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La joven de la perla, versión POA Estudio |
Se ha instalado en el lenguaje cotidiano
y en la retórica de las industrias de la opinión publicada el concepto nueva normalidad. Al concluir el estado
de alarma social decretado por el ejecutivo hace tres meses, parece que
podremos retornar a esa normalidad que fue desmantelada por el confinamiento,
las restricciones de movilidad y la inusitada paralización de una parte
mayúscula de la actividad productiva. Como continúa siendo obligatorio el uso
de la mascarilla para salvaguardar que el agente patógeno se expanda
epidemiológicamente desde nuestras microgotículas, el mantenimiento de metro y
medio de distancia social y la limitación de los aforos de los espacios públicos como
medida preventiva ante la posibilidad de nuevos picos de pandemia que
desemboquen en un temible rebrote, conceptualizamos este paisaje
como nueva normalidad. Si nos sumergimos en la hemeroteca veremos que se trata
de un término utilizado secularmente para explicar y regar de optimismo el
regreso a un punto deseado, aunque el punto difiera del prístino al que nos
gustaría arribar. Es un claro ejemplo de cómo las palabras vuelven manejable el
mundo, incluso aunque se empleen de una manera sintácticamente imposible.
Hablar de nueva normalidad es un oxímoron. Se trata de dos palabras que no
pueden aparecer yuxtapuestas sin entrar en frontal contradicción. Si es
normalidad, no puede ser nueva. Si es nueva, no puede ser normalidad.
La función enfática de esta expresión consiste en
recordar que volvemos a los mismos lugares en los que nos hallábamos afincados
antes del acontecimiento que partió por la mitad el devenir del mundo. Sin embargo, sabemos bien que no es del todo así, y sería deseable que no lo fuera, que lo que antes interpretábamos como normalidad ahora nos parezca anegado de absurdidad. No
solo no retornamos a lugares idénticos, sino que la experiencia del arresto
domiciliario ha sido tan radical que ya no podemos ser los mismos y por tanto
nuestro trato con la realidad tampoco puede mantenerse como si en esa relación
no hubiese ocurrido un colosal corrimiento de tierras cognitivo y afectivo. Si
uno muta, todo muta. La realidad ha quedado suspendida en un indeterminado curso que la aleja de cualquiera de los conceptos con los
que antes describíamos el mundo.
Recuerdo haberle leído a Marta Sanz que «no
podemos usar las mismas palabras para tratar de comprender o interferir una
realidad distinta». En los muchos ejemplos de literatura distópica sus autores
nos precaven de que el primer paso para la construcción de nuevas realidades es
la invención de un neolenguaje, o la derogación de palabras que señalaban
realidades que los déspotas sueñan con eliminar para que ni tan siquiera formen
parte de lo que pueda ser imaginado por sus súbditos. Nuestra pauperización
léxica para describir la realidad demuestra que la realidad va muy por delante
de nuestras palabras. Hace unos días Amador Savater vindicaba en un artículo
incontestable que era más sano sentirse raro ante esta nueva situación que
dejar de sentirse así. Desde que pudimos salir a pasear a partir de las ocho
de la tarde siempre he sentido esa rareza de un mundo en mutación. Resultaba
imposible ser las mismas después de un confinamiento en el que nos confrontamos
de manera brutal con el sentido que deberíamos brindarle a la vida si la obsesión productiva y el bulímico afán de beneficio no nos expropiaran con tanto indiscutido salvajismo los
tiempos con lo que intentamos dotar de propósito y cierta soberanía a nuestra existencia. La nueva normalidad no ha trastocado estas lógicas, ni lleva
ninguna tentativa que invite a presumirlo, y por tanto desmerece el epíteto de
nueva.
Jesús Mosterín defiende en Racionalidad y acción humana que la racionalidad no es una facultad humana, sino un método que utiliza
el humán (el humano hombre o mujer), una estrategia de largo recorrido a fin de
lograr la maximización de nuestros aciertos y la minimización de nuestros
errores. La táctica son los procesos que se implementan para alcanzar la
estrategia, que es el fin último, la respuesta a las preguntas cenitales de por
qué y para qué. Para Mosterín el comportamiento racional subordina la táctica a
la estrategia. En el artículo El divorcio y la nueva normalidad,
Jorge Carrión hace un paralelismo entre los procesos que se incoan para aceptar la desaparición de un proyecto o de una vida y nuestra actual instalación desorientada en la
realidad pandémica. Las etapas del duelo presentadas estereotipadamente son
negación, ira, negociación, tristeza, aceptación, olvido. No siempre aparecen
en este orden tan pulcro y no siempre en porcentajes armónicos. El autor
sostiene que «aunque no todos vayamos a experimentarlas en este dilatado
presente pandémico, importa recordarlas ahora, cuando el deber de los gobiernos
es diseñar fases de lo que han dado en llamar desescalada, mientras que
el nuestro es hacerlas negociar con nuestras propias etapas personales,
familiares y colectivas».
Entretanto el debate parlamentario deliberaba tácticas, en el confinamiento hemos pensado en la estrategia. A la vez que la política se enzarzaba en medidas para el aquí y ahora no exentas de la consustancial búsqueda de rédito electoral, las pensadoras y las analistas de lo político colegían nuevas maneras de cuidar y proteger la vida que la pandemia había acusado como irrevocablemente interdependiente. Se interrogaban cuál es el fin de la vida humana, para qué vivimos los seres humanos cuando nos nacen y
de repente nos encontramos en un lugar al que no hemos pedido venir y con una
existencia con la que estamos obligados a hacer algo hasta que se difumine con el
advenimiento de la muerte. Responder a esta pregunta no es fácil, pero no
insinuarla en un momento tan civilizatoriamente sísmico como el que estamos
viviendo supone el deceso del pensamiento crítico, o permanecer
momificados en esa etapa de negación propia de los procesos de duelo en su fase fundadora. Nos hallaríamos en ese instante en el que nos empecinamos en que continúe como siempre un tiempo que ya no tiene sentido.
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