martes, marzo 11, 2014

Deseos y necesidades no son sinónimos



Imagen de Sarolta Bang
Existe mucha interesada desorientación a la hora de hablar de deseos y necesidades. El capitalismo, tanto de ficción como de producción, de las últimas décadas ha convertido en sinónimas dos palabras que no lo son en absoluto. Cuando hablo de capitalismo me refiero a una civilización que ha transformado todo en mercancía, incluidas las personas y los Derechos Humanos consustanciales a esa condición, pero sobre todo al encarnado en una industria financiera que etiqueta de normalidad alcanzar un 20% de beneficios netos con respecto al ejercicio anterior. Para lograr este crecimiento exorbitante es necesario que tus clientes se endeuden (dicho de un modo más inteligible, que la industria financiera venda elevadas cantidades de dinero) y para provocar ese endeudamiento es primordial la construcción de muchas sinonimias nocivas, como por ejemplo la de identificar deseos con necesidades. Hace poco leí un reclamo bancario en el que una entidad aseguraba financiación para tomarnos unas vacaciones bajo la afirmación de que «te ayudamos a que este verano se cumplan tus deseos y necesidades». Colocar en el mismo estadio piramidal ambo vectores delata bien el signo de los tiempos.

Juguemos a las definiciones. Un deseo es tomar desasosegante conciencia de algo que nos falta (y si nos falta es porque hemos podido sobrevivir a su ausencia) y simultáneamente sentir cómo una fuerza interior nos empuja a intentar subsanar esa carencia. Sin embargo, una necesidad es por definición aquello  de lo que no podemos prescindir sin que la vida quede muy maltrecha, o directamente nos quedemos sin ella. El deseo es voraz y su mecánica insaciable. Un deseo satisfecho da inmediato paso a otro deseo que exigirá con obsesiva insistencia colmar su petición. Los deseos satisfechos guardan en sí mismos una contrariedad que conviene no azuzar: en vez de sumir en una paz plácida al que los colma abren la puerta de nuevos deseos reclamando acerbadamente que se cumplan sus peticiones. Podemos colegir de todo esto que es un horror tener deseos, pero no es así ni mucho menos. Lo que sí puede ser tremebundo (y una vida precipitada a la infelicidad) es no saber articular bien el contenido de los deseos. Por contra, pocas cosas son tan útiles como conectar la fuerza propulsora del deseo con la satisfacción de las necesidades que poseemos por nuestra ineluctable condición de seres humanos. Superarnos, desafiarnos, sacar filo a nuestras habilidades, ensanchar el conocimiento, vincularnos a los demás, compartir los instantes, adentrarnos en los dominios del afecto, son tareas necesarias que pueden beneficiarse del motor a propulsión que pone a nuestro alcance el deseo. Se trata de aprovechar la energía del deseo para emanciparnos. No para esclavizarnos.



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jueves, marzo 06, 2014

Yo es otro



Obra de Rene Magritte
Siempre me ha fascinado el verso del jovencísimo Arthur Rimbaud en el que afirma que «yo es otro». La primera vez que lo leí siendo adolescente no lo entendí, pero su enigmática contradicción quedó reverberando en las paredes de mi cabeza. Hace muchos años mi mejor amigo y yo nos reíamos a menudo con otro tic lingüístico que apuntalaba la definición de Rimbaud. Lo habíamos encontrado leyendo un libro de relatos de Benedetti, en el que su autor, que no dejaba de hacer piruetas con la elasticidad del lenguaje, en un momento dado en vez de hablar a secas  de  «yo»  citaba al yo acompañándolo de otro yo.  Acabábamos de descubrir la todopoderosa expresión «yo y yo». Aquel hallazgo nos sirvió a mi amigo y a mí  para aquellos días hablar con absoluta precisión no exenta de comicidad. Recuerdo todavía las risas cuando soltábamos perlas como la descriptiva «esta semana yo y yo nos hemos llevado bastante bien». Esta mañana continuando la lectura del ensayo de la escritora y exploradora del cerebro Siri Hustvedt me encuentro de nuevo con esta misma idea: «En la memoria autobiográfica nos convertimos en otro para nosotros mismos».  Creo que se puede matizar que no sólo en la memoria episódica se produce este desdoblamiento, sino en cualquier instante en que opera la dimensión autorreflexiva. Necesitamos la duplicación del yo que se clona en su igual para dirigirse la palabra.

Al hablarnos, al observarnos, al aplaudirnos, o al mortificarnos, surge un yo que habla a otro yo.  Para señalar  el peligro que supone el abuso de instrospección, tan repetido por los expertos, yo empleo siempre el verbo merodear. «Olvídate de ti, deja de merodearte», es la prescipción con la que suelo concluir conversaciones en las que sin saber muy bien cómo al final aparece el tema de la felicidad. También me la repito a mí mismo muchas veces. Es palmario que si uno se merodea a sí mismo es porque se convierte en merodeador y merodeado a la vez, en el yo y yo de la feliz expresión de Benedetti. Lo escribí en el último artículo, pero lo repito aquí. Podemos dar el paraguas nominal que queramos a ese yo hablando a otro yo, pero a mí a me gusta definir el alma como la conversación que entablamos con nosotros mismos hablando a cada instante de lo que hacemos a cada minuto. Al relatarnos nos desgajamos de nosotros para paradójicamente poder formar parte de la narración. Es un portentoso ejercicio de funambulismo, una jugada de la inteligencia que nos duplica. La posibilidad de que yo sea otro, lo que susurró en aquel enigmático verso Rimbaud. El autor que con diecinueve años había dejado por escrito lo acontecido una temporada en el infierno.



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