La soledad goza de una
centralidad indiscutible en el mapa de nuestros miedos. Es lógico porque su presencia debilita nuestra herencia genética de animales
sociales. Como si se tratara de una tergiversación biológica, la soledad confabula
contra las grandes motivaciones del ser humano, contra nuestra necesidad de donar
y a la vez proveernos de afecto y estima, de reconocimiento, de interacción con los demás. La soledad nos despoja de afiliación, nos
aprisiona en la geografía aislada de nosotros mismos, nos enjaula en la
territorialidad de las rumiaciones y nos hace acceder al salón privado
de los espejos desfavorecedores. A mí me gusta afirmar en los cursos que nadie
llega nunca a una conclusión feliz después de una noche de insomnio en la que sin moverse de la cama no ha dejado de dar vueltas y vueltas sobre sí mismo. Ocurre lo
mismo con la deriva de la soledad. Nadie alcanza un escenario alegre si permanece solo más tiempo
del que le gustaría. Existen dos tipos de soledad que permiten reembolsarnos réditos muy distintos: la voluntaria y la indeseada, una soledad balsámica y otra lacerante. Como todo aquello que adoptamos por decisión propia, la primera es domesticadamente fértil y nos pone de un modo
controlado en contacto con lo más introspectivo de nosotros mismos en los
instantes que nos apetece colmar intereses privados. La segunda
es impuesta y, como toda situación de cambio que no controlamos, nos
provoca aversión.
Esta segunda
soledad es muy déspota y muy corrosiva. A su vez se bifurca en otras dos soledades
que arañan por dentro: la soledad social (desconexión crónica o transitoria de
contactos regulares con los que compartir intereses y actividades), y la soledad
emocional (escasez de apoyo afectivo e intimidad). La existencia de
estas dos soledades puede provocar paradojas como que uno se sienta solo a
pesar de estar rodeado de gente (la soledad emocional prevalece en este caso sobre la
social), o que transitoriamente se encuentre muy solo aunque posea contactos valiosos
con los que compartir su universo sentimental (aquí la soledad social predomina sobre la emocional, y
desdice a Séneca cuando afirmaba que la soledad no es estar solo, sino estar
vacío). Hay algo análogo a ambas soledades indeseadas. Ambas provocan efectos
malsanos como malnutrición social, anorexia afectiva, sequedad sentimental, oxidación
intelectual, astenia existencial, reflexividad negativa, fabulación
depredadora de la realidad, incineración de una
autoestima que focaliza su atención en todo lo que la reduce a cenizas. La soledad coloca un manto de óxido sobre el
alma, pero también convierte en herrumbre la plasticidad del cerebro y lo desordena por dentro hasta volverlo torpón. La
soledad impuesta mineraliza todo lo que toca.
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