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Entre los huecos de la memoria, Dominique Appia |
Recuerdo que con diecisiete años
escribí un poema que empezaba así: «el recuerdo consiste en acariciar con el
corazón lo que dejaron atrás nuestros ojos». Esta definición adolescente me vino
inopinadamente ayer a la memoria al contemplar en la calle un enorme cartel en
el que se explicaba cómo la etimología de recordar está formada por la
hibridación de dos palabras, «re» (de nuevo) y «cordar» (cordis, corazón), es
decir, que recordar es la actividad que consiste en «pasar de nuevo por el
corazón». Leyendo hace unos meses a Daniel Khaneman su ensayo divulgativo Pensar deprisa, pensar despacio me topé
con una afirmación que me provocó muchísima sorpresa, pero que simultáneamente
corroboraba algo que yo llevaba intuyendo hacía tiempo en mi propia vida. En uno de
los epígrafes de la obra, el psicólogo aunque premio Nobel de Economía
defendía que el yo que siente no es igual al yo que recuerda. Su tesis es que entre
experiencia y memoria se abren ciertas simas, huecos de la memoria como los que anuncia el cuadro de Dominique Appia que ilustra este texto y que yo utilice durante mi itinerario universitario para adornar mi habitación. La explicación de esos dos yoes de Khaneman es sencilla.
Existe un yo que vive el presente y existe otro yo que lo convierte en materia
de ficción cuando lo recuerda. Un yo que posa su atención en el aquí y
ahora y un yo que se dedica a narrar historias con las que contarnos a nosotros mismos inspirándose en el presente
psicológico pero cuando ya ha sido transfigurado en pasado. Ocurre que el yo que recuerda no lo recuerda todo. Sesga los recuerdos. Sesga la vida que nos queremos contar.
Podemos estar
viviendo un episodio grato y placentero, un estado de flujo en el que una tarea abduce
nuestra atención, sentir incluso que la habitualmente huraña felicidad (si es
que esta palabra sigue significando algo tras su abuso polisémico) comparece
para estar un rato con nosotros, pero probablemente dentro de unos días lo olvidaremos porque sólo recordamos vívidamente aquellos
momentos que tuvieron un poderoso impacto emocional en nuestra memoria. No
recordarnos, elegimos recuerdos, que es muy distinto, y elegimos aquellos
recuerdos que poseen elevadas tasas de significado. Ocurre que la vida
cotidiana está repleta de horas en las que no sucede nada significativo. Las
denominamos acertadamente como
horas muertas, aunque hay que vivirlas exactamente
igual que las horas que no lo están.
La memoria no se dedica a desbrozar
ingentes cantidades de bites de información, sino a codificar estímulos repletos
de poderosos campos semánticos para que nosotros construyamos el relato con el
que nos vamos narrando nuestra propia vida. Cuanto mayor y más profundo es el
significado de un hecho (y el significado vincula con la carga afectiva), más
recordamos el hecho. Cuanto más exento esté de significado, más probabilidades concurren
para que el hecho emigre al cementerio del olvido. Marina lo explica muy bien en
El laberinto
sentimental cuando de un modo lacónico alerta de que «no tenemos memoria, somos
memoria». Recordamos aquello que posee resonancia en nuestro microcosmos sentimental,
las emociones nutricias, o cuando el modo de interpretar lo acontecido es
primordial para el relato que estamos escribiendo de nuestra vida, aunque ese mismo
acontecimiento sea banal para otros que también lo hubieran protagonizado. El significado de un hecho y su centralidad
en el orbe afectivo para incorporarlo a la narración de nuestra vida es lo que discrimina el yo que recuerda, el que decide qué es lo que nuestro corazón volverá a
acariciar.
Por eso la memoria y la
inteligencia forman alianzas muy generosas para nuestra supervivencia. Recordar
para definitivamente olvidar es una proeza majestuosa de la inteligencia. Olvidar para no recordar
es un paradójico donativo de la memoria.
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