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martes, octubre 08, 2024

La banalidad con la que nos referimos a las guerras

Obra de Tim Eitel

Una manera de afrontar un conflicto consiste en recurrir a la violencia. Es llamativo que en conflictología sea inusual citar esta posibilidad, pero es sencillo aseverarla estos pedagógicos días si posamos nuestra mirada más allá de nuestro diminuto círculo de preocupación. Cualquier informativo de cualquier recipiente mediático es una ventana privilegiada para comprobar que la guerra (el epítome pluscuamperfecto de la violencia) se erige en recurrente instrumento de resolución de conflictos. Por supuesto es un nefasto recurso que agrava y enquista el conflicto, pero a cambio permite el espejismo de creer que lo soluciona, sobre todo en el contendiente que posee una mayor racionalización científica de la violencia,  y la utiliza sin remilgos, o la banaliza en los relatos o, peor aún, la valida y ensalza con recursos poéticos de la literatura épica a la par que hace escarnio de los Derechos Humanos de sus víctimas. Es muy preocupante la subestimación del horror y el dolor que originan las guerras cada vez que hablamos de ellas. Ayer mismo Luis García Montero, con su empeño en que las palabras no pierdan su sentido prístino, escribía que nos referimos a la inteligencia de un país para señalar los servicios destinados a elaborar planes de asesinato masivo justificados con el subterfugio de la guerra. Existe un extenso listado de eufemismos bélicos para que cada vez que estalla una guerra no llamemos a las cosas por su horripilante nombre. Sé que la banalidad del mal acuñada por Hannah Arent aborda otros derroteros, pero creo que prolifera lo banal cuando las guerras se tratan con una asepsia en vergonzante disonancia con el ingente dolor y el sufrimiento inconmensurable que acarrean. A pesar de que la tecnología no ha parado de inventar artefactos de muerte con un radio de letalidad cada vez más abarcativo y por tanto cada vez más devastador, apenas hemos avanzado éticamente en la manera de relacionarnos con las guerras. Su horror se exacerba, pero nuestra capacidad de sentirlo y actuar en consecuencia se ha estancado. 

Acabo de concluir la lectura del documentadísimo ensayo El silencio de la guerra de Antonio Monegal (actual Premio Nacional de Ensayo por el alentador Como el aire que respiramos), y una de sus conclusiones es desoladora, aunque ayuda a entender la aceptación acrítica del despliegue de la guerra por parte de muchas personas. En cualquier información bélica se habla de todo menos de la guerra misma, un sesgo ineludible que minimiza y hace casi imperceptible la depredación y atrocidad deshumanizadora que supone suprimir principios básicos civilizatorios y lanzarse a matar semejantes en cantidades mayúsculas excusándose en legitimidades geopolíticas o en argumentos de índole securitaria y preventiva. La apresurada gelidez informativa contrasta con la paciente brutalidad connatural a la industrialización y tecnificación de la violencia en la que se condensa una guerra. Ni las imágenes ni la práctica discursiva son capaces de dimensionar tanta barbarización y tanto dolor inducidos desde despachos impolutos por personas que no sufrirán el más mínimo rasguño en las matanzas venideras que acaban de declarar. Es fácil fantasear que si los hacedores de las guerras contemplaran la mínima probabilidad de morir en ellas, el número de enfrentamientos bélicos decrecería notoriamente. 

Todo conflicto mediatizado por estrategias en las que se esgrime la fuerza o la conminación de utilizarla está abocado a perdurar sempiternamente, como se puede corroborar en ese inmenso banco de pruebas que es la historia de la humanidad. Es tan palmario que sorprende la disciplinada tozudez de muchos mandatarios en acogerse a ella para solventar conflictos. La violencia es una respuesta tosca y dañosa, muy efectiva en lo inmediato pero inútil en el largo recorrido. No resuelve el conflicto por el sencillo motivo de que un conflicto solo se soluciona si en el proceso de construir su solución no se lamina lo más basal de la convivencia. Todo actor que pierde la agencia en la posible resolución de un conflicto nunca se contentará con la solución acordada. Será una solución impuesta, y con aquello que se nos impone tendemos a mostrar una automática disconformidad reactiva. Ninguna solución auspiciada por la violencia tiene en cuenta los intereses de la otredad, motivo que explica por qué lo que se alcanza con violencia solo podrá ser sostenido con violencia. 

En alguna de mis conferencias he hecho un uso público de mi voz para compartir la tristeza que me asola cuando desde la confortabilidad del sofá de mi casa contemplo cómo una unidad política bombardea ciudades de otra unidad política con el afán de solucionar un conflicto hondamente arraigado. De este modo el conflicto se puede terminar, pero no solucionar. Es mera cuestión de tiempo que vuelva a erupcionar, solo que en la siguiente ocasión lo hará con más virulencia que la anterior, y por lo tanto anegando de más dolor y sufrimiento las vidas de las personas que han tenido la mala suerte de vivir en el epicentro de estas bacanales de destrucción y absurdidad. Es descorazonador divisar desde la lejanía cómo la laureada inteligencia tan idiosincráticamente humana puede llegar a ser tan torpe si no cuenta con la colaboración de la bondad. 

  
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martes, junio 04, 2024

Adiós a la hipocresía

Obra de John Wentz

El lenguaje popular nos informa de que la hipocresía es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. La persona que se guía hipócritamente promociona unos valores que luego sin embargo no pone en práctica. Hipócrita es por tanto quien imposta afecto a una manera de entender el mundo y a través de diferentes ardides orales alardea de ser quien en realidad no es. Según el diccionario de la Real Academia, «la hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan». Hay desavenencia entre lo que se privilegia en los argumentos y lo que después acaba cuajando en las acciones. Se conocen las palabras que se estiman en la conversación pública y se elogian en aras de ampliar la cotización en el parqué social, o se autocensuran aquellas otras en las que se cree firmemente a sabiendas de que no son populares y defenderlas en cualquier ágora acarrearía perjuicios en la reputación. La hipocresía sería en síntesis el acto en el que una persona se comporta de forma opuesta a los valores nobles postulados por ella misma.

Algunos autores conceptualizan esta estratagema no como hipocresía, sino como buenismo. En su ensayo La banalidad del bien, Jorge Freire define buenismo como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Tanto la hipocresía como el buenismo nos indican que la ética vive entronizada en los discursos, pero destronada de los actos. La ética se suplanta por cosmética lingüística. La astucia del neolenguaje y la parafernalia conceptual de los valores encubren la conducta cuestionable a la que se aspira. Este empleo hipócrita, buenista o maquiavélico de los valores hace que seamos duchos en enumerarlos y señalarlos, pero no en practicarlos. Cansado de esta constatación, David Cerdá propone que «hay que hablar más de comportamientos y menos de valores». Conocemos y aplaudimos valores que sabemos humanizan y proporcionan mejores soluciones a la convivencia, pero luego nos inclinamos por aquellos comportamientos que los subvierten porque procuran ventajas privadas a costa de dañar los bienes públicos. Hablo en presente, pero quizá debería hacerlo en pasado.

En Las palabras rotas, Luis García Montero nos recuerda que «necesitamos sacar las palabras y su tiempo del cubo de la basura del descrédito para que nuestros actos respondan a ellas y de ellas». Acaso sea ya tarde para esta labor. Uno de los indicadores más notorios de la barbarización del mundo consiste en que los valores éticos se van apartando de la conversación pública en favor de valores inescrupulosos que se festejan con orgullosa autocomplaciencia. Las palabras que embellecen el comportamiento cuando se cumplen han dado paso a otras que lo deslucen y lo estropean. Muchos representantes del poder formal democrático ya no consideran ningún desdoro hacer un uso público de la palabra para atentar contra los Derechos Humanos. Ya no necesitan guarecerse en el disimulo que procuraba la hipocresía. Son malos tiempos hasta para la retórica acendrada y pulcra que la impostura requería para su despliegue. Que en el vocabulario político se utilizara panegírica y frecuentemente la palabra dignidad, aunque luego se la minusvalorara en las decisiones, era un escenario más tranquilizador que este otro en el que no se tiene pudor en desdeñarla o ningunearla. 

En uno de los capítulos del ensayo Dignidad, y tras explicar su genealogía y su funcionalidad, Javier Gomá define la dignidad como lo que estorba. Y especifica: «Estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto». Su elevación a derecho (la dignidad es el derecho a  tener derechos, concretamente los Derechos Humanos) tuvo como precautorio fin el que nadie pudiera convertir la vida ajena en un festín de la propia. Hasta hace unos años resultaba inverosímil que alguien con responsabilidades en la esfera pública pusiera en entredicho valores vertebrales para la convivencia y la dignidad humanas. La vergüenza o el rubor aconsejaban el silencio o la impostura, el vicio seguía rindiendo tributo a la virtud. La hipocresía alababa esta dignidad, aunque quienes la elogiaban estuvieran persuadidos de que estorbaba y ocluía la consecución de sus verdaderos intereses. El avance degenerativo es que ahora abiertamente se señala su condición de estorbo, pero no como freno para la crueldad y la violencia, sino como impedimento para satisfacer intereses abyectos casi siempre asociados a la rentabilidad económica y la expansión de poder. La paulatina desaparición de la hipocresía no es una buena noticia como se podía prever. Es la constatación de un retroceso preocupante. 

 

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martes, mayo 21, 2024

La figura del chivo expiatorio

Obra de Williams LaChace

Propendemos a buscar culpables a los que atribuir la autoría de aquellas situaciones en las que salimos malparados. Es una tarea de una extrema sencillez, porque cuando nos sentimos víctimas se nos exacerba la capacidad inspectora de detectar victimarios por todas partes. Al cargar a otra persona con nuestra culpa o con el resultado desfavorecedor de nuestras acciones, quedamos eximidos de la onerosa tarea de asumir la parte alícuota de nuestra responsabilidad en el proceso. Para racionalizar algo así fabulamos una narrativa en la que el torcimiento de nuestras expectativas se debe a otro u otros, y minimizamos o directamente suprimimos la autocrítica a nuestra persona. Hay sentimientos que al tomar la gobernabilidad de nuestro entramado afectivo favorecen estos ejercicios ficcionales. El odio pulsa un mecanismo fabulador en el que damos forma al objeto odiado conforme a las culpas que queremos borrar de nuestra persona. La imaginación es una facultad nuclear para que odiar dispense consuelo y bálsamo, bondades que el chivo expiatorio satisface plenamente. A veces no es necesario odiar, sino instalarse en un par de gradiantes más abajo. Basta un inopinado estallido de cólera para que nuestra proyección imaginativa elija como chivo expiatorio a la misma persona que paradójicamente recibirá nuestro cariño cuando el enojo amaine y termine diluyéndose.

El sintagma chivo expiatorio está extraído del libro del Pentateuco. En sus páginas se narra que un sumo sacerdote al poner las manos sobre la cabeza de un macho cabrío transfería los pecados del pueblo a este animal, que luego era condenado a su fatídica suerte abandonándolo en mitad del desierto. La filósofa estadounidense Martha Nussbaum esclarece en La monarquía del miedo que «cuando las personas se sienten muy inseguras, arremeten contra los vulnerables y los culpan de sus problemas convirtiéndolos en chivos expiatorios». Es el mismo argumento que aduje al principio. Cuando una persona se siente víctima, y es fácil sentirse así si la animadversión y la susceptibilidad colonizan los afectos, afila su mirada para distinguir victimarios por doquier. El chivo expiatorio nos devuelve una imagen favorable de nosotros mismos, puesto que la desfavorable que tanto nos desasosiega es culpa suya. Como se le achaca el origen del problema, el chivo expiatorio logra que ese problema se desplace lejos de su genuino origen, y se confunda el síntoma con la causa. La insensatez de este dinamismo deletéreo no es que busquemos chivos expiatorios que nos descarguen de juicios muy críticos sobre nuestra persona, es que al instituir esta figura en el imaginario social también puede ser nuestra persona quien acabe encarnándola.

Cuando se analiza el odio es fácil teorizar que odiar es odiarse. Escribe Nussbaum que «el odio a uno mismo se proyecta con demasiada frecuencia hacia fuera, hacia "otros" particularmente vulnerables; de ahí que las actitudes de la persona hacia sí misma sean un elemento clave de toda buena psicología pública». Dicho desde la dimensión política. El malestar democrático nacido del desdén político mostrado a las capas más desfavorecidas en favor de cada vez mayores prerrogativas a las élites económicas en los momentos más lacinantes de la crisis financiera, es un factor situacional idóneo para incentivar el odio e instrumentalizarlo partidistamente. Para un estratega de la gestión de la comunicación política es muy sencillo elaborar eslóganes con los que captar adeptos acérrimos simplemente eligiendo un par de chivos expiatorios. Desplazamos nuestro rensentimiento a un grupo vulnerable sin capacidad ni política ni social para desarticular la narrativa en la que lo inculpamos de nuestros males. El chivo expiatorio es pura analgesia para el dolor infligido por la frustración y la impotencia.

La filósofa alemana Carolin Emcke se pregunta en su ensayo Contra el odio «si este odio envuelto en «preocupación» puede estar funcionando como sustitutivo (o válvula de escape) para canalizar experiencias colectivas de privación de derechos, marginación y falta de representación política». La respuesta es sencilla observando paisajísticamente la irrupción de liderazgos basados en la completa anulación del otro diferente. Gracias al chivo expiatorio el odio se redirige contra otras personas ridículamente estereotipadas, y no contra las medidas políticas y económicas que permiten el curso regular de las injusticias que despiertan ese odio. A todas las personas nos compete impedir que quienes odian puedan fabricarse un objeto a medida sobre el que expiarse a cambio de reclamar punición severa para él. Para este cometido son herramientas potentes los contextos dignos donde la vida no se reduzca a malvivir (mitigación de la pobreza y sus correlatos la ignorancia y el dogmatismo), el encuentro con personas con biografía y puntos de vista dispares (cultivo de la compasión, la diversidad y la policromía de valores), y la participación del juicio crítico y la argumentación bien fundada (configuración de una deontología discursiva y del diálogo práctico como principio de convivencia). El refranero nos recuerda que errar es de humanos, pero en un momento epocal de posverdad, populismos y descontento democrático, echarle la culpa a los demás es de sabios. Es un deber público recuperar intacto el refrán original. 


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martes, julio 11, 2023

Los aliados de la compasión

Obra de Marcos Beccari

Martha Nussbaum define la compasión como un sentimiento que reacciona a los infortunios de los otros. Aunque tendemos a aislarla en la esfera de lo sentimental, la compasión apresura componentes éticos y políticos cada vez que concurre en el entramado afectivo de las personas. Por desgracia, la compasión no siempre se activa, porque como cualquier otro sentimiento puede ser inhibida, neutralizada o directamente disipada. La compasión tiene enemigos. En su obra Emociones políticas, la filósofa estadounidense cita tres grandes adversarios de la compasión que dificultan que pueda arraigar y encarnarse en acción: el miedo, la envidia y la vergüenza. La consecuente buena noticia es que la compasión también puede granjearse aliados. Para descubrir qué puede coadyuvar a la comparecencia de la compasión debemos comprender qué vectores la hacen posible. El primero radica en que el sufrimiento del otro sea de una magnitud lo suficientemente conmovedora para que nuestra atención se detenga allí. El segundo se condensa en que la persona no sea la causa de su propio padecimiento. Aristóteles hablaba de la compasión como la tristeza que nos inspira la desgraciada inmerecida del otro, y este inmerecimiento es sustancial en la activación de los engranajes compasivos.El tercero y último es que ese sufrimiento posea una génesis perfectamente extensiva a cualquier persona, que la desgracia contemplada en el doliente pueda sucederle a cualquiera simplemente con que el azar le sea aciago. La triple entente en favor de la compasión estaría configurada por la sensibilidad ética, el conocimiento y la inteligencia.

La desgracia del otro no resulta indiferente cuando nuestro conocimiento nos dictamina que es idéntica a la que se ciñe sobre cualquier vida en tanto que somos vulnerables y mortales. La imperturbabilidad ante el dolor del otro es ignorancia sobre qué es una vida y qué es un cuerpo. Este es el motivo de que a la indiferencia ante el dolor de la persona prójima la denominemos inhumanidad. El comportamiento humano es aquel que reconoce al otro como semejante y condesciende en que lo más sensato es conformar estrategias comunes que atenúen la vulnerabilidad congénita a la eventualidad de existir propia de cualquier persona. Dicho de otro modo. Lo más inteligente es lo más humano. Algunos autores sostienen que la compasión es autocompasión. Nos importa la suerte de los demás que está ligada indefectiblemente a los vaivenes de la aleatoriedad porque en realidad tomamos conciencia crítica de que nuestra suerte funciona de una manera idéntica. Preocuparnos por el otro es preocuparnos por nosotros cuando nos encontremos en la misma tesitura en la que ahora se encuentra el otro.

El inmerecimiento del dolor es medular para la compasión. Sin embargo, en la formulación neoliberal y en la cultura de la meritocracia se entroniza la voluntad personal, una entidad dilucidada como autárquica y ajena al concurso de las circunstancias y las incidencias contextuales. Saber que en vez de autores de nuestros propósitos y nuestros logros somos coautores facilita la compasión, porque desdice que la persona pueda ser la causa primera y última de su propio sufrimiento, sobre todo el de genealogía social. Este hecho confirma por qué es fácil sentir compasión por las personas allegadas y mucho más complicado sentirla por las personas distales. Cualquier evaluación del dolor de la persona cercana está atravesada de contexto y testimonio biográfico. Las personas distales son abstracciones en las que solo hay espacio para el prejuicio y el estereotipo, siempre injusto y siempre proclive a la deshumanización y el rechazo. En La gran transformación, la estudiosa de religión comparada, Karen Armstrong, cambia la palabra latina compasión por la griega simpatía: «La única forma de sobrevivir para ellos era cultivar una simpatía sin límites que no dependía de la identificación emocional, sino de la comprensión razonada y práctica de que incluso sus enemigos tenían las mismas necesidades, deseos y temores que ellos mismos». Lo inteligente es cuidar como a un amigo a aquella persona con quien sin embargo no hay trabada amistad alguna. Su traducción social es la justicia. Podemos silogizar que la justicia es compasión política y la compasión política es la fuente de donde emanan los Derechos Humanos. Y adjuntar un corolario. Una vida compartida buena solo es posible con pensamiento compasivo.

 

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