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martes, septiembre 28, 2021

Pensar qué cuidar cuando pensamos cómo cuidarnos

Obra de James Coates

La semana pasada hablaba con un amigo de la copiosa producción bibliográfica en torno a los cuidados. Había bajado al Retiro a darme una vuelta por la Feria del Libro y me sorprendió muy gratamente el aluvión de referencias editoriales que han hecho del cuidado su reflexión nuclear. Entre otros ahí están los trabajos de Victoria Camps (Tiempo de cuidados), Adela Cortina (Ética cosmopolita), Jesús Carrasco (la novela Llévame a casa), María Llopis (La revolución de los cuidados), Juanjo Sáez ( la también novela Para los míos), Aurelio Arteta (A fin de cuentas, nuevo cuaderno de la vejez), Remedios Zafra (Frágiles), Izaskun Chinchilla (La ciudad de los cuidados), Ana Urrutia (Cuidar), El manifiesto de los cuidados (escrito coralmente por The Care Collective y traducido por Javier Sáez del Alamo para Bellaterra), El trabajo de cuidados, historia teoría y políticas (obra coordinada por Cristina Carrasco, Cristina Borderías y Teresa Torns). Toda esta prodigalidad de artefactos textuales sobre los cuidados es una gran noticia que debería congratularnos. El motivo es sencillo. Los imaginarios se configuran mucho antes que su implantación en la realidad, son lo que antecede a lo que luego acontece. Estoy seguro de que mucho de lo que se está pensando ahora sobre la centralidad de los cuidados, y que fuera de los márgenes resulta revolucionario, formará parte de la cotidianidad dentro de un tiempo.

Quienes devalúan la actividad reflexiva dedicada a imaginar posibilidades tildándola de quimérica suelen ignorar que el mundo que ahora vivimos es el mundo que imaginaron quienes nos preceden; un mundo, y esto conviene remarcarlo, que sin embargo ellas y ellos no vivieron. Tenemos el deber humano de devolver ese préstamo a estas personas ya muertas imaginando otros mundos posibles que mejoren el actual para que los puedan vivir quienes aún no han nacido. Recuerdo ahora el ensayo de Alberto Santamaría, En los límites de lo posible. Quebrantar deliberativamente esos límites, refutar las narrativas que se autoatribuyen el monopolio del sentido común, es probablemente el mayor acto de disidencia al que podamos aspirar. Basta leer relatos distópicos para constatar que la primera estrategia política de cualquier sátrapa o de cualquier institución totalitaria es atrofiar la imaginación y corromper el lenguaje con el que los seres humanos inventamos los conceptos que dan forma al mundo que nos gustaría habitar. A mí me gusta decir que al futuro se llega mucho antes con el pensamiento que con los pies. Quien niega este orden niega la capacidad radicalmente humana de inventar posibilidades, el acto fundante a través del cual alguien piensa en lo que no existe para hacerlo existir. La gran singularidad del animal humano es que habita en ficciones, y las ficciones son configuraciones empalabradas que orientan la movilidad de nuestros sentimientos, nuestras decisiones y nuestro comportamiento.

Escribo este extenso preámbulo porque pensar sobre los cuidados entreteje una urdimbre de ideaciones sobre el cuidado que poco a poco irán permeando en los imaginarios que inspira la conversación pública. La política es organizar la convivencia, pero también es trasladar las ideas a la acción. Para exportar una idea a la práctica previamente hay que incubar la idea, de ahí que problematizar sobre el cuidado es un paso irrevocable para que algún día la política se preocupe del cuidado con la monumental relevancia que este hecho se merece en la agenda humana. Esta mañana he empezado a leer El manifiesto de los cuidados, la política de la interdependencia. Casualmente mañana miércoles tengo una presentación en Santiago de Compostela en la que me resultará ineluctable hablar de interdependencia, cómo precisamente ser sujetos interdependientes es lo que nos permite ser autónomos. Mi posicionamiento  es que cuidar la ética de máximos es el desiderátum del cuidado, que por supuesto requiere el cumplimiento estricto de la ética de mínimos. Cuidar los mínimos, el marco común en el que se despliega la convivencia (Justicia), es vital para cuidar los máximos, que cada quien se brinde de sentido con su inventario de preferencias y contrapreferencias (Alegría). Frente a las industrias del yo y del neoliberalismo sentimental que privatizan el cuidado a través de procesos de resiliencia, superación personal, o competición por el acceso al mercado laboral como única forma de obtener ingresos, rearticularnos como ciudadanos obligados a pensar colectivamente en soluciones políticas a problemas estructurales (cuidarnos es el más estructural de todos), incidir en nuestra interdependencia, recordar que la vida humana es humana porque es compartida, y que nuestros ancestros tribales la compartieron porque vivir juntos permitía el acceso a vivir bien, es decir, a dedicar la existencia a cuestiones que afortunadamente estaban muy por encima de la supervivencia. Pensar y cuidar son sinónimos, como lo indica el diccionario de la Real Academia. Pensar bien es reorganizar prioridades y asentir que el cuidado común es la más excelsa de todas las que forman parte de la preocupación humana. Si admitimos esta premisa, avanzaríamos mucho en el establecimiento de estrategias para que todas y todos podamos acceder a una vida buena. El motivo último por el que cuidarnos ha de ser tratado como un derecho y un deber. 

 

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martes, septiembre 21, 2021

La peligrosa producción de odio al diferente

Obra de David Cumbria

El odio es el sentimiento que emerge en los animales humanos con el afán de infligir daño a otro animal o a la comunidad a la que pertenece. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos realicé una taxonomía binaria de los afectos. Los bifurqué en sentimientos de apertura al otro y sentimientos de clausura al otro. Era una división muy similar a la realizada por Jesús Ferrero en Las experiencias del deseo, que las cifraba en eros y misos, y las subdividía en eros y misos a uno mismo y al otro. El odio es el paradigma de esos sentimientos de clausura que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo y del grupo de iguales. Frente a los sentimientos que celebran la vida y son centrífugos en su afán de aproximarnos a la interacción heterogénea, el odio es centrípeto y anhela la subyugación e incluso la eliminación física del diferente. Aquí conviene distinguir bien el odio del papel instrumental de la indignación, que es el sentimiento que se revuelve ante lo que se considera una injusticia con el fin de restituir la equidad perdida. Nada que ver con los fines del odio. La misantropía, la androfobia, la homofobia, la LGTBfobia, la misoginia, la aporofobia, la xenofobia, es odio focalizado sobre personas que subrayan el énfasis de la diferencia. El odio al otro se inspira en leer el mundo con la simpleza de la dicotomía agonal Nosotros-Ellos. Por supuesto ese Ellos aglutina lo peor, es un enemigo al que hay que derrocar en vez de personas dispares con las que la interdependencia nos exhorta a cooperar. 

Este rudimentario maniqueismo otorga al Nosotros una indiscutida superioridad que incluso legitima el uso de la fuerza en el supuesto de que alguno de Ellos la ponga en entredicho. En Amor y odio. Historia natural del comportamiento humano, Irenaus Eibl-Eibesfeldt da con la clave cuando comenta que presentar al otro como un ser inferior y ominoso suprime la compasión, que es el primer paso para ponerle el marchamo de inhumano y acto seguido validar estratagemas agresivas con las que conminarlo y obligarlo a adherirse a nuestra cosmovisión. El germen de degeneración que patrocina el odio al que no piensa ni comparte prácticas de vida homólogas radica en denostarlo hasta negarle la equivalencia de ser un ser humano como nosotros. La filósofa brasileña Marcia Tiburi es diáfana cuando escruta la idiosincrasia de este modo de mirar fascista: «Es la negación de otro punto de vista, otro deseo, otro modo de ver el mundo, otro al que conocer. El fascista no dialoga con nadie, porque la operación lingüística que implica el otro es imposible para él. Cree que las cosas no pueden ser diferentes porque el mundo está definido en sus sistemas de pensamiento». Estos días estoy preparando una conferencia que pronunciaré la próxima semana en Santiago de Compostela sobre libros y diversidad en la que intento vincular la experiencia lectora con el entrenamiento del pensamiento empático y compasivo, dos sentimientos primordiales para convivir fraternalmente con la disparidad y la discrepancia. Para aceptar que el otro es un interlocutor irrevocable por muy divergente que sea su instalación en el mundo.

Los prejuicios, los fanatismos, los fundamentalismos, el odio al diferente, son fiascos del ejercico cognitivo, que cualquier mente artera afanada en reclutar correligionarios puede activar de una manera muy sencilla. En Biografía de la inhumanidad José Antonio Marina hace inventario de las atrocidades de las que somos y hemos sido capaces los animales humanos, y sobre todo recuerda la preocupante facilidad con la que se pueden mutar los sentimientos buenos por sentimientos aversivos, rasgar los parapetos morales, colar en las instituciones políticas voces y discursos que estimulan el odio a quien no se ahorma a una cosmovisión cerrada y unívoca. Horroriza comprobar con qué simplicidad han emergido a lo largo de la historia caudillajes que con oportunismo táctico y una infantilizada simplificación del lenguaje político han provocado el asesinato de millones de personas. Para activar e inflamar el odio basta con azuzar emociones muy primarias en contextos sociales de precariedad, miedo, competición e incertidumbre. Quien más odia es quien más se odia, y el autoodio y el resentimiento prenden velozmente en el corazón cuando uno se siente maltratado, engañado, precarizado, humillado, desnortado, frustrado, ninguneado. Cuando uno se cataloga como víctima ve victimarios por todas partes. Sin embargo, la desarticulación del odio y la implementación de medidas precautorias requieren mucho tiempo, educación, ordenación afectiva, impregnación de lo heterogéneo, marcos políticos emancipadores y equitativos, la colaboración de la ciudadanía y los agentes institucionales para entretejer relatos comunes de consideración y de elogio a las personas que los ejemplifican. Necesitamos el concurso de un  pensamiento ético que sienta que la filiación a la humanidad está muy por encima de cualquier otra. Que no hay un Nosotros ni un Ellos. Hay Dignidad. El derecho a poseer Derechos Humanos. Y el deber de respetarlos.


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martes, septiembre 14, 2021

Primer día de la octava temporada: elogio del buenismo

Obra de Hila Glik

Hoy es el primer día de la octava temporada de este espacio. Después del asueto estival vuelvo a la escritura, a ese ejercicio que consiste en sedimentar en palabras los dinamismos intelectivos y afectivos para hacerlos más inteligibles. Escribir es desafiar al magma desorganizado con que el mundo se empotra en nuestros ojos para ubicarlo en estructuras lingüísticas que colocamos cuidadosamente en diferentes combinaciones de palabras que generen puntos de arraigo y sentido. Para quienes no conocen este espacio, participarles que se trata de un pequeño rincón del mundo conectado en el que comparto perspectiva crítica y propuestas especulativas sobre el apasionante mundo de la interacción humana. Mi posicionamiento es escritura pensativa sobre condiciones de posibilidad que mejoren la intersección en la que unos y otros, unas y otras, compartimos espacio, tiempo, intereses, afectos, cosmovisiones, narrativas, pensamiento, valores, ficciones, identidades, filiaciones. Frente a las reacciones, que siempre van a rebufo de las decisiones de un tercero, reflexiones, que siempre celebran la soberanía autodeterminadora del pensamiento. 

En más de una ocasión mis artículos han sido tildados de buenistas. Esta palabra me provoca cierta jocosidad porque su uso recurrente la ha convertido en un término fetiche y a la vez polisémico. Hoy quiero vindicarlo como adjetivo encomiástico. Para el pesimismo antropológico, pero también para la mirada neoliberal, buenista es sinónimo de ingenuo e iluso, cándido e inocente, emparejamientos cuya genealogía parece derivar de ese otro binomio en el que a la persona bondadosa se le acusa de tonta de puro buena. Quienes utilizan esta acepción de buenista afirman con Hobbes que el hombre es un lobo para el hombre, están de acuerdo con las epistemologías que reducen al ser humano a un ser que solo halla motivación en el egoísmo, y son taxativos en proclamar que sin contraprestaciones monetarias ninguna persona implementaría cursos de acción costosos. Curiosamente cuando particularizo y les pregunto si tanto ellos como sus seres queridos se conducen así responden con tono ofensivo que no. Esta contradicción tan frecuente cuando entablo conversaciones de esta índole debería esperanzarnos.

El buenismo es una forma de instalación en el mundo. Coloca una pupila observadora sobre nuestras posibilidades de emancipación y perfectibilidad transformadora, sin que esta opción ética suponga ignorar o menoscabar la existencia de comportamientos y afectos que lastran y entorpecen la convivencia.  El buenista no ignora los comportamientos inhumanos, sino que además de admitirlos incide reflexivamente en todo aquello que se consensúa humano, no demora su mirada en lo abyecto, sino que la prosigue hasta incluir lo plausible y lo admirable que también observa a su alrededor. Recuerdo una vez que después de pronunciar una conferencia en Madrid sobre la dignidad humana un asistente se acercó y me confesó: «Todo lo que cuentas está muy bien, pero el mundo funciona de otro modo». Le respondí: «me encanta compartir en voz alta o por escrito posibilidades para mejorar ese mundo con el que al parecer usted no está muy satisfecho». A quienes resignificamos horizontes posibles nos acusan de cándidos, como si en la configuración de nuestros pensamientos fuéramos lo suficientemente indoctos como para saber que existen las conductas malévolas y los sentimientos de exclusión del otro, el odio y su enfermiza obsesión por infligir daño, la erotización del poder, la venganza sañuda, la competición que regurgita depredación, el resentimiento y su estanqueidad crónica, la envidia y su incapacidad para domar el deseo, la crueldad, el engreimiento, y que debido a nuestra ignorancia los desahuciamos de nuestra mirada y de las tareas deconstructivas con las que intentamos examinar el mundo.  

Hace unos años escribí un ensayo en el que desglosaba estos sentimientos que esclerotizan el corazón y la vida. Los agrupé nominalmente con el nombre de los sótanos del alma. Pero no me detuve en ellos, sino que mi inspección se encaminó hacia otros afectos y otros estrados sentimentales que facilitan convivencias más óptimas y convierten los haceres de la vida en prácticas que apetece volver a repetir una y otra vez. Si el buenismo es recordar la presencia de estos sentimientos y cómo su concurso fortalece los vínculos humanos, entonces me declaro buenista. Si ser buenista es evitar la colonización de un pensamiento que solo señala los aspectos desfavorables del ser humano para legitimar desigualdades y opresiones y que es incapaz de ver que al lado de tanta inhumanidad hay ingentes cantidades de humanidad, soy buenista. Negar la existencia del amor, la bondad, la fraternidad, la cooperación, el cuidado, la compasión, la dignidad, no hace a nadie más erudito ni más avezado ni más experimentado, lo hace más insensible. Sin embargo, incorporar estos sentimientos y estas ficciones axiológicas al discurso y a las prácticas requiere un hercúleo esfuerzo cognitivo. Destruir es muy fácil, construir, muy difícil.  Presentar una enmienda a la totalidad afirmando que el mundo es una inmensa ciénaga es un recurso muy pueril. Analizar la ambigüedad y la borrosidad humanas para desde su complejidad elegir los lugares más idóneos sobre los que levantar puntos nodales de cuidado social y afectivo, solicita maduración y estudio. Además de describir lo que ya existe, imaginar y desglosar argumentativamente lo que sería bueno que existiera. Esto es el buenismo. La acción en la que se pone la intelección y la imaginación al servicio de una vida en común mejor.

 

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