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Existe mucha interesada desorientación a la hora
de hablar de deseos y necesidades. El capitalismo, tanto de ficción como de
producción, de las últimas décadas ha convertido en sinónimas dos palabras que
no lo son en absoluto. Cuando hablo de capitalismo me refiero a una
civilización que ha transformado todo en mercancía, incluidas las personas y
los Derechos Humanos consustanciales a esa condición, pero sobre todo al
encarnado en una industria financiera que etiqueta de normalidad alcanzar un
20% de beneficios netos con respecto al ejercicio anterior. Para lograr este
crecimiento exorbitante es necesario que tus clientes se endeuden (dicho de un
modo más inteligible, que la industria financiera venda elevadas cantidades de
dinero) y para provocar ese endeudamiento es primordial la construcción de
muchas sinonimias nocivas, como por ejemplo la de identificar deseos con
necesidades. Hace poco leí un reclamo bancario en el que una entidad aseguraba
financiación para tomarnos unas vacaciones bajo la afirmación de que «te
ayudamos a que este verano se cumplan tus deseos y necesidades». Colocar en el
mismo estadio piramidal ambo vectores delata bien el signo de los tiempos.
Juguemos a las definiciones. Un deseo es tomar
desasosegante conciencia de algo que nos falta (y si nos falta es porque hemos
podido sobrevivir a su ausencia) y simultáneamente sentir cómo una fuerza
interior nos empuja a intentar subsanar esa carencia. Sin embargo, una
necesidad es por definición aquello de lo que no podemos prescindir sin
que la vida quede muy maltrecha, o directamente nos quedemos sin ella. El deseo
es voraz y su mecánica insaciable. Un deseo satisfecho da inmediato paso a otro
deseo que exigirá con obsesiva insistencia colmar su petición. Los deseos
satisfechos guardan en sí mismos una contrariedad que conviene no azuzar: en
vez de sumir en una paz plácida al que los colma abren la puerta de nuevos
deseos reclamando acerbadamente que se cumplan sus peticiones. Podemos colegir
de todo esto que es un horror tener deseos, pero no es así ni mucho menos. Lo
que sí puede ser tremebundo (y una vida precipitada a la infelicidad) es no
saber articular bien el contenido de los deseos. Por contra, pocas cosas son
tan útiles como conectar la fuerza propulsora del deseo con la satisfacción de
las necesidades que poseemos por nuestra ineluctable condición de seres
humanos. Superarnos, desafiarnos, sacar filo a nuestras habilidades, ensanchar
el conocimiento, vincularnos a los demás, compartir los instantes, adentrarnos
en los dominios del afecto, son tareas necesarias que pueden beneficiarse del
motor a propulsión que pone a nuestro alcance el deseo. Se trata de aprovechar
la energía del deseo para emanciparnos. No para esclavizarnos.
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Admirar lo admirable.
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