Obra de Marc Figueras |
He titulado este artículo parafraseando el título del ensayo de Alain
Finkielkraut, La derrota del pensamiento. En sus páginas el filósofo
francés postula el hundimiento de la cultura al haber sido ligada al
entretenimiento y la amenidad, el pensamiento ha hincado la rodilla en la arena
doblegado por la instantánea superficialidad de una imagen aislada que
prescinde de explicar qué acontenció para llegar a lo que ahora nos muestra. La
derrota de la imaginación sufre síntomas parecidos, aunque sus causas difieren.
La imaginación es la capacidad de pensar posibilidades, discernir con criterios
novedosos, proveernos de perspectivas críticas, hipotetizar sobre cómo serían
las cosas si empleamos premisas diferentes a la hora de urdir conclusiones. La
capacidad creadora del ser humano consiste en hacer existir lo que antes no
existía, es decir, hacer posible lo que antes nos resultaba imposible. Imaginar
la posibilidad es el paso previo para hacerla posible. Dicho en sentido
negativo. Es imposible hacer posible lo que no se imagina como posibilidad.
«Faltan soñadores, no intérpretes de sueños», aullaban mis añorados 091 entre
guitarrazos y distorsión greñuda. La esterilización de la imaginación reduce
drásticamente el número de soñadores. Hace unos meses leí una entrevista al
cineasta Jonas Mekas cuyo titular era muy ilustrativo: «Aunque fracasen, lo que
necesitamos son soñadores». En la entrevista Mekas aclaraba algo que parece
haber sido extirpado del debate social. «Ahora la gente solo habla de pan
y trabajo, hemos olvidado todo lo demás». Precisamente todo lo demás son
aquellas cuestiones de la vida de las que todos nos acordamos cuando la vida se
nos empieza a escurrir de las manos. Padecemos una imaginación cooptada por el
credo económico en el que ningún mundo puede ser imaginado salvo aquel que
favorece el paradigma productivo y la dominación del capital sobre todas las
cosas. Cualquier narrativa que proponga un sentido de descomercialización y de
cuestionamiento de la ganancia como modo de interacción social sufre un
silencioso destierro. El poder consiste en lograr la obediencia, pero sobre
todo en lograr que alguien imagine exclusivamente lo que tú quieras que
imagine. Drenar la imaginación del otro, miniaturizarla, desmantelarla, es
detentar un poder exorbitante. Posee poder sobre nosotros todo aquel que pastorea
nuestra imaginación e impide que salte del redil señalado por su discurso. En
las páginas de La capital del mundo es nosotros defino el miedo
vinculándolo al poder y a la imaginación: «Tiene poder aquella persona,
organización o institución que a través del miedo es capaz de atrofiar nuestra
imaginación, o llevarla a un ángulo muerto para que no percibamos otras
posibilidades en la realidad que las dictadas por ella».
Es muy sencillo inhibir la imaginación. Basta con apropiarse del discurso del sentido
común y estigmatizar con la utilización del temor todo aquello que no se atiene
a lo que señalan los autoproclamados propietarios de ese sentido común. En el
potente ensayo Inventar el futuro, los profesores de sociología Nick
Srnicek y Alex Williams explican que «un proyecto hegemónico construye un
sentido común que instaura la visión específica de un grupo como el horizonte
universal de toda una sociedad». El grupo dominante se erige en dueño y señor
del sentido común y desprecia las ideas imaginativas que aminorarían su
dominación. Resulta curioso cómo se psiquiatriza a toda persona que imagina un
mundo que contravenga el discurso que perpetúa éste. «Tú estás loco», «eso es
imposible», son respuestas usuales cuando uno se atreve a fabular un mundo alternativo.
Tengo comprobado que los mismos que exhortan a ser creativos son los que
consideran imposible cualquier idea que pongan en entredicho su monolítico
sistema de creencias. Ocurre algo análogo con los apologetas del cambio. No
cejan en escribir e impartir ditirambos sobre lo saludable que es cambiar,
penalizan la renuencia al cambio y señalan la fosilización a la que condena esa
actitud, pero cuando se esbozan ideas de organización social que refutan las de
la civilización del trabajo para articular un mundo más humano saltan
inmediatamente con el soniquete de que eso es imposible. Yo les suelo dar la
razón, pero agregando un matiz: «Sí, es imposible, pero para tu cerebro». El
pensamiento dominante margina y ridiculiza cualquier idea que transgreda los
límites de su dogma ideológico. Pero la historia nos dice que toda idea sin la
cual ahora la vida no nos parece posible fue en un principio tildada de
herética e imposible. Fue ninguneada por quien tenía poder cuando alguien la
imaginó por vez primera.