Obra de Michaele del Campo |
La comprensión del otro se
tergiversa y complica sobremanera por una razón muy cristalina. Las
valoraciones que hacemos de la interrelación tienen que ver con nosotros, no
con la quintaesencia de la interrelación. Dicho de un modo kantiano: vemos lo
que somos, es decir, valoramos lo que se desata en el espacio intersubjetivo desde el prisma axiológico con el que nos construimos interiormente. Los
conflictólogos afirman que los conflictos no tratan sólo de resolver un
problema, sino de que aprendamos a compatibilizar la discrepancia, a entender
al otro con el que de repente he de conciliar una divergencia, a utilizar el advenimiento
de la disensión para comprendernos los unos a los otros, o para indagarse uno así mismo en el marco vertiginosamente didáctico de la obturación de un interés (en la adversidad es donde podemos conocer de verdad a alguien, incluidos nosotros mismos). En mis clases siempre
defiendo que todo curso de acción que emprende una persona se origina por una motivación,
que incluso esa persona puede llegar a ignorar o cuyo epicentro no sepa concretar. La comprensión reside en hallar
esa motivación primigenia y seminal que ha provocado una divergencia. Seguro que ese impulso ahora enigmático vincula con necesidades biológicas, con conectividades sociales, con movimientos sentimentales, o con un ramillete de contratos psicológicos que hacen que toda
persona sea exactamente la que ahora está siendo. He aquí la imposibilidad de escindir el problema de la persona, o la persona del problema. Son inescindibles porque son la misma cosa.
La mayoría de los conflictos
nacen porque no comprendemos bien a la contraparte, no disponemos de
información suficiente para entender por qué hace lo que hace, no somos capaces
de sentir lo que ella puede sentir, no logramos instalarnos en el mundo como está instalada ella para actuar de esa manera determinada. Ocurre que cuando alguien obstruye nuestros deseos nos enfadamos o nos amedrentamos, y secuestrados por ambos sentimientos caemos en la inercia de hallar inmediatos culpables que restauren el equilibrio perdido, o aminoren el desasosiego, o alejen el miedo. Recuerdo que Giorgio Nardone comentaba en un opúsculo que «quien se coloca como
víctima construye a sus verdugos». Sólo hay una tecnología para poder
aproximarnos al otro eludiendo el tropismo de victimizarnos o de culpabilizar: a través de la bondad y de la
inteligencia intrínsecas al diálogo. He escrito dialogar y no hablar, porque
hablando la gente puede entenderse, o no, pero dialogando sí, porque en su sentido prístino el deseo de entenderse es la
premisa fundacional del diálogo, de ahí su relación con la bondad y la concordia. Recuerdo
haberle leído a Eduard Vinyamata en su monumental ensayo Conflictología que «los conflictos ni se resuelven ni se gestionan,
sino que son transformados». Esta transformación ocurre exclusivamente en el
interior de cada uno de nosotros. Seré más preciso. Esta transformación se
concreta en la modificación de la conversación que mantenemos con nosotros
mismos relatándonos a cada instante lo que nos ocurre a cada minuto. Acabo de
compartir mi definición del alma humana. Es ahí, y no en ninguna otra parte, donde
la discrepancia se disuelve o se calcifica. Lo uno o lo otro depende de nuestra comprensión. Y la comprensión es subsidiaria de la reflexión y la deseabilidad de comprender, que a su vez son prestatarias de la bondad. Acabamos de alcanzar la cúspide de la inteligencia humana.
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