuestra dignidad, aflorarán la ira y todas las gradaciones que dan lugar a una
espesa vegetación nominal (irascibilidad, enfado, irritación, enojo, cólera,
rabia, frustración, indignación, tristeza, odio, rencor, lástima, asco,
desprecio). Si el otro respeta y atiende nuestra dignidad, sentiremos gratitud,
agradecimiento, afecto, admiración, respeto, alegría, plenitud, cariño,
cuidado, amor. Si observamos cómo la dignidad del otro es invisibilizada o
lastimada por otro ser humano, se activará una disposición empática y el
sentimiento de la compasión para atender ese daño e intentar subsanarlo o
amortiguarlo; o nos aprisionará una indolencia que elecitará desdén, apatía,
impiedad. Por último, si nuestra dignidad es maltratada por nosotros mismos o
por la alteridad con la que nuestra existencia limita, emergerá la culpa, la
vergüenza, el remordimiento, la vergüenza ajena, la humillación, el oprobio, el autoodio. La aprobación
o la devaluación de la dignidad solo patrocina sentimientos sociales si esa
agresión o esa estima positiva la lleva a cabo otro ser humano. En lo más
profundo de nuestros sentimientos siempre aparece directa o veladamente alguien
que no somos nosotros. A este territorio
lo podríamos llamar las circunstancias que debemos cuidar.