martes, febrero 27, 2024

La amargura que obstruye vivir bien

Obra de Tim Eitel

Hay personalidades afectivas especialmente instruidas para amargarse a sí mismas. El cúmulo de experiencias pretéritas ingratas o frustrantes se traduce en una hiel crónica en el presente que les obstruye el acceso a una vida buena. La persona amargada es una versada hermeneuta que la mayoría de lo que le ocurre lo descifra en la dirección en la que sale extraordinariamente mal parada. Tiene una memoria prodigiosa para los malos recuerdos y muy frágil para los buenos. En uno de los aforismos que conforman Silogismos de la amargura, el filósofo de la negación Emil Cioran nos ayuda desde su propia experiencia a entender por qué puede surgen estos hábitos sentimentales: «Superchería del estilo: dar a las tristezas habituales un cariz insólito, adornar las pequeñas desgracias, vestir el vacío, existir por la palabra, por la fraseología del suspiro o del sarcasmo». En el conocido opúsculo El arte de amargarse la vida, Paul Watzlawick demuestra lo fácil que es inundar una existencia de desdicha y hiel. Hay operaciones narrativas que facilitan el concurso de lo amargo. Veamos algunas. La mitificación del ayer que por comparación desertiza el presente hasta trocarlo en un desazonador erial al que maldecir. La construcción de expectativas faraónicas cuyo poco realista tamaño favorece la llegada de la irresolución y la volatización de los deseos creativos. El sencillo y erosionador mecanismo de las profecías autocumplidas. La atribución a los demás de mala intención o de tramar un complot contra nuestros intereses. El cultivo de un repertorio de creencias que producen baja autoestima e inseguridad. La lectura dicotómica de circunstancias que sin embargo rebosan ambivalencia e indefinición.

La amargura es una mirada exploratoria imantada hacia el desagrado, un diálogo en el que el yo que habla informa al yo que escucha de situaciones que exudan acidez narrativa y paisajes desalentadores que ensombrecen la luz de los días. Es irrefutable la existencia de realidades aflictivas, alienantes y opresoras causadas por diseños económicos y políticos capitalistas, pero la persona herida por la amargura no es la que se indigna ante estas realidades, sino la que teoriza y pone su énfasis en señalar que su malestar proviene de terceros obstinados en obliterarle oportunidades y drenarle bienestar. De ese modo borbotean en el día a día de la personalidad amargada la omnipresencia de la queja y el lamento, el empleo inflacionario de diálogos interiores autodebilitadores, la llegada de imprevistos e intermitentes diluvios de furibunda irritabilidad, la súbita conversión de la tranquilidad en hostilidad, la discrepancia reiterativa proclive a maximizar la disparidad y a omitir la búsqueda de puntos en común, la adhesión al victimismo y al prodigio argumentativo de que errar es de humanos y echarle la culpa a los demás es de sabios, el narcisismo patológico de creer que el mundo conspira contra ti y contra tu propio cuidado. Una conciencia aislada y excesivamente preocupada de sí misma produce ingentes volúmenes de entropía, un desorden que distorsiona cognitivamente la evaluación tanto de lo que habita en lo afuera como lo que se aposenta en lo adentro. El miedo, la frustración, la aflicción, la zozobra, pertenecen a la familia de los sentimientos apesadumbrados conducentes a una imaginación autocentrada y dicotómica. Convierten a la persona en el centro de proyecciones siempre autorreferenciales e inclinadas a la conclusión aciaga. «Cuando la realidad es amarga, nos regalamos sueños de azúcar», escribe Cyrulnik en Sálvate, la vida te espera para describir el estilo sentimental resiliente. La personalidad amargada opera de un modo distinto. Cuando la realidad es amarga, nos regalamos futuros amargos que desgarran el presente todavía más. 

Hace unos años el psicólogo Rafael Santandreu escribió una réplica al ensayo de Watzlawick que tituló acertadamente El arte de no amargarse la vida. Postulaba que la persona tendente a amargarse tenía que aprender a través de la práctica cotidiana a no dramatizar, albergar visiones realistas, adoptar perspectivas traídas de otras miradas, quebrar el miedo al ridículo, sentirse orgullosa de ser falible (es decir, liberarse del yugo de la perfección), asumir una aceptación que no implicara conformismo acrítico, cultivar la despreocupación por lo nimio y la ocupación por lo crucial, «no terribilizar por terribilizar» (no hiperbolizar la importancia de una adversidad), tomarse las cosas con más amor y humor. Descéntrate de ti puede ser una exhortación muy plausible para que la mirada de la persona amargada abandone el perímetro autobiográfico, pero a la que precisamente hay que ayudar y acompañar porque por sí sola no puede. Antonio Machado escribió un verso muy ilustrativo para situaciones así: «En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad». La soledad de la persona amargada contribuye a aumentar el grosor de su amargura. La buena noticia es que el afecto compartido guarda propiedades analgésicas. El acompañamiento y el apoyo mutuo es puro almíbar. El elixir de los humanos.

 

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martes, febrero 20, 2024

Juzgar con benevolencia

Obra de Eva Navarro

En este espacio he sostenido en numerosas ocasiones la sabiduría que albergan las expresiones populares, cómo el lenguaje coloquial condensa en una sucinta locución el magisterio milenario de la experiencia humana.  «Ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio» indica la tendencia a sobrestimar los factores personales y desdeñar los circunstanciales cuando dilucidamos el comportamiento de los demás. Se trata de un sesgo bautizado como error de atribución. A las personas que queremos (y a nosotros mismos, si nuestra autoestima no está muy deteriorada)  les atribuimos condicionantes situacionales para comprender por qué han actuado de un modo concreto en una situación dada, y sin embargo para el mismo cometido valorativo adjudicamos condicionantes disposicionales vinculadas con el carácter y la actitud a aquellas personas que no conocemos o que, a pesar de su familiaridad, no nos caen especialmente bien. Resulta muy llamativa la evidente contradicción. En nuestros análisis asignamos a las personas desconocidas factores personales que requerirían copiosa información y mucha vida vinculada. Por el contrario, cuando valoramos el comportamiento de las personas que sí conocemos y con las que tenemos forjados lazos afectivos, restringimos y subestimamos el concurso de su carácter y sus hábitos, y se lo transferimos al influjo del contexto, la situación, los roles, el siempre sinuoso e impredecible periplo biográfico. Desde nuestra condición de observadores, consideramos a las personas desconocidas como autoras exclusivas de sus actos. En cambio, a los seres queridos les adscribimos coautoría, dado que admitimos la intervención de las circunstancias en sus vidas (y en las nuestras). 

En esta inercia hay arraigada una disposición sentimentalmente fascinante. En los juicios sumarísimos ejecutados apresuradamente somos personas bondadosas con quienes nos anuda el afecto, y somos descuidadas o insidiosamente arbitrarias con quienes no hay cariño, o con quienes nos vemos involucradas en interacciones patrocinadas por el azar. En el pormenorizado ensayo En la piel del otro. Ética, empatía e imaginación moral, la profesora Belén Altuna denomina benevolencia atributiva a esta tendencia que procura que nuestro círculo empático salga bien parado en la formulación de nuestros juicios sobre su forma de conducirse ante un hecho concreto. Esta benevolencia tiene diferentes sinónimos. Adela Cortina la bautiza como razón cordial. Josep Maria Esquirol se refiere a algo análogo bajo el paraguas nominal de mirada atenta. En el libro El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza tuve la procacidad de conceptualizarla como bondad discursiva.  El habla popular la nomina buena voluntad, o buena fe, o la concesión del beneficio de la duda mientras no dispongamos de información suficiente para ahondar en nuestro análisis. Agrego aquí que casi nunca tenemos esa información a nuestro alcance, porque si en una demasía de ocasiones zanjamos ser seres enigmáticos para nosotros mismos, resulta intelectualmente deshonesto admitir que los demás, incluidos a quienes vemos por vez primera o a los que jamás hemos desvirtualizado, sí son sin embargo transparentes y cognoscibles.

Emilio Lledó es autor de una preciosa definición de bondad que vincula con esta benevolencia atributiva: «la bondad es el cuidado en el juicio y en el comprender al otro». Aristóteles definía la bondad como la determinación de la voluntad para hacer bien a los demás, pero se puede incluir la función adicional de juzgarlos bien. La bondad discursiva a la que me refería en el párrafo anterior es la predisposición a poner nuestra atención a disposición de la otredad para escucharla, entenderla y observarla desde la adopción de su perspectiva y su testimonio. En un sinfín de cursos de resolución de conflictos se pone énfasis en el aprendizaje de habilidades comunicativas para que quienes comparten un problema puedan resolverlo sin hacerse daño. Estas habilidades devienen en recursos estériles si no llegan escoltadas por la bondad discursiva, aquella que no desdeña inferir factores ambientales  y estructurales cuando se pretende escudriñar el comportamiento de personas apenas conocidas, o con quienes la aleatoriedad nos ha hecho coincidir en un sucinto lapso de tiempo. Y no desdeña estos elementos de juicio porque la persona concernida por la bondad discursiva puede imaginárselos. Sin imaginación la bondad no irrumpe en el entramado afectivo. No sabemos qué batallas se están librando en el cerebro de la persona con la que el azar nos ha cruzado, pero podemos imaginarlas, bien poniéndonos como ejemplo, bien trayendo el de otras personas que sí conocemos y cuyas contiendas nos son consabidas. El habla popular dice que «Quien a otro quieres juzgar, en ti debes comenzar». Se puede parafrasear este aserto y orientarlo en la dirección de este artículo. «Quien a otro necesitas imaginar, en ti te debes inspirar». Es el primer paso para desplegar benevolencia. Bondad. Mirada atenta. Razón cordial.


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martes, febrero 13, 2024

Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren

Obra de Alisher Kushakov

En el lenguaje coloquial tendemos a usar indistintamente los términos cara y rostro. Sin embargo, como herramientas conceptuales filosóficas son muy diferentes. La cara nos homologa como entidades humanas, pero el rostro nos singulariza, es el portador de los resultados de los procesos de individuación. La cara es el sitio donde trazamos nuestro rostro, el lugar en la que las enunciaciones, las afecciones y las acciones lo tallan y lo modelan. El inventario de sentimientos que brotan a lo largo de nuestra instalación en el mundo acaba positivándose en el rostro. De toda nuestra geografía corpórea, es en el rostro donde se esculpen con visibilidad las batallas libradas en nuestra biografía, el repertorio de eventualidades que nos conforman, la interacción con los demás, el cúmulo de ayeres, ahoras y porvenires en los que se inspira el relato identitario en que nos instituimos como un ente incanjeable e irreductible a cualquier descripción. La narratividad en la que se configura nuestra subjetividad se asoma parcialmente al rostro. Otros enclaves del cuerpo pueden documentar qué nos ha ocurrido y de qué vivencias estamos atravesados, por qué devenires ha navegado o se ha encallado nuestra existencia, pero es el rostro el que hace ligeramente visible la invisibilidad de esa narración que nos brinda sentido e identidad. 

A juicio de Heidegger, la memoria es el lugar donde comparece todo nuestro tiempo, y el rostro es el epítome de ese tiempo tanto vivido como soñado, impregnado como imaginado, real como ficcional. En el rostro se congregan el ser que estamos siendo, pero también el ser que nos gustaría llegar a ser, o el que una vez soñamos con ser y cuya proyección cercenaron circunstancias del existir. En el rostro se reúnen todos los seres que somos, los reales y los apócrifos, los logrados y los frustrados, los construidos y los esbozados.  El rostro es la conmemoración diaria de ese relato en el que cohabita la memoria que somos y el futuro al que tratamos de tender con nuestras deliberaciones, decisiones y acciones en el cauce indetenible del presente continuo. Aunque el habla popular ha hecho célebre el símil de que la cara es el espejo del alma, si fuéramos más precisos tendríamos que trocar las palabras y afirmar que en realidad el rostro es el escaparate de la subjetividad. Pero el rostro también es un identificador legal. La reproducción fotográfica del rostro es la que valida nuestro carnet de identidad. 

En palabras de Lévinas, el rostro es el mediador de nuestros encuentros con la alteridad. El otro deja de ser una abstracción cuando se presenta con un rostro. Lévinas distingue entre el otro y el tercero. El tercero es una entidad abstracta cuyo rostro no vemos, lo que no obsta para saberla partícipe del mismo proyecto en el que estamos embarcados como miembros de la humanidad. Cuando escribí La capital del mundo es Nosotros, ese nosotros era un nosotros abarcativo y sin género conformado por los otros con rostro con cuyas interacciones somos, pero también por la masividad de terceros a los que ni vemos ni veremos jamás a lo largo de nuestra vida. La humanidad que hay en cada persona se actualiza cuando el otro deja de ser un tercero y deviene rostro. Cuando dos rostros se observan simultáneamente (el popular mirarse a la cara, o mirarse a los ojos) ven la singularidad que encarnan, pero simultáneamente contemplan su similitud, su condición de semejantes. Si la diferencia nos vuelve éticamente indiferentes, la semejanza es la puerta de acceso para el cuidado. 

El sentimiento de la compasión se activa ante la contemplación de un otro que es a la vez distinto (como portador de subjetividad) e idéntico (como portador de dignidad), exactamente como cualquier otro, lo que implica responsabilidad y consideración. En las advertencias castrenses de la Primera Guerra Mundial se aconsejaba a los soldados de infantería que en el lance del combate no miraran jamás al rostro del enemigo. Las posibilidades de disparar a alguien con rostro (es decir, a alguien a quien ya no podemos estereotipar, puesto que el rostro lo singulariza y le confiere insustituibilidad) decrecen notablemente en comparación si a ese alguien lo tenemos engrilletado en una abstracción que consideramos ominosa. En Ética e infinito Lévinas lo resumió muy bien: «el rostro es lo que me prohíbe matar». El rostro despierta mi responsabilidad ante el otro. Una táctica muy humanista consiste en fomentar espacios y tiempos para encontrarnos con el rostro de los demás, para que dejen de ser un tercero cuya abstracción narcotiza esa responsabilidad y ese cuidado que nos impedirían ejecutar acciones u omisiones para dañarlo, subyugarlo o eliminarlo.


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