Obra de Brian Calvin |
Ayer se celebró el Día contra la
violencia de género. Es un tema muy serio vinculado a las relaciones de poder cuya
solución requiere subvertir muchos patrones culturales. Hoy voy a ceñirme a uno de ellos aparentemente inocuo pero tremendamente deletéreo en las
relaciones personales. Se trata de la
violencia verbal que casi nadie percibe como tal. Me atrevo a llamarla aquí por vez primera como «violencia verbal invisible». No es que goce de
invisibilidad, es que nuestra intelección padece miopía para advertirla.
En este punto, y antes de continuar, necesitamos definir rápidamente qué es violencia. Esgrimo la definición que redacté hace unos años para los manuales de un curso universitario. «Violencia es toda acción encaminada a doblegar la voluntad de
alguien sin el concurso del diálogo». Esta violencia puede ser verbal,
psicológica, modal, estructural, física, económica. Hoy quiero detenerme en la verbal. Es muy sencillo detectar violencia
en el lenguaje cuando alguien rompe el dique de contención de la educación y te falta al respeto o te
insulta. El insulto es siempre soez y gratuito, pero como contrapartida nuestro interlocutor nos regala su autorretrato. En el fragor de una disputa en la que los intercambios
verbales son afirmaciones groseras o mensajes burdos destinados a zaherir no hay dificultades para detectar que el diálogo ha muerto. Es muy fácil.
Pero hay otra violencia verbal en
la que ni el agresor ni el agredido toman conciencia de su presencia. No hay insultos, no
hay palabras lacerantes, no hay deseos de que un adjetivo horade el cerebro y
quede enterrado en el sistema límbico el resto de la vida de su destinatario.
No. Me refiero a tópicos de clara genealogía autoritaria que
viven instalados en el uso cotidiano del lenguaje. No son tics micromachistas, son clichés verbales que no discriminan por género
y cuya habituación les ha conferido normalidad en las conversaciones. Pasen y vean. «No me hables que ya sé lo que me vas a decir». «Me da
igual lo que me digas porque no voy a cambiar de opinión» (¿incluso aunque encontremos una evidencia que mejore tanto la tuya como la mía?). «Lo que me digas me
entra por un oído y me sale por otro». «Me mareas con tanta palabrería». «No
pienso escucharte, así que puedes decir lo que quieras». «No tengo nada más que
hablar contigo» (sentencia pronunciada justo cuando más hay que hablar).
«¿Por qué no te callas?». «Si no te gusta, ahí tienes la puerta».
«Esto son lentejas, o lo tomas o lo dejas».
«Es mi opinión y tienes que respetarla» (respeto tu derecho a opinar,
pero no a priori el contenido de tu opinión). «No te justifiques» (no me
justifico, me explico, comparto contigo el motivo de mi conducta). «Puedo
decirte lo que quiera» (no, por favor, debes decirme aquello que nunca rebase la
consideración). «Es lo que hay, si no,
rompemos y punto». «Sé que te va a hacer daño, pero es lo que siento» (pues guárdatelo
y cuando estés menos irascible me dices mejor lo que piensas, que será más verosímil
y específico). «Lo digo por tu bien» (muchas gracias, pero al decírmelo
podrías dulcificar tu lenguaje y exigirte no lastimar mi autoestima).
Todas estas
frases hechas guardan un metamensaje devastador. El sentido último de lo que no
dicen es su deseo de estrangular la posibilidad del diálogo. La analista
de la conversación Deborah Tannen
comenta en su obra titulada con cierta retranca Lo digo por tu bien que «precisamente porque no podemos ver de verdad el mundo desde la perspectiva del otro, es
crucial que hallemos el modo de hablar con él para que nos expliquemos nuestros
puntos de vista y veamos la forma de hallar soluciones». Utilizar cualquiera
de los automatismos verbales citados frustra este propósito. No
se desea un diálogo, si no un soliloquio, y siendo muy generosos en el análisis
quizá un ir y venir de soliloquios aislados exentos del deseo de entenderse. Se dialoga cuando los argumentos
de uno pueden ser transfigurados por el poder transformador de los argumentos
del otro, y a la inversa. Delata torpeza que deseemos que alguien se aliste
a nuestro lado argumentativo sin que le concedamos la oportunidad
de expresar sus razones y de contrastarlas con las nuestras. Nadie colabora comprometidamente con
la persona que le niega la palabra, o con aquel que antes de
solicitar nuestra cooperación nos ha infligido daño o nos ha amenazado con infligirlo. Estoy convencido de que cuando un hombre toma del cuello a una mujer, la levanta
dos palmos del suelo y la empotra contra una pared mientras le profiere amenazas (testimonio que ayer escuché en la radio),
es porque la relación llega anegada de todas estas fórmulas lingüísticas mórbidas que
sin proponerlo funcionan como señales de alerta. Algunos analistas presumen de vaticinar el futuro longevo o efímero de una pareja con tan
sólo verla conversar durante diez minutos. Es fácil
colegir la calidad de la relación de aquellos cuyo estilo conversacional opera
con la maleza verbal que acabo de enumerar aquí. Quizá no necesitemos ni esos diez minutos.
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