martes, octubre 21, 2025

Pensar más en la vida buena y menos en la felicidad

Obra de Guim-Tió

Hace unos días me vi envuelto en una conversación sobre el trajín de vivir. Intercambiamos afables frases protocolarias y lugares comunes, hasta que de imprevisto mi interlocutor sentenció: «Al final de lo que se trata es de ser feliz». Quizá fui muy brusco, pero le contesté que a mí cada vez me interesa menos la felicidad. No había ni cinismo ni impostura en mi respuesta, pero nada más pronunciarla me amonesté a mí mismo y recordé la advertencia que Edgar Cabanas y Eva Illouz comparten en su fantástico ensayo Happycracia: «La felicidad parece ya algo tan natural que atreverse a ponerla en cuestión resulta excéntrico y hasta de mal gusto». Estoy totalmente de acuerdo con este diagnóstico, pues mi interlocutor me miró horrorizado y luego con una acogedora condescendencia. Lacan argumentaba con mucho acierto que la felicidad nunca hizo feliz a nadie. De aquí se puede colegir una máxima fácilmente verificable: quien se interroga con frecuencia por su felicidad no es feliz. El mismo Lacan afirmaba que el goce es un estado de plenitud que se basta a sí mismo: quien está gozando no se pone ni a hurgar ni a perorar sobre su goce. Esta idea se puede trasladar perfectamente a la cuestión felicitaria. Kant explicó que es mucho más relevante ser digno de la felicidad que ser feliz. Se trataría de articular la vida de tal forma que la felicidad adviniera como consecuencia, pero nunca situarla como objetivo. 

A mí me interesa pensar en cómo podemos crear vida buena, aquella en la que una persona alberga soberanía sobre su propio tiempo y lo pone al servicio de su autodeterminación. A diferencia de lo que postula el discurso científico de la felicidad, la vida buena no es una opción personal ni un asunto privado ni por supuesto el resultado de un esfuerzo voluntario. Es una forma de estructurar política y económicamente el mundo compartido con el propósito de que las personas dispongan de condiciones de posibilidad para, sin coerciones explícitas ni tácitas, puedan elegir por sí mismas aquello que le asigne sentido a su vida. Que una vez estén colectivamente satisfechas las necesidades imprescindibles para el sostenimiento material de la vida, luego que cada cual celebre según sus preferencias el acontecimiento de existir, celebración que precisa de la cooperación de una mínima cantidad de tiempo, descanso y tranquilidad. Desgraciadamente la doctrina neoliberal no piensa lo mismo y se encarga a cada instante de poner trabas a esta noble aspiración. La infelicidad de las personas no es leída como síntoma de injusticia estructural, sino como fracaso personal. De este modo quedan exonerados de responsabilidad los sistemas que precarizan la vida y favorecen que en las interacciones humanas prevalezcan los sentimientos de clausura frente a los de apertura. Esta prevalencia acarrea ineludible corrosión del carácter y crónica desconfianza social. 

Igual que hay exigencias de productividad propias de la sociedad del rendimiento, también las hay de felicidad en la sociedad del consumo. La industria de la felicidad sostiene una idea de felicidad asociada a una estructura desiderativa orientada a la posesión, tanto material como inmaterial (mercantilización de las experiencias). No puedo dejar de citar a Jorge Riechmann cuando nos alerta de que desconfiemos «de quienes nos hablan de felicidad mientras en realidad se refieren a la venta de mercancías». Recordando a Ballard, el filósofo Alberto Santamaría nos precave en su último ensayo de que «el peor fascismo es el emocional, aquel en el que la retórica afectiva nos devora por dentro, nos controla hasta convertirnos en seres dominados, paradójicamente, por una amansada visión de lo afectivo. Hay que ser felices, creativos e imaginativos, pero hay que serlo así, así y así, es decir, como piezas de un proceso productivo. No hay mayor causa de atrofia de la imaginación o de la felicidad que la imposición externa de un modo predefinido de imaginación o de felicidad». A este escenario Carlos Javier González Serrano lo denomina atinadamente como «tiranía felicifoide».

La industria de la felicidad alberga una trampa extremadamente funcional para autoperpetuarse. La felicidad que promete siempre es insuficiente. Opera con la misma lógica que el capitalismo neoliberal y su fijación por optimizar infinitamente los márgenes de beneficio. Siempre se puede ser más feliz, constatación que posterga el advenimiento de la felicidad considerada genuina, y en paralelo produce decepción.  La felicidad mercantilizada nunca se basta a sí misma, a diferencia de las acciones autotélicas que brindan gratificación mientras se despliegan y dan configuración a una vida buena y con sentido. Quien osa detener este mecanismo de insatisfacción es tildado de conformista, adocenado o de vivir la esclerotización a la que le despeña la vituperada zona de confort. Es una felicidad insaciable siempre pendiente de aquello que falta. Amador Fernández-Savater conceptualiza esta experiencia como un sentimiento de déficit. Bárbara Ehreinreich lo denomina la tiranía del pensamiento positivo. Lacan sostenía que «uno es lo que hace para la mirada del otro; para la mirada propia, uno es lo que goza». Las industrias de la felicidad y la ubicuidad del mundo pantallizado invitan a que pongamos nuestra mirada en el otro, y desde la omisión instan a que no nos miremos en la mirada propia. Desdicha asegurada en nombre de la felicidad.

 

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martes, octubre 14, 2025

¿Qué es preferible, la Regla de Oro del comportamiento o la de Platino?

Obra de Marcos Beccari

 

En su vertiente positiva la Regla de Oro se formula de la siguiente manera: «Trata a los demás como te gustaría que los demás te trataran a ti». Es una regla que indaga en qué comportamiento sería el más idóneo a fin de perfeccionar la experiencia de la vida compartida. Hay que puntualizar que la Regla de Oro más que una regla alberga las funciones orientativas inherentes a los principios. No lista deberes vinculantes, no concretiza contenidos, no fija una gama de conductas que dispensar, solo indica puntos cardinales que brinden guía y dirección. A pesar de que la Regla de Oro goza de predicamento y plausibilidad, existen voces que la ponen en entredicho. La profesora de Ética y Filosofía Política Belén Altuna ofrece una explicación a este cuestionamiento en su fabuloso ensayo En la piel del otro: «Para empezar, porque el Otro (como yo misma para él o para ella) es a la vez un semejante y un diferente. Por un lado, somos capaces de percibir y apreciar la humanidad que tenemos en común y, por otro, no cabe duda de que el otro es siempre Otro, diferente a mí, tan diferente. Lo característico de la Regla de Oro es que exhorta a practicar una comparación, una analogía: el otro es constantemente comparado conmigo; o al menos son comparados sus intereses, deseos y temores con los míos». En su configuración del compartimiento con el prójimo la Regla de Oro inviste al yo de una potestad extrema. Es la acusación más recurrente de sus detractores.

En la Regla de Oro el yo se ubica en el centro desde el que calibra la mejor forma de tratar al Otro, se relaciona desde una posición de dominio o de cierta narcisificación al considerar preceptiva su propia autorreferencia. Subyace el controvertido principio de que lo que considero que sería un buen trato para mí debe ser considerado un buen trato para los demás. La imputación por lo tanto se resume en que en la Regla de Oro el sujeto agente se desentiende del sujeto paciente e interacciona con él desde el desconocimiento de sus preferencias. Esta deriva se puede enmendar si la regla incorpora lo que admitimos que debería ser un buen trato no para mí ni para él, sino para todas las personas: «Trata a lo demás de tal modo que al hacerlo aprecies su dignidad tanto o más que la tuya». Si el respeto es el cuidado de la dignidad de la que toda persona es acreedora, esta prescripción invita a ser personas respetuosas, prolijas, atentas. A pesar de que se iguala con sus congéneres en tanto que comparte la titularidad común de una dignidad inalienable, en esta regla el yo se mantiene en lugares de privilegio. La regla se puede afinar si las destinatarias no son las personas en general, sino aquellas que queremos y nos quieren. Se incorporaría así una imaginación ética que corrige muchas posibles ambivalencias y aporta una inestimable disposición afectiva: «Trata a los demás como crees que deberían ser tratados tus seres queridos por los demás». El enunciado no logra eliminar al yo en su totalidad, pero lo relega a un papel subalterno. El centro es ocupado por la decantación amorosa. Y cuando hay amor genuino bien expresado el comportamiento se vuelve exquisitamente ético.

La Regla de Platino replantea el comportamiento en la interacción modificando el ángulo de análisis. Descentraliza al yo y doblega su propensión a la autorreferencialidad. Se mitiga así el riesgo de toparnos con un yo que se trata mal a sí mismo o es poco esmerado. El hueco estructural dejado por ese yo ahora secundario es sustituido por el tú o por un ellos abarcativo y sin género: «Trata a los demás como ellos deseen ser tratados». El yo se pliega a los requerimientos de unos ellos que dejan de ser tratados por el yo como el yo contempla que le deben tratar a él. La Regla de Platino impregna las decisiones con la presencia de los otros a quienes se les trata con la deferencia de situarlos en primer lugar. Se produce una inversión del celebérrimo postulado cartesiano «pienso, luego existo». Por supuesto que se piensa, pero no para verificar a través del concurso del raciocinio la propia existencia, sino que es el ejercicio racional quien nos dictamina la existencia de un otro sin el cual existir como humanos se antoja imposible. Frente al «pienso, luego existo», se alenta un «pienso, luego existes». De esta constatación nace el comportamiento ético. 

La forma de saber cómo quiere ser tratado el otro consiste en ofrecerle un espacio donde su palabra sea atendida. Escuchar es documentar la subjetividad  de quien articula la palabra para personalizarse. Igual que nos personamos cuando nuestro cuerpo acude a una cita, nos personalizamos cuando la palabra es recibida para ser escuchada. La palabra escuchada permite la proeza pocas veces elogiada de hacer visible lo que los ojos no están facultados para ver. Antonie de Saint-Exupéry lo abrevió de un modo precioso en El principito«lo esencial es invisible a los ojos». Sólo podemos ver lo que no se ve del otro escuchándolo. La visibilidad de lo íntimo, a diferencia de lo privado, se hace factible cuando se autorrelata. Sólo puedo tratar al otro como el otro quisiera ser tratado si he tenido la consideración de poner mi atención en como quiere ser tratado. Paradójicamente la Regla de Platino parece subsidiaria de la Regla de Oro: «Escucha al otro como te gustaría que te escuchasen a ti, y luego trátalo siguiendo las orientaciones que te ha compartido con sus palabras».  

 

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