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Obra de Iban Navarro |
Estamos a
punto de vivir un nuevo cambio estacional. El próximo sábado día 21 de diciembre franquearemos toda la territorialidad del otoño y acabaremos incursionando en la heladora geografía del invierno. Sé que las estaciones no son paréntesis puros, y que en
ambas estaciones se apuntan elementos provenientes de las estaciones contiguas.
En el a punto de extinguirse otoño hemos disfrutado de la amabilidad de muchos días
estivales, y antes de que se clausure el invierno habrá días irruptores que anticiparán el advenimiento de la siempre bienvenida
primavera. Las estaciones están trenzadas, no se pueden dar de un modo aislado, y sus apariciones dependen
precisamente de quienes las preceden. Recuerdo un
aforismo de Jules Renard en el que decía que la nieve no existiría si no existiesen los cuervos. A cualquiera de las cuatro estaciones le ocurre lo mismo. Sin sus contrapuntos no existirían. Sin embargo, a pesar de su irrevocable contigüidad, también se ensamblan en una unidad que llamamos
movimiento de traslación: el tiempo que tarda el planeta Tierra en dar la vuelta completa al sol mientras con una indesmayable tenacidad ejecuta la rotación diaria sobre su propio eje.
El invierno es
la estación gélida. Muchas veces temblamos ateridos de frío, pero también de
miedo. Nos amedrentan las contrariedades, la presencia arbitraria del azar con sus accidentes, sus violencias y sus enfermedades, los
imponderables que cuando suceden nos hacen tomar apresurada conciencia de nuestra abrumadora vulnerabilidad. A pesar de que el miedo nos alerta y nos previene de algo o alguien que conmina con poner en crisis nuestro equilibrio, el miedo siempre es una presencia
incómoda, que es exactamente la sensación que nos asedia cuando el frío se aloja en nuestro interior y no encontramos modo de desahuciarlo de
allí. Yo resido durante unos cuantos meses en una ciudad donde apenas hace frío, pero sí donde durante un tiempo pasamos
mucho en el interior de las casas, y sé bien que el frío y su glacial inmisericordia mantienen un tremendo
parecido con la frialdad que nos provoca el miedo y toda su parentela vinculada con la incertidumbre: congoja, apocamiento, angustia, recelo, aprensión, sobresalto, inquietud, terror, pavor, espanto. Hay mucha locuacidad y similitud experiencial en las expresiones cotidianas «tiritar de miedo» y «hace un frío de miedo». También la niebla invernal recuerda a los miedos que nos incapacitan para localizar el punto exacto del que brota la angustia, ese miedo cerval a algo desdibujado pero tan omnipresente que somos incapaces de señalarlo. La escarcha invernal mantiene parecido con la escarcha que se adhiere en el perímetro del corazón para que las personas mantengamos conductas de indiferencia e imperturbabilidad. Una persona fría es una persona que adolece de falta de sentimientos conmiserativos. Sus conductas dan tanto miedo que nos dejan helados.
La primavera
es la estación de las flores y el fulgor, el momento en que los campos se vuelven exultantes
y rebosantes de vida. Todo reverdece y parece estallar. Es imposible no vincular esta estación con la alegría, el sentimiento que preside nuestras evaluaciones cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. La alegría nos dona energía para proseguir en esa acción o adentrarnos en otras en las que presagiamos que seremos asimismo gratificados. Precisamente este viernes pronunciaré una conferencia
en la que destacaré que la alegría es decir sí a la celebración de la vida,
que es lo que la primavera parece expresar al llenar de colorido y
de vitalidad nuestro derredor. A
nuestro cuerpo le ocurre igual ante la comparecencia de lo fruitivo.
Nuestra cara y nuestra mirada refulgen, los ojos se abren, los pómulos se ensalzan, se
estira la curva carnosa de los labios, sonreímos, que es el instante en
el que tendemos una alfombra roja para que los demás pasen hasta nosotros sabiéndose bienvenidos. Hace unos días le leí a Josep Maria Esquirol que la
sonrisa endulza el aire que respiramos, que es lo que hace la
primavera en sus días iniciales para que olfateemos su advenimiento. La apacibilidad
de las tardes primaverales recuerda a las palabras balsámicas que amortiguan el dolor, a
la
tranquilidad que soñamos como reducto ideal en el que pausarnos y poner racionalidad a tanta absurdidad productiva, a la paz afectiva que supone ser aceptados y
queridos por las personas que guardan un valor especial para nosotros. Los días de primavera se engalanan de una luminosidad todavía soportable a diferencia de la que caerá sobre nosotros en el estío, y al encontrarnos con ella a la salida del invierno, esa luz
tan apetecible nos surte de arrestos para
encarar los siempre acechantes contratiempos. En primavera la naturaleza renace, que es lo que nos enseña la alegría cada vez que se asoma para que festejemos la suerte de estar vivos.
El verano es
la estación del calor, pero también nos acaloramos cuando nos enojamos, o
cuando nos enfadamos, o cuando nos enrabietamos, que es un enfado súbito que se desvanece sin apenas dejar estela, o cuando nos encolerizamos, que es un enfado
hipertrofiado y llameante que puede calcinar extensas zonas de la interacción humana. Las viñetas que ilustran la irascibilidad suelen poner llamas nimbando la cabeza del enojado, un incendio que recuerda a los que tristemente se prodigan los días de canícula en las zonas de monte. El
calor estival y el calor de la lava que arroja un corazón enfurecido se
asemejan sorprendentemente. El calor del estío angosta y marchita los campos, y por eso hay que recoger lo sembrado antes de que ese calor déspota los devore.
La lava, fruto de la erupción de un episodio emocionalmente volcánico, también reseca y estropea
la vida que se yergue a su alrededor. Las tormentas de verano, breves pero
impetuosas, metaforizan esas disputas cargadas de reproches,
alguna alusión despectiva, insinuaciones malévolas, algún viejo agravio. Tras la tormenta veraniega sabemos que saldrá
de nuevo el sol y que la luz volverá a presidir unánimemente el cielo. Tras una acalorada discusión con
una persona que nos quiere y que queremos, sabemos que todo lo dicho será perdonado. Quizá aventurar ese final nos vuelve más temerarios y menos solícitos con las palabras que intercambiamos.
Es muy fácil
argumentar que el otoño puede representar muy fidedignamente la tristeza. En otoño
los árboles pierden las hojas y parecen desprotegidos por su propia desnudez, que es lo que ocurre
en la criatura humana cuando emana el sentimiento de la tristeza. De repente, constatamos una pérdida, hemos sido desposeídos de algo que era importante para nosotros. Del mismo
modo que el otoño señala la necesaria renovación, la tristeza enseña a estratificar lo que hay que apartar de lo que hay que amparar. Resulta oportuno recalcar que la tristeza no es ninguna
insuficiencia psicológica, como persiste en catalogarla la socialización neoliberal,
sino el sentimiento que provocan algunas situaciones inherentes a vivir. Esas situaciones difieren y por eso distinguimos nominalmente entre aflicción, pesadumbre, pena, duelo, nostalgia, saudade, melancolía, compunción, abatimiento. En otoño volvemos a refugiarnos en la intimidad del hogar tras el verano en el que la vida y la calle se hacen sinónimos. Con la tristeza ocurre igual. Todo lo afectado por la tristeza se convierte en alma, pero esta portentosa alquimia solo se logra gracias a un ejercicio de introspección que requiere recogerse y alejarse de las afueras del sí mismo para replegarse hacia dentro. También es muy fácil establecer paralelismos entre la lluvia otoñal y nuestras lágrimas. Llorar y llover son experiencias no solo conexas por su similitud líquida, sino por sus fines. La lluvia es necesaria para las tierras de labor, evitar la sequía y la desertización y limpiar los entornos urbanos. La experiencia lacrimógena lo es para expulsar la condensación sentimental, reaprender y limpiar la polución afectiva que momentáneamente nos ha ensombrecido.
Estos juegos de analogía entre los momentos estacionales y las disposiciones sentimentales nos revelan inquilinos de la naturaleza. Somos híbridos de biología y cultura. La cultura nos lleva a lugares inexistentes en la naturaleza, pero lo hace con estas emociones basales donadas por ella para acomodarnos y habitar mejor la enigmática aventura de existir. Las emociones al pensarlas devienen sentimientos, y los sentimientos prescriben valores que a su vez inspiran decisiones y conductas. Ojalá nos conduzcamos con la sabiduría de la naturaleza de la que procedemos, pero también con todo lo que hemos inventado para incluso superarla y convertir la experiencia de vivir en el acontecimiento de vivir bien. Vivir bien todos.
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