Obra de Marcos Beccari |
Recuerdo lo mucho que me llamó la atención leer en La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha que el término miserable etimológicamente significa compadecible. El filósofo Aurelio Arteta explicaba en las páginas de este ensayo que, igual que memorable es lo que merece ser recordado, el miserable es el que por su situación es digno de compasión. El tiempo borró el significado seminal de este vocablo y lo mutó en otro muy disímil. Ahora miserable es aquel que actúa de un modo indigno y se hace acreedor de un pliego de cargos por conducirse así. No hay compasión hacia él, solo desaprobación, o punición. Sin embargo, si nuestra ordenación sentimental está bien configurada, si nuestro entramado afectivo ha indagado lo suficiente como para verse cara a cara con la vulnerabilidad y la falibidad humanas, el miserable nos debería dar lástima, otra virtud bajo sospecha, por proseguir con la terminología de Aurelio Arteta, una variación de la tristeza que emerge cuando oteamos comportamientos tan desalmados que llega a afligirnos la corroboración de que alguien semejante a nosotras y nosotros los pueda llevar a cabo.
Las trayectorias de la palabra miserable
son numerosas y todas ellas invitan al ejercicio especular. El término alberga varias acepciones relacionadas con lo mezquino y la pobreza. Por un
lado tildamos
de miserable a quien se conduce de manera ruin, pérfida, abyecta, malvada, canalla, vil, innoble, despreciable. Por otro, a quien sufre
pobreza extrema. En esta segunda rama semántica, miserable sería
quien acumula mucha miseria, del mismo modo que amable es el que hospeda mucha
amabilidad en el trato. Otra acepción es la de
tacaño y cicatero. Hay una cuarta
acepción que significa desdichado, desventurado, infeliz. La
genética lingüística de malvado enlaza directamente con la de desdichado. Si desgranamos su etimología, veremos que el término malvado proviene de malifutius, que a su vez procede de malus
(malo) y factus (destino). Una persona desdichada es una persona condenada a una existencia desgraciada,
el desgraciado es aquel que se halla en una situación lamentable, que no tiene
donde caerse muerto, que es una formulación eufemística de la pobreza, pero a la vez también es el que tiene mal destino, lo que le convierte en malvado. Se cierra este espacio de convergencia léxica.
Hibridar pobreza y ruindad bajo el mismo paraguas conceptual es un auténtico semillero para que brote con frondosidad la aporofobia. El lenguaje nunca es inocuo, y detrás de estas ingenieras semánticas germinan creencias y ficciones con mucho protagonismo en la estructuración de los imaginarios y en la vertebración del medioambiente social. Si la pobreza adjunta pobreza moral, como indica la compartición del mismo término, acto seguido justificaremos el miedo al pobre, porque a quien vemos como poco moral lo juzgamos peligroso, una persona cuya impredecibilidad nos desasogiega al no estar sujeta a los estándares éticos y prefigurados. He aquí la criminalización del pobre y su conversión en miserable, ahora según la acepción moral. La aporofobia no es solo la aversión al pobre por ser pobre, como bien señala la progenitora del vocablo, Adela Cortina, sino que es aporofóbica toda disposición a señalar al pobre como agente ameritador de su pobreza. Culpabilizar al pobre de su situación de pobreza pone en cuestión su voluntad y por lo tanto desplaza el asunto a la esfera ética.
Al atribuir voluntariedad a la pobreza (y por lo tanto admitir el colmo de culpar de ella a quien la padece), se descarta así su condición de problema
estructural
y político propios de los escenarios de suma cero, se omite la preminencia del entorno en el que se despliega cada vivir humano, y
por su
puesto se excluye la pobreza del listado de asuntos a tratar en la agencia pública.
La omisión intencional de la pobreza como problema colectivo que delata enorme fragilidad social da alas argumentativas a la afirmación de que ser
pobre es una decisión, como lo es ser feliz o desdichado, lo que la perenniza, pero asimismo justifica la contraimagen del éxito personal de la riqueza. Si en el relato del pensamiento hegemónico la riqueza es fruto del denuedo, sería fácil aducir que la pobreza se podría exorcizar si hiciéramos partícipe de ese desempeño al compromiso individual. Se construye la falacia de que la voluntad es el garante que media en los procesos meritocráticos, en vez de un criterio de posibilidad. De este modo en el escrutinio de la pobreza no solo se penalizaría al pobre por serlo («no se ha
esforzado lo suficiente», según la retórica aporofóbica), simultáneamente esta penalización que prestigia la voluntad traería adjuntado un
halago narcisista para quien no es o no se considera pobre. La estigmatización de la pobreza encubriría el autoelogio.