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jueves, noviembre 26, 2015

Violencia verbal invisible


Obra de Brian Calvin
Ayer se celebró el Día contra la violencia de género. Es un tema muy serio vinculado a las relaciones de poder cuya solución requiere subvertir muchos patrones culturales. Hoy voy a ceñirme a uno de ellos aparentemente inocuo pero tremendamente deletéreo en las relaciones personales. Se trata de la violencia verbal que casi nadie percibe como tal. Me atrevo a llamarla aquí por vez primera como «violencia verbal invisible». No es que goce de invisibilidad, es que nuestra intelección padece miopía para advertirla. En este punto, y antes de continuar, necesitamos definir rápidamente qué es violencia. Esgrimo la definición que redacté hace unos años para los manuales de un curso universitario. «Violencia es toda acción encaminada a doblegar la voluntad de alguien sin el concurso del diálogo». Esta violencia puede ser verbal, psicológica, modal, estructural, física, económica. Hoy quiero detenerme en la verbal. Es muy sencillo detectar violencia en el lenguaje cuando alguien rompe el dique de contención de la educación y te falta al respeto o te insulta. El insulto es siempre soez y gratuito, pero como contrapartida nuestro interlocutor nos regala su autorretrato. En el fragor de una disputa en la que los intercambios verbales son afirmaciones groseras o mensajes burdos destinados a zaherir no hay dificultades para detectar que el diálogo ha muerto. Es muy fácil.

Pero hay otra violencia verbal en la que ni el agresor ni el agredido toman conciencia de su presencia. No hay insultos, no hay palabras lacerantes, no hay deseos de que un adjetivo horade el cerebro y quede enterrado en el sistema límbico el resto de la vida de su destinatario. No. Me refiero a tópicos de clara genealogía autoritaria que viven instalados en el uso cotidiano del lenguaje. No son tics micromachistas, son clichés verbales que no discriminan por género y cuya habituación les ha conferido normalidad en las conversaciones. Pasen y vean. «No me hables que ya sé lo que me vas a decir». «Me da igual lo que me digas porque no voy a cambiar de opinión» (¿incluso aunque encontremos una evidencia que mejore tanto la tuya como la mía?). «Lo que me digas me entra por un oído y me sale por otro». «Me mareas con tanta palabrería». «No pienso escucharte, así que puedes decir lo que quieras». «No tengo nada más que hablar contigo» (sentencia pronunciada justo cuando más hay que hablar). «¿Por qué no te callas?». «Si no te gusta, ahí tienes la puerta». «Esto son lentejas, o lo tomas o lo dejas».  «Es mi opinión y tienes que respetarla» (respeto tu derecho a opinar, pero no a priori el contenido de tu opinión). «No te justifiques» (no me justifico, me explico, comparto contigo el motivo de mi conducta). «Puedo decirte lo que quiera» (no, por favor, debes decirme aquello que nunca rebase la consideración). «Es lo que hay, si  no, rompemos y punto». «Sé que te va a hacer daño, pero es lo que siento» (pues guárdatelo y cuando estés menos irascible me dices mejor lo que piensas, que será más verosímil y específico). «Lo digo por tu bien» (muchas gracias, pero al decírmelo podrías dulcificar tu lenguaje y exigirte no lastimar mi autoestima). 

Todas estas frases hechas guardan un metamensaje devastador. El sentido último de lo que no dicen es su deseo de estrangular la posibilidad del diálogo. La analista de la conversación Deborah Tannen comenta en su obra titulada con cierta retranca Lo digo por tu bien que «precisamente porque  no podemos ver de verdad el  mundo desde la perspectiva del otro, es crucial que hallemos el modo de hablar con él para que nos expliquemos nuestros puntos de vista y veamos la forma de hallar soluciones». Utilizar cualquiera de los automatismos verbales citados frustra este propósito. No se desea un diálogo, si no un soliloquio, y siendo muy generosos en el análisis quizá un ir y venir de soliloquios aislados exentos del deseo de entenderse. Se dialoga cuando los argumentos de uno pueden ser transfigurados por el poder transformador de los argumentos del otro, y a la inversa. Delata torpeza que deseemos que alguien se aliste a nuestro lado argumentativo sin que le concedamos la oportunidad de expresar sus razones y de contrastarlas con las nuestras. Nadie colabora comprometidamente con la persona que le niega la palabra, o con aquel que antes de solicitar nuestra cooperación nos ha infligido daño o nos ha amenazado con infligirlo. Estoy convencido de que cuando un hombre toma del cuello a una mujer, la levanta dos palmos del suelo y la empotra contra una pared mientras le profiere amenazas (testimonio que ayer escuché en la radio), es porque la relación llega anegada de todas estas fórmulas lingüísticas mórbidas que sin proponerlo funcionan como señales de alerta. Algunos analistas presumen de vaticinar el futuro longevo o efímero de una pareja con tan sólo verla conversar durante diez minutos. Es fácil colegir la calidad de la relación de aquellos cuyo estilo conversacional opera con la maleza verbal que acabo de enumerar aquí. Quizá no necesitemos ni esos diez minutos. 



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martes, noviembre 24, 2015

El fundamentalismo o el absentismo de la inteligencia



Pintura de Rene Magritte
No tengo dudas de que el lugar más peligroso de todo el planeta Tierra es el cerebro humano. Hace poco le leí a Carlos Castilla del Pino un consejo educativo. Decía, y cito de memoria, que debemos saber cómo temernos a nosotros mismos, porque de los otros a este respecto sabemos bastante más. En 1996 mi admirado Franco Battiato firmó una canción titulada Serial Killer, en la que entre guitarras rockeras y un ritmo endiablado hablaba en boca de un tipo aparentemente temible: «No quiero hacerte daño aunque lleve un cuchillo en la mano, o me veas este arma colgada y las bombas que penden de este vestido como ornamentos bizarros. No, no me tengas miedo aunque sujete un cuchillo en los dientes y mueva el fusil como emblema viril. No le tengas miedo a mi treinta y ocho que llevo aquí en el pecho. Debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú». En el didáctico ensayo Violencia, la gran amenaza, su autor, el profesor David Huertas, esclarece varios términos habitualmente confusos para poder entender porque no estamos exentos de infligir daño a nuestros congéneres. Los seres humanos llevamos en nuestra dotación genética la pulsión arcaica de la agresividad. En un medio ambiente social salubre, esta agresividad pocas veces solidifica en una agresión física y mucho menos en violencia, una agresión desmesurada que se emancipa de su condición instrumental y sólo desea arrebatar la dignidad a la víctima, tiranizarla, humillarla, cosificarla. A pesar de que el instinto de agresión es un elemento atávico, en nuestras vidas el empleo de la fuerza o de la violencia (sobre todo la verbal y modal) o la amenaza de emplearlas suele estar inhibido por la educación, la cultura, los valores que armonizan la convivencia, por un buen uso de la inteligencia. Este último aspecto es nuclear. La inteligencia es tremendamente útil cuando se emplea bien, pero suele ser peligrosísima cuando se emplea mal, o cuando la información que se procesa en el orbe emocional llega a la toma de decisiones sin haber sido tamizada por el pensamiento crítico y ético. 

En La inteligencia fracasada José Antonio Marina disecciona los grandes fracasos cognitivos de la inteligencia, que utilizados aviesamente son inagotables abrevaderos del impulso destructivo. Ahí están los prejuicios (la selección de aquella información que corrobora el prejuicio y el ninguneo de aquella otra que lo cuestiona), la superstición (la supervivencia de una creencia rechazada por la ciencia pero que se blinda de cualquier objeción), los dogmatismos (creencias que van variando sin perder su quintaesencia para que los nuevos descubrimientos que aporta la realidad no las delate como un error y no activen una disonancia en el correligionario), el fanatismo (verdades absolutas invulnerables a la racionalidad, y que además traen adjuntadas una llamada a la acción, a combatir todo aquello que vaya en su contra). Y aquí aparece el fundamentalismo de genealogía religiosa, que se nutre de todos estos mecanismos de autodefensa e hipertrofia el absentismo de la inteligencia en la revisión de sus narrativas. El fundamentalismo es  la negación de toda evidencia que refute el estatismo de su creencia, pero encapsulado en sometimiento al que no se adhiera a ella. Aplica estrictamente la interpretación de un texto religioso a la vida social y castiga con el uso de la fuerza al que se oponga a ello. Su verdad de ascendencia privada se erige en verdad normativa. Del fundamentalismo al terrorismo hay una delgada línea, porque el que se cree en posesión de la verdad considera toda refutación una afrenta que hay que reparar. Y cuando uno se siente ferozmente oprobiado rara vez se conduce por la intelección y el análisis sosegado. Al contrario. Es un territorio feraz para el impulso agresivo, la ira, el odio, la violencia.

La erradicación del fanatismo como tropiezo de la inteligencia sólo se logra incidiendo en cómo utilizarla bien para que no vuelva a trastabillarse consigo misma. No se trata de mutar un credo religioso, sino de aceptar un marco de convivencia secular para la disparidad de creencias que pueden regular el interés privado pero no la urdimbre social. Cuando se produjo el atentado de las Torres Gemelas George Bush tuvo la discutible ocurrencia de pedir a los ciudadanos que salieran a comprar para demostrar normalidad. Tras los atentados de París  habría que pedir a los ciudadanos que en cualquier conversación acepten que su opinión y su creencia pueden ser refutadas sin que ni su persona se sienta humillada ni su argumento mancillado. Aquello que creemos muy evidente puede dejar de serlo si aparece una evidencia mejor. Ser tolerante no es respetar la opinión del otro, que puede ser muy poco respetable, es aceptar que la tuya puede ser refutada. Y aceptarlo sin sentirte ni atacado ni ofendido. Aceptarlo como única forma de progreso. De mejora. De protegerte del riesgo de creer en cualquier cosa.



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martes, noviembre 17, 2015

La exhumación de agravios



Obra de Brooke Shaden
Hace unos años inventé una expresión de la que me siento muy orgulloso. Di con ella para explicar uno de los peligros más frecuentes en la gestión de un conflicto. Se trata de «la exhumación de agravios». En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, expliqué su mecanismo tumoral: «Uno se enfada y de repente desentierra a paladas todos los agravios, la retahíla de comportamientos y actuaciones que le irritan del otro y que ha ido guardando pacientemente para la ocasión». ¿Por qué se desencadena esta tendencia, que casi es un tropismo? Muy sencillo. En todo conflicto aparecen las personas, los contratos psicológicos de la relación, su propio historial de fricciones y sus expectativas de resolución (todo conflicto solicita un cambio y quién debe desembolsar la cuantía de ese cambio). Los conflictos están mágicamente hibridados, y un conflicto originado por la carestía de recursos, o por la inhibición del que debe gestionarlo, o por la atribución de responsabilidades, o por la legitimidad, o por la información, puede provocar otros conflictos relacionados con los valores, la protección de la autoestima, la identidad, el poder, la equidad, la incompatibilidad personal, vectores a priori alejados del epicentro del conflicto original. Con toda esta marabunta de elementos en juego, cuando uno trae a colación un conflicto en mitad de un escenario hostil, con las emociones en temperatura de ebullición, la parte a la que se le asigna la causa del conflicto puede fácilmente señalar otros conflictos como medida de resistencia. Avivará los ánimos, se balcanizará la situación, hará una pira funeraria con todo lo que salga verbalizado por su boca, se entrará en un bucle mórbido en el que se repartan las autorías de conflictos hasta ese instante latentes. Dicho de otro modo. Cuando uno no sabe a qué agarrarse se agarra a cualquier cosa con tal de no asumir una conducta que no habla bien de él o que le exige reembolsar un precio. Es una conducta increíblemente habitual, un resorte que salta si se toca, parecido al de esas cajas que en su interior llevan un muñeco anclado a un muelle aplastado que brinca con fuerza nada más abrirse la tapa.

A veces se nos olvida lo evidente precisamente por serlo. Un conflicto siempre provoca la obstrucción de un interés, y ese revés hipertrofia la labilidad emocional. Tendemos a tener miedo, o a entristecernos o a enfadarnos, o a todo a la vez cuando algo o alguien obtura nuestros intereses. A pesar de la infinita casuística existente, yo no conozco ni un solo caso en el que la llegada de un conflicto provoque alegría. Cuando uno se enfada, o se adentra en gradaciones más elevadas como la ira, que es enfado huracanado, ningunea la intervención de la racionalidad y polariza el escenario de la fricción. La ira es una de las seis emociones básicas y su función adaptativa es revolvernos contra la contemplación de lo que creemos es una injusticia e intentar restaurar la equidad perdida. Pero la ira mal regulada es muy nociva: desprecia el análisis sosegado, execra el cálculo de pros y contras, se olvida de las consecuencias, elimina el trato considerado, flirtea peligrosamente con la pulsión de la agresividad, decreta el exilio de la inteligencia. Bajo la égida de la ira instrumentalizamos la escoria, la inmundicia, la podredumbre, exhumamos viejos agravios, todo aquello que creemos puede dañar al otro y simultáneamente defendernos a nosotros. Aquí conviene introducir un inciso que no es nada periférico. Para exhumar agravios previamente hay que saber con bastante precisión dónde se hallan enterrados. Me explicaré mejor. Que una de las partes en conflicto se dedique a almacenar agravios como quien apila palés y cajones es un predictor bastante fiable de la quebrada salud de esa relación. Hay otro sensor inequívoco. En un conflicto mal gestionado la palabra ayer (que no deja de ser otro ejercicio de exhumación) se pronuncia muchas más veces que la palabra mañana.



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viernes, noviembre 13, 2015

«No somos números»



Pintura de Keinyo White
En un programa de radio una mujer se quejaba públicamente esta mañana afirmando con tono entre indignado y lacrimógeno que «no somos números». El motivo de su desoladora objeción era que, a una semana de su realización, el Ministerio ha decidido suspender las oposiciones a enfermería a las que se presentaban veinte mil personas. La queja es muy legítima, pero la afirmación en la que se encarna no es del todo cierta. Me recuerda a un lema que cobró amplísima notoriedad en las manifestaciones del 15 M. Solía aparecer escrito en las pancartas más grandes y más protagonistas. El lema sentenciaba que «no somos mercancía en manos de políticos y banqueros». En una ocasión yo me atreví a comentar a sus portadores que la reflexión de la pancarta estaba mal redactada. Me miraron con cara de qué dices, y luego agregaron que no veían ningún error por ningún lado. «Sí, insistí, está mal escrita. Por desgracia somos lo que niega la frase de la pancarta, pero nos gustaría no serlo». Su arquitectura conceptual es idéntica a la de la queja de la oyente de la radio cuando protestaba al comprobar que las instituciones nos rebajan a meros guarismos. Ciertas decisiones de índole política nos tratan como si fuéramos insensibles números, pero nos encantaría que no fuera así. Ese noble deseo vincula con la ética. 

La ética es la única disciplina que no opera sobre la realidad existente, sino que la traspasa e imagina lo que nos gustaría que existiese. Genera ficciones para mejorarnos.  Otra anécdota. En plena gestión de la crisis económica en la que todas las medidas para suturarla infligían daño a los más desfavorecidos, un amigo mío hizo un montón de chapas para repartir entre sus conocidos con un lema maravilloso, pero de nuevo erróneo: «Mi dignidad no está en crisis». «Eso es lo que tú te crees»,  le espeté entre risas cuando me regaló una para que la pinchara en mi abrigo. «A ti te gustaría que no estuviera en crisis, lo que demuestra que sí lo está», concluí. Se trata de un estricto planteamiento ético porque se piensa en lo que debería ser fijándose en lo que es. En el caso concreto de la dignidad se intenta evitar que se destruyan aquellos valores que anhelamos poseer por el hecho de ser personas y porque creemos que su posesión adecenta la conducta de todos y favorece el lazo comunitario. Los grandes paradigmas contemporáneos poseen un envés peligrosísimo si no se subordinan a un marco ético. Sin la ética como marco orientador de las decisiones es muy fácil caer en el utilitarismo feroz, en la tecnología inhumana, en la tiranía política o en la democracia sin participación, en la usura de los mercados, en la cosificación del otro para satisfacer fines individuales. Si no recuerdo mal, fue a Victoria Camps a quien le leí que la ética consiste en eliminar la crueldad y ensanchar el nosotros. La ética trata de enaltecer nuestra condición de seres humanos que han decidido vivir en una comunidad reticular para desde ahí tomar las decisiones más convenientes para todos. Ese todos es irrenunciable. Es el que nos ha permitido dejar atrás a la jungla. Ninguna disciplina persigue un objetivo tan hermoso y loable.



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miércoles, noviembre 11, 2015

Curso presencial de Técnicas de negociación



La convivencia es el lugar en el que organizamos los espacios, propósitos y recursos compartidos. No hay otro sitio para hacerlo. Esa gigantesca red movediza de relaciones interpersonales requiere conciliar muchas diferencias, armonizar intereses divergentes, suturar antagonismos, intercambiar recursos, crear sinérgias. Este curso de Tecnicas de negociación aplicadas a la mediación y la convivencia persigue fortalecer esas interacciones interdependientes. Con esta experiencia piloto, la Escuela Sevillana de Mediación inaugura un repertorio de cursos intensivos en fin de semana (viernes 27 y sábado 28 de noviembre). Como docente de la escuela, el primer monográfico lo impartiré yo. Explicaré con un sentido muy práctico y ameno muchos de los aspectos de las interacciones humanas que suelo compartir aquí en forma de texto. Toda la información en la web oficial de la Escuela.

martes, noviembre 10, 2015

Narcisismo verbal


Somos lo que sabemos expresar. Wittgenstein advirtió con lucidez que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Se podría refinar un poco más esta máxima y afirmar que los límites de mi léxico y el microcosmos gramatical en el que se desenvuelve son los límites de mi pensamiento sobre el mundo que, siguiendo a Wittgenstein, es todo lo que acaece. Más todavía. Cómo se hable uno a sí mismo dentro de esas balizas determina en un alto grado la construcción de sus propias expectativas y por tanto cómo se conducirá. En consecuencia el lenguaje deviene en un buril que esculpe la plasticidad identitaria de la persona que estamos siendo a cada instante. Son tantas las posibles y acrobáticas contorsiones circenses que permite el lenguaje que a veces nos sorprende con el más difícil todavía. Entre las muchas prácticas malabares hay una especialmente fascinante. Seguro que cualquiera de nosotros la ha contemplado alguna vez en alguna parte. Ocurre cuando de repente alguien arranca a hablar de sí mismo en tercera persona. Un individuo se señala a sí mismo pero como si fuera otro. En vez de emplear el yo como el sujeto de sus narraciones personales o sus determinismos biográficos utiliza su propio nombre, o se cita aludiendo a su profesión y cargo. En sus primeros años de vida los niños se refieren a sí mismos de este modo. Al parecer el yo no ha progresado lo suficiente como para admitirse como una unidad. Es muy cándido observar a un niño de dos o tres años referirse a sí mismo por su nombre. Lo que ya no lo es tanto es contemplar cómo esa misma operación la realiza una persona que hace unas cuantas décadas dejó de serlo. Yo repito con fatigosa frecuencia que el alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a todas horas lo que hacemos a cada minuto. En uno de sus poemas Mario Benedetti habla de sí mismo como «yo y yo», es decir, el milagroso desdoblamiento que se produce en el diálogo interior entre el yo que habla y el yo que escucha. Basta con prestarse un mínimo de atención para descubrir que «yo y yo» se pasan el día charlando animadamente.  En mi caso es así. «Yo y yo» estamos de cháchara todo el rato.

Pero en el caso que nos ocupa no se trataría de «yo y yo», sino de «yo y él», un diálogo exterior con otras personas en el que el yo se escinde para hablar de sí mismo como si fuera una alteridad disímil a él. Uno se cita a sí mismo, se señala, pero al hacerlo toma una distancia verbal que es como si hablara de otro al que sin embargo nomina con su mismo nombre y apellidos. ¿Por qué uno habla de sí mismo sustantivándose en su misma identidad nomimal pero como si se estuviera refiriendo a otra persona? ¿Por qué adopta la decisión de hablar de sí mismo como si no fuera él mismo? ¿Qué fin persigue esta peripecia autorreferencial del lenguaje? Hablar en tercera persona de sí mismo es como hablar en primera persona pero hipertrofiadamente. Es un yo tan quintaesenciado y tan hiperbólico en su vanagloria que no puede referirse a sí mismo si no es desde la circunvalación que le permite la enigmática magia del lenguaje. El espejismo de la supuesta distancia de separación consigo mismo es en realidad la abolición de la distancia.  Más que una versión estilizada del narcisismo es su caricaturesca representación. La primera persona del singular (yo) es demasiado diminuta para abarcar tanta egolatría, así que el propio ególatra transmuta en la tercera (él). El usuario de esta expresión es tan dúctil a su narcisismo que se le cuela en la simple elección del léxico con el que se autorreferencia. Hay otro elemento nada marginal que señala esta egocéntrica dirección. Yo todavía no he escuchado a nadie hablar de sí mismo en tercera persona para reprobarse una conducta, o que cite su estatus profesional si éste no se ubica en los lugares elevados de la pirámide social. Esta arquitectura lingüística se levanta para el halago, no para la devaluación. Yo es él, él es yo, pero en realidad todo es él y él. Es puro fundamentalismo del yo, la militancia más homogénea e idólatra del ego. La conclusión puede ser muy simple. Utilizamos el lenguaje verbal para hablar con nosotros mismos y con los demás, pero al hacerlo el lenguaje también habla y se expresa. Comenta cosas de nosotros sin ninguna pudicia. Visibiliza quién habita dentro de la voz que lo pronuncia. Airea información confidencial. Nos habla.



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martes, noviembre 03, 2015

«Yo no te he convencido, te has convencido tú»



Pintura de Alex Katz
Hace unos días escribí sobre lo capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has convencido tú», suelo aclararles.  

La convicción es un proceso en el que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha. Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado, como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede ser refutada), pero la decisión última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo, aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto. Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.



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