Obra de Gabriel Isak |
Las personas dimiten de sí mismas porque
están ahítas de la mismidad que son, o de la supeditación de esa mismidad a los
mandatos deshumanizados de su alrededor y por tanto a la apreciación objetificadora
del sí. Los dimisionarios del sí mismo están cansados de los imperativos de la normatividad para amoldarse a ella, a un sí mismo que capitula para ser aceptado en el aprisco social, que se adelgaza de autenticidad para ceder a los estándares, al cumplimiento estricto de expectativas ajenas, o a la despersonalización de un sí mismo nacido por la inseminación
artificial de toda una época a la que
ahora le debe hacer concesiones permanentes para no sufrir la anatematización. El autor denomina
blancura a este instante de evaporación identitaria en la que el sujeto se escinde de la umbilicalidad del sí mismo. «Llamaré blancura a un estado
de ausencia de sí más o menos pronunciado, a un cierto despedirse del propio yo
provocado por la dificultad de ser uno mismo». La blancura es el momento en el que el yo ya no quiere saber nada de
sí mismo, el deseo de dilución ante el alud de hartazgo que
convierte al sí mismo en un fardo oneroso e insufrible. La blancura es el destino del individuo que acaba de divorciarse de sí mismo.
El oráculo de Delfos situado junto al monte Parnaso anunciaba
el ahora celebérrimo «conócete a ti mismo», pero los que desaparecen de sí no
quieren conocerlo, sino más bien romper
la ligadura que los anuda a él. Anhelan tomar vacaciones de sí mismos. Recuerdo que en su segunda novela Juan Bonilla escribió que «la gente se suicida
porque está harta de morirse». Se puede parafrasear y decir que las mujeres y
los hombres desaparecen de sí porque están hartos del sí que le reclaman
aquellos que no les dejan vivir. Desean ausentarse, diluirse, evaporarse. Esta subversión que acaba en divorcio del self se
presenta de múltiples formas: desaparecer en el sueño, acudir a lugares ideados para la supresion identitaria, fatigarse a propósito, entregarse sacrificialmente al trabajo, tomar farmacopea variopinta, beber hasta coronar el síncope, deslocalizarse y despersonalizarse en la virtualidad de las redes, encerrarse como monjes y aislarse del mundo, envolverse en las inercias del abandono, acceder a la espiritualidad por diferentes vías, desaparecer sin dejar dirección, dejarse morir, etcétera. Desaparecemos de nosotros mismos para ingresar en la
blancura, en ese estado en el que no hay mismidad que estilar conforme
a cánones, responsabilidades que arrostrar, compromisos predadores a los que
responder, mezquindades a las que claudicar. Esta desaparición puede ser
gradual, paulatina, subrepticia, o abrupta, feroz, tajante. Puede ser
definitiva o temporal, eviterna o interina. Se puede dar en la adolescencia, la juventud,
la adultez y la senectud. Desaparecerse es una pulsión que siempre está ahí.
La desaparición es una tentación
contemporánea hipertrofiada por las peculiaridades de un mundo que ha hecho del
uno mismo una entidad totémica. Para explicarlo Breton cita a Alain Ehrenbergh y su obra La fatiga de ser uno mismo, que recuerda al libro El yo saturado de Kenneth J. Gergen: «Mientras
que las obligaciones morales se han atenuado, las psíquicas han invadido la
escena social: la emancipación y la acción extienden desmesuradamente la
responsabilidad individual, agudizando la conciencia de ser solo uno mismo». Como ciudadanía padecemos el cautiverio de una
aporía de la que emana dolor: «La velocidad, la fluidez de los acontecimientos,
la precariedad del empleo, los múltiples cambios impiden la creación de
relaciones privilegiadas con los otros y aíslan al individuo. (…) El individuo
hipermoderno está desconectado. Exige la presencia de los otros, pero también
su alejamiento». Imposible no acordarse
de la paradoja kantiana de la insociable sociabilidad y del mundo líquido del
añorado Bauman. El individuo se siente angustiado y abrumado por una sensación de ajenidad en un mundo enmarañado por las obligaciones, las exigencias de reinvención, las apariencias, los convencionalismos, los compromisos, el reconocimiento, el permanente entrenamiento de nuevas habilidades, la pugna meritocrática, la alienación, las nuevas soledades, las violencias estructurales, la ausencia de relatos que brinden sentido. Quiere ausentarse de un sí mismo del que se siente rehén. Huir de la restrictiva adherencia del sí mismo. Nadificarse e invisibilizarse ante un mundo que le cuestiona permanentemente. Desaparecerse para no sentir el agotamiento de serse.