martes, junio 21, 2016

La capital del mundo es nosotros

Los seres humanos somos existencias vinculadas. Esta condición insoslayable protagoniza todos los acontecimientos que jalonan nuestra biografía desde antes incluso de nacer. Un cordón umbilical nos une con otra persona al ser engendrados y, desde ese preciso momento, el nexo con el otro será sempiterno, nuestro auténtico estandarte. Aunque el uniformizador individualismo y una errática idea de autosuficiencia tratan de amortiguar la centralidad de las otredades en el paisaje de cualquier vida, basta con experimentar un episodio de soledad prolongada para constatar cómo en lo más íntimo de cada uno de nosotros habita alguien que no responde a nuestro nombre, pero que sin embargo guarda coincidencias nominales con las personas con las que deseamos compartir los afectos más hermosos que configuran el alma. En una de sus maravillosas novelas, Paul Auster explicaba en boca de uno de sus personajes cómo en los instantes en los que la soledad más arreciaba era cuando percibía de una manera diáfana el vínculo entretejido con los demás. Parece una idea antitética, pero cuando uno está solo se hipertrofia la presencia ausente de los otros. La vorágine cotidiana de todos los días, la voracidad de horarios y tareas, la neurosis de regatear tiempo al tiempo, la supervivencia cada vez más precaria, la ludópata optimización del lucro de una élite que en colusión con nuestros representantes exprime la vida de todos los demás, opacan las redes de dependencia que forman la comunidad granular en la que habitamos. Pero insisto en que en el centro más profundo de uno mismo no hay nada que no sea la nosotridad. Más todavía. Resulta imposible surtir de sentido nuestra vida si apartamos a los demás de ella. Este hallazgo guarda poderosas consecuencias sentimentales, pero también sociales. Nuestro bienestar material y emocional necesita el bienestar material y emocional del resto.

El título de este libro fue la última de las seis tesis que defendí escalonadamente en una conferencia titulada O cooperamos o nos haremos daño. Todo orbitaba en torno a la interdependencia y las lógicas que se derivan de ella. Aquella misma tarde me dije que si algún día escribía un ensayo sobre las interacciones humanas lo titularía con la metafórica constatación de que la capital del mundo es nosotros. No hay ni una sola conurbación más habitada, ninguna megalópolis con tantos conciudadanos, ningún lugar con una densidad de población tan alta. Además tomé conciencia de un hecho que pasa muy inadvertido de puro obvio. El rincón más peligroso de todo el planeta Tierra es un cerebro educado mal. Para combartirlo sólo tenemos a nuestra disposición la educación y el afecto (que después de muchos años de estudio me atrevo a decir que son la misma cosa, aunque para entendernos necesitamos disgregarlos nominalmente). En la educación incluyo la cultura, la ética, el conocimiento, la conducta, los recursos intelectuales, la producción de significados, el diálogo como procedimiento para coordinar las inevitables divergencias de los seres autónomos que somos. Con la palabra afecto incluyo todo el orbe de la afectividad: emoción, sentimientos, amor, dignidad, reciprocidad, equidad, ética de máximos. La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta (CulBuks, 2016)  no es una mera acumulación de algunos artículos procedentes de este Espacio Suma No Cero donde escribo varias veces a la semana, sino la construcción de un viaje sentimental sobre nuestra condición de existencias al unísono. A mí me ha resultado un paseo fascinante recorrer las calles de la capital del mundo. Cómo repartimos los recursos, cómo sentimentalizamos las interacciones, qué valores personales y sociales protagonizan el paisaje compartido, qué criterios empleamos para articular la convivencia, qué pluralidad de formas de habitar la realidad surgen de nuestra condición de existencias entrelazadas. Pero lo más relevante de este paseo es que los nexos con nuestros semejantes (afectivos con los próximos, éticos con los lejanos) han nacido no sólo para amortiguar nuestra vulnerabilidad, sino para posibilitar nuestro florecimiento en la aventura de humanizarnos. Espero haber sido hábil para explicarlo y para hacerlo sentir en cada una de las líneas del libro.




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