Obra de Malcom T. Liepke |
Hace unos días me preguntaban
por qué hay tanta gente que necesita imperiosamente encontrar culpables y no
concibe la presencia de acontecimientos alrededor de su vida sin la
intervención explícita de una voluntad humana. En conflictología se insiste
mucho en esta idea. La frecuente obnubilación de los actores en conflicto hace
que en vez de rastrear soluciones dediquen toda su capacidad cognitiva y
sentimental a la señalización de culpables y a la pureza de los motivos que les
impulsa a concluir así. Encontrar culpables no elimina el conflicto,
normalmente lo recrudece y lo cronifica, lo que no es óbice para que esa
búsqueda presida mayoritariamente estos procesos. Esta derivada se puede
contemplar estos días con la catástrofe vírica del covid-19. Es llamativo el
afán de muchas personas de inculpar a un tercero por la pandemia que estamos
padeciendo y las consecuencias que trae anexadas. Cuando uno se siente víctima
busca la criminalización de alguien que brinde sentido a su victimización. El
coronavirus como agente patógeno tiene un origen inatribuible a una
intencionalidad, o sea, a nadie, y ese nadie choca frontalmente con la
necesidad de un alguien que pretexte esa predicción y certidumbre a la que
aspira el funcionamiento de nuestro cerebro en episodios de miedo, frustración,
impotencia, abatimiento, duelo, resignación. Este afán de inculpación se agrava
y se filtra todavía más en los imaginarios cuando simultáneamente la política
folclórica persigue lo mismo en el adversario parlamentario en aras de extraer
ventajismo electoral.
Sabemos muy bien que cuando el
cerebro no dispone de toda la información rápidamente suple ese vacío
informativo con la elasticidad fantasiosa de las suposiciones. Se aprovisiona
de economía cognitiva y sesga la realidad sin ningún remilgo epistemológico
para que la realidad encaje perfectamente en los esquemas narrativos
previamente redactados. En su ensayo Pensar rápido, pensar
despacio, Daniel Kahneman ilustra con ejemplos muy elocuentes este tropismo
en la construcción de juicios. Ante un marcado déficit de certezas nuestra
inteligencia se encarga de mirar allí donde se corrobora la suposición, que por
tanto deja de ser un supuesto para releerse como evidencia, pero falla
estrepitosamente cuando no se da cuenta de que la aparta inmediata e
involuntariamente del sitio en donde el diagnóstico de la suposición es objetado y desbaratado.
Se trata de un peligroso sesgo de confirmación. A esta inercia prejuiciosa la
denominé hace años como Efecto Richelieu,
y la desmenucé con una anécdota paradigmática de este sesgo atribuida al
célebre cardenal. Nuestra atención solo se encamina hacia el lugar donde
encuentra información que verifica lo que vaticina. En vez de admitir
honestamente la ignorancia que albergamos sobre la vastedad de nuestra propia
ignorancia, nos ufanamos de conocerlo todo aunque sea a expensas de levantar
ficciones más empeñadas en su condición inculpatoria, o ansiolítica, o
balsámica, que en su compromiso con lo veraz. Normal que abunden las teorías
conspiratorias, los bulos, las tramas que hipotetizan relatos de hegemonía geopolítica,
las tesis de imbricados complots, las confabulaciones distópicas, etc. Nos
cuesta aceptar que a la vida no le importa lo más mínimo nuestra vida, que una
amenaza inintencional puede llevarse por delante nuestra existencia, esa a la
que al parecer el coronavirus le ha devuelto su condición vulnerable y
mortal.
Nuestro cerebro tolera tan mal
la falta de certezas que Kant llegó a afirmar que la inteligencia de un
individuo se puede medir por el volumen de incertidumbre que es capaz de
soportar. Esta incertidumbre se amontona de manera muy variada pero muy
persistente en nuestra vida. Ahí están la impredicibilidad (la comparecencia de
algo que no se podía augurar), la aleatoriedad (lo azaroso como prescriptor
biográfico goza de mucha más centralidad en nuestras vidas de lo que somos
capaces de admitir), la contingencia (la posibilidad de que las cosas sucedan o
no, y que no pasa nada ni por lo uno ni por lo otro), la imponderabilidad (los
sucesos que no tienen cabida en nuestras programaciones y que por tanto nos
pillan siempre de imprevisto), lo accidental (un acontecimiento adverso
independizado de nuestra voluntad pero que altera la regularidad en la que se
intenta acomodar nuestra vida ordinaria), lo arriesgado (cursos de acción que pueden salir bien o malograrse al interponerse en su trayectoria un actor o actores con intereses incompatibles con los nuestros). A lo largo de su historia el ser
humano ha inventado una retahíla de sustantivos que sirven para dar respuesta a
las interrogaciones en las que no encontró respuesta. Son comodines conceptuales
o imaginaciones empalabradas para que las piezas encajen cuando precisamente no
hay forma humana de ensamblarlas. Confundir opiniones acríticas con hechos concretos y creencias
confortables con certezas acérrimas predispone al dogmatismo, al fundamentalismo, a lo prejuicioso.
Estos días de cuarentena es fácil descubrir comodines y sesgos por todas
partes. Lo difícil es aceptar que estamos infectados por ellos y que se
propagan con la misma celeridad que la pandemia que tratamos de combatir con el aislamiento social. Esta
es su fortaleza. Este es su corrosivo peligro.