Obra de Peter Blake |
Schiller escribió que el amor y el hambre dirigen el
mundo. El hambre nos puede convertir en un competidor feroz en la sabana social, pero la necesidad de amor avala el deseo de
encontrarnos con el otro. El amor testifica la sociabilidad. En su ensayo La vida en común, Tzvetan Todorov aclara que donde Schiller utiliza la palabra amor como una de
las dos grandes palancas motivadoras de las acciones humanas, Rousseau habla de
consideración, Hegel de reconocimiento y Adam Smith de atención. En mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) hablo de afecto, o de cariño,
palabra sinónima que me gusta mucho pero que vive desterrada del vocabulario
académico, y que yo defino como el nexo afectivo que anuda a dos corazones que sienten una afinidad y una aprobación recíprocas que los conecta con lo mejor de sí mismos para cuidarse, y que en su cénit llamamos amor. En ese nexo se estiman los valores que nos singularizan, las actividades, los propósitos, los ideales, las cosmovisiones, la forma de instalar la existencia en la vida. Mendigamos cariño y afecto de manera omnipresente, y todas nuestras
acciones se subordinan en última instancia a que nos sigan queriendo los que
nos quieren, y que nos quieran también aquellas nuevas personas con las que nos
cruza la vida y que nos encantaría sumar al cupo de seres queridos. Todos somos
solicitantes y surtidores de afecto, agentes y pacientes de cariño, cazadores
recolectores pero también suministradores de consideración y reconocimiento. Buscamos la mirada aprobatoria, queremos que nos quieran, y para eso intentamos
construirnos como sujetos valiosos.
Tanto la consideración que nos merecemos como
el afecto que perseguimos están siendo suplidos cada vez más por el deseo febril de
un reconocimiento que sin embargo difiere de ambas magnitudes. El reconocimiento confirma nuestro valor en la
urdimbre social (reconocimiento de distinción, según Todorov, éxito, según la vaporosa terminología coloquial), pero apenas
vincula con el afecto ni con la consideración. Hace poco mi mejor amigo me confesaba que «yo no quiero reconocimiento, yo quiero cariño». En las presentaciones de mis libros yo siempre afirmo públicamente que podría esbozar teorías muy filosóficas de por qué escribo, pero que en el fondo lo hago para algo tan sencillo pero tan relevante como que me quieran. Mientras que el reconocimiento pertenece al
dominio público y se distribuye a través del estatus y la reputación (que la imaginación
capitalista ha ligado a la división del empleo y a la pluralidad de ingresos que
proporciona), el afecto opera en la esfera privada y su adquisición no proviene
del trabajo remunerado, sino de valores inmateriales elicitados por el comportamiento: la bondad, la generosidad, la humildad, la ternura, el afecto,
el cuidado, la preocupación, la gratitud, el respeto. Utilizando la célebre dicotomía de Erich Fromm, el reconocimiento vincula con el tener, el cariño conexa con el ser. Si confundimos reconocimiento con consideración, o reemplazamos el afecto por el reconocimiento, las acciones no venales perderían centralidad. Se privilegiarían los valores que son mercancía para el
intercambio económico (bienes, servicios, propiedades, titulación, capacidad adquisitiva para el consumo). El credo económico habría logrado virar nuestro psiquismo hacia lo que lo perpetúa y ensalza. Un triunfo de la lógica económica. Una derrota de la vida afectiva.
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