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Resulta curioso que, aunque la zona de confort tal y como se estila en las
definiciones más estandarizadas podría ser el ecosistema levantado con nuestros
recursos para resolver problemas que afectan a nuestras necesidades básicas
tanto afectivas como materiales, rara vez alguien se refiere a ella en términos
laudatorios. Casi siempre se cita estereotipadamente como un lugar del que
salir, un infierno en el que se carbonizarán nuestras motivaciones subjetivas y
nos volveremos el increíble hombre apergaminado. Hablamos de la zona de confort
para referirnos sin matices a actitudes de conformismo, situaciones
confortables que nos impiden desarrollarnos, a escenarios de satisfacción
autocomplaciente, o de aversión a la mutabilidad del entorno. En la retórica
del management se utiliza este término maximizándolo todo, de un modo
tristemente maniqueo. Hace poco leí la falaz hipérbole de que «todo lo que
quieres está fuera de tu zona de confort», o que es lejos de ella «donde ocurre
la magia», o el sofisma «la vida empieza donde acaba tu zona de confort».
Richard Sennet teoriza que este miedo a la estabilidad ha sido inoculado por un
capitalismo que precisa recursos humanos flexibles y desarraigados para
satisfacer las siempre voraces exigencias lucrativas de las corporaciones.
Nuestra zona de confort sería una zona de insumisión al capital. De ahí su
estigma.
Si nos atenemos a las definiciones más canónicas, la zona de confort vincula
con uno de los tres grandes deseos del ser humano inscritos en su dotación
genética: el deseo de bienestar. Las personas anhelamos construir espacios de
equilibrio en el que esté garantizado el bienestar emocional y el bienestar
material. Empleamos muchos recursos y mucha energía a lo largo de nuestra
biografía en neutralizar en la medida de lo posible todo aquello que pueda
amenazar ese equilibrio conquistado. Nuestro cerebro se pasa la vida peleando
por ello, muchas veces sin que nosotros seamos conscientes. Lo he escrito aquí
muchas veces. Al cerebro no le interesa lo más mínimo realizar una operación
matemática de manera brillante, o escribir un texto que no ensucie los ojos del
lector, le interesa sobrevivir, y luego vivir, que es sobrevivir sin un número
abusivo de contratiempos (lo que no obsta para que seamos muy conscientes de
que lo inesperado acaece cuando menos te lo esperas y que lo más cierto es lo
incierto). El mundo líquido, la provisionalidad, la volubilidad, la
precariedad, la pobreza, la competición, son todos enemigos de la zona de
confort. Si vivir con tranquilidad podría ser un aceptado sinónimo de zona de
confort, es fácil inferir que son muchos los deportados de la cada vez más
despoblada zona.
Nuestro cerebro siente animadversión ante la impredicibilidad, lo que hace incomprensible que estigmaticemos a los que busquen aquilatar sus contextos de certezas e inhibirlos de riesgos. Los críticos de la zona de confort afirman que en esa zona nos atortugamos, pero no es cierto que las personas tendamos a la inacción una vez satisfechas las cuestiones vinculadas a la seguridad personal. El segundo gran deseo del ser humano es el incremento de posibilidades, la prosperidad y el desarrollo de aquello que posee relevancia en nuestras vidas (y que muchas más veces de las que divulgan los altavoces mediáticos está fuera del perímetro del mercado). Este segundo gran deseo vincula con el empoderamiento, la capacidad de que lo posible se haga real. Aquí surge una de las muchas contradicciones que albergamos los seres humanos. Suspiramos por un mundo de certezas, pero sentimos el impulso de curiosear qué hay más allá de lo que conocemos, poner a prueba nuestras capacidades, desarrollarnos, extrapolar nuestra experiencia a escenarios y personas nuevas, inventar, innovar, crear, interaccionar, movernos, hacer cosas. Buscamos el prestigio, el reconocimiento, la admiración, la identidad social, o el mero cariño, pero también sentirnos bien con nosotros mismos, percibir nuestra eficacia, desafiarnos, disfrutar, desarrollar nuestra intimidad, expandir nuestra vinculación afectiva, fortalecer los nexos con el otro, degustarnos, ayudarnos, abrillantar el mundo, hacer aquello que nos haga sentirnos orgullosos sin necesidad de que alguien nos retribuya por ello. La incertidumbre nos espanta. La certidumbre sin novedades nos horroriza. Anhelamos la zona de confort, pero no para no salir de ella, como promocionan los gurús de la literatura de la autoayuda, sino como el garante de unos mínimos para la búsqueda de máximos.