jueves, septiembre 15, 2016

La dignidad no es un cuento, es una ficción

Grafiti de Banksy
Todavía recuerdo la perplejidad que provoqué en una asistente a una charla cuando defendí que la dignidad es una ficción. Era una trabajadora social y se quedó atónita. Me dijo con tono de sorpresa que era la primera vez en su vida que escuchaba algo semejante, que la dignidad era un cuento. Le maticé que no, no es ningún cuento, aunque muchos la desconsideran como si sí lo fuera. Es una ficción, que es muy distinto. La dignidad es una creación humana, una invención portentosa de la inteligencia impulsada por una sensibilidad ética. La dignidad no se siembra ni nace en zonas de cultivo, no brota en tierras fértiles ni se marchita en lugares yermos, no crece en las ramas de los árboles más frondosos, ni es el resultado concienzudo y científico de un gélido laboratorio. Es una ficción ética basada en aquello que nos gustaría que fuera. La ética es la única disciplina que opera en el futuro en vez de en el presente, señala cómo deberían de ser las cosas en vez de detenerse a escrutar cómo son. Para lograr algo así necesita imaginar el modelo de sujeto ideal al que aspiramos. El nacimiento de la dignidad fue un ejercicio imaginativo que nos elevó sobre nosotros mismos para darnos soluciones a problemas que no son imaginaciones nuestras. Es una acrobacia que si se estudia detenidamente te deja boquiabierto. Inventamos ficciones para hallar soluciones a problemas reales. No es nada extraño. Es un bucle prodigioso, como se titula acertadamente uno de los ensayos de José Antonio Marina que explica este milagro de la inteligencia humana. Muy recomendable también su Lucha por la dignidad

Los valores cuyo regreso del ocaso reclaman los prescriptores sociales contemporáneos no son sino las virtudes analizadas por la filosofía griega. Cuando un buen sentimiento lo racionalizamos se convierte en virtud, el comportamiento que llevado a cabo mejora la inevitable convivencia a la que nos obliga nuestra condición de existencias anudadas a otras existencias. Gracias al sentimiento hemos advertido que somos capaces de albergar afecto, empatía, compasión, lástima, cariño, amor, altruismo, admiración, pero también miedo, ira, enfado, orgullo, soberbia, odio, rencor, resentimiento, egoísmo, codicia, envidia, celos, furia, ambición. La dignidad es la solución que hemos encontrado para protegernos de nosotros mismos cuando nos gobiernan los sentimientos en los que el otro sale malparado o no nos importa infligirle daño. Uno siempre es digno aunque su comportamiento no lo sea, porque la dignidad la poseemos por el hecho de existir, no por la evaluación que se realice de nuestros hechos. Una cosa es la dignidad y otra muy disímil la conducta digna, como he pormenorizado en el ensayo La capital del mundo es nosotros y he explicado alguna vez en este Espacio Suma No Cero. La dignidad no la hemos configurado leyendo abstrusos tratados de filosofía, sino observando nuestra propia conducta y su impacto en la comunidad reticular que nos cobija. 

Hace poco le leí a Daniel Innerarity que la costumbre sabe más de moral que cualquier tratado de moral, y sospecho que la dignidad como ficción fue creándose entre todos y entre nadie precisamente para que nadie pudiera predar a nadie, y si lo hiciera fuera penalizado por ello. (Abro paréntesis. Este deseo es teórico, porque la dignidad vive una época crepuscular en la que es degradada con portentosa sencillez  por los mismos cuyos cargos fueron creados para protegerla. Cierro paréntesis). No es arbitrario constatar que la declaración de los Derechos Humanos, que pivotan sobre la dignidad, se redactaran tras la carnicería de dimensiones nunca antes vistas que supuso la Segunda Guerra Mundial y sus sesenta y cinco millones de muertos, veinte millones de lisiados y siete u ocho millones de desaparecidos. La verdadera magia de la dignidad y su magnitud práctica acontecen cuando esta ficción es aceptada universalmente. De este modo lo ficticio se convierte en real si lo ficticio modifica la conducta de todos. Kant aclaraba que la mejor manera de preservar la dignidad del roce diario consistía en tratar a los demás con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros. Aceptar que toda persona es digna (es decir, posee el derecho a tener derechos) por el hecho de ser persona, debería elevar el trato que le dispensemos. Por el efecto de los vasos comunicantes, también debería abrillantar el trato que nos dispensen a nosotros. 



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