martes, junio 03, 2025

Pensar lo humano cuando escasea

Obra de Svetlana Arefiev

Hace unas semanas me hicieron una entrevista en la que se abordaban cuestiones relacionadas con la bondad. Cualquier persona que pose críticamente su mirada en el mundo verá que son tiempos deflacionarios para la bondad y la compasión, así que el periodista me lanzó un interrogante muy acorde con el curso de los acontecimientos que vivimos estos días: ¿Cómo se puede reflexionar sobre la bondad en el ser humano teniendo dirigentes mundiales con tan pocos escrúpulos? La respuesta está subsumida en la propia pregunta. Precisamente la existencia de personas mandatarias indolentes ante el dolor o el sufrimiento que causan, o de instituciones impertérritas ante el daño que infligen a los menos aventajados, nos urge a deliberar en la plaza pública qué vida en común es más conveniente y cómo queremos vivirla sabiéndonos entidades irreversiblemente interdependientes. Que el ser humano haya creado la noción del mal, o de pocos escrúpulos, como se indica en la pregunta, habla muy bien de él. Todos los comportamientos que presumimos reprobables solo se explican desde una idea de bien que vinculamos con lo más humano del ser humano. Lo humano como adjetivo con el que calificamos el comportamiento se debe a la plausibilidad que le otorgamos a lo humano como sustantivo, lo que debería ser la base para cualquier teorización acerca de la vida compartida. Conviene tenerlo siempre presente.

La existencia de dignatarios (lo escribo en masculino porque todos son hombres) que llevan a cabo políticas que originan sufrimiento en las personas más desfavorecidas nos insta a una reflexión mucho más profunda que convendría problematizar más a menudo para no tropezar en el cliché y el lugar común. ¿Qué condiciones sociales, económicas, históricas y psicológicas permiten que surjan, se aplaudan y se mantengan liderazgos que detentan un poder autoritario y plutócrata? Es palmario que estos mandatarios son expresiones de marcos sociales y malestares ciudadanos concretos que no brotan de una nada aséptica y desideologizada. En Biografía de la inhumanidad, José Antonio Marina postula algo cristalino y muy pedagógico. «Hemos comprobado que la inhumanidad comienza por un endurecimiento del corazón, y que este obedece a mecanismos previsibles y manipulables. Por debajo de muchos sentimientos actúan creencias previas, prejuicios, estigmatizaciones categoriales». Unas cuantas páginas más adelante resume que «el deslizamiento hacia la inhumanidad se da en tres etapas: la perversión de los sentimientos, la desconexión moral, la corrupción de las instituciones»Es muy sencillo constatar cómo estas dinámicas operan al unísono desde hace unos lustros en la tenebrosa expansión de ideologías deshumanizantes que nos envilecen como personas, empobrecen las instituciones y fragilizan tanto las democracias que hasta se considera como trivial su posible deceso. Algunos autores conceptualizan esta deriva como neofascismo del siglo XXI. 

Ante este devenir quizá la propuesta filosófica más atinada sea la de pensar posibilidades basadas en una higienización sentimental donde los sentimientos de apertura al otro primen sobre los de clausura (praxis no exenta de profundos exámenes sobre la construcción epistémica de valores y afectos en correspondencia con el cuidado de la dignidad), en la asunción de enfoques proactivos y no solo reactivos que nos vinculen éticamente con quienes conformamos la familia humana, y en exigir a las instituciones comportamientos compasivos en los que la evitación del daño sea el criterio toral por el que se adopte cualquier decisión. No reducir la tarea de pensar solo a la indignación que brota ante lo injusto, sino desplegar la reflexividad también en configurar futuros inspirados por aquello que consideramos admirable y congruente con lo humano en su acepción adjetiva, un ideal en constante evolución desde que una vez un semejante inauguró el pensamiento en plural, y que ahora toca cuidar frente a quienes veneran la regresión a un mundo que infravalora los Derechos Humanos o aspira a desembarazarse de ellos. Es una pretensión que requiere perseverancia porque el sesgo de la negatividad nos hace recrearnos mucho en señalar lo aciago de nuestro alrededor y nos coarta la imaginación para dedicarla a la ficción ética de encontrar horizontes de ruptura y mejora. Como resulta muy fácil que un ser humano resbale por la pendiente de la inhumanidad, y que lo que damos por sentado se degrade de forma acelerada, todas y todos como agentes activos tenemos el deber de seguir dilucidando qué entendemos por humano y qué por inhumano. Y luego explicar cuál de las dos categorías nos embellece y cuál nos envilece. Y finalmente actuar en consecuencia.


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martes, mayo 27, 2025

Sentirse poca cosa

Obra de Tim Etiel

En mitad de la lectura de una novela me encuentro con la coloquial expresión «sentirse poca cosa». Hacía mucho tiempo que no la veía escrita, así que al instante la rodeé con un llamativo círculo para resaltar su presencia en la página. Es  una enunciación sumamente expresiva con un hondo trasfondo. Creo que si pidiera opinión a quienes ahora leen este artículo, sería fácil y rápido consensuar que lo que más daño nos inflige a las personas es que otras personas no nos traten como personas, y lo hagan sin embargo como si encarnáramos cosas. Este sufrimiento podría esclarecer nuestros análisis sobre muchos comportamientos cuya causa no logramos comprender en un primer momento. «Sentirse poca cosa» es una expresión que llama muchísimo mi curiosidad porque no tiene antagonista, nadie afirma «sentirse mucha cosa» cuando alguien muestra respeto y deferencia a su persona. Cuando no nos sentimos bien tratados tendemos a recurrir a expresiones terriblemente lacerantes para manifestar un dolor que necesita metáforas para ser fidedigno: «me trataron como a un perro», «me trataron como a un trapo»«me trataron como basura». Son expresiones que simbolizan humillación y maltrato. 

Nos sentimos poca cosa cuando nos tratan como si no fuéramos titulares de una dignidad frente a la cual toda persona tiene el deber de dispensarle una atención expresada en cuidado. Este deber lo contrae cualquiera en el mismo instante en que admite ser una subjetividad portadora de dignidad. Los mecanismos de cosificación van directos al desmantelamiento de esta dignidad. La cosificación no consiste por tanto en que una persona se transforme en cosa, sino que las demás personas la traten como si lo fuera, esto es, despojándola de agencia y discurso propios. Las personas creamos dinámicas de cosificación cuando nos tratamos como si en vez de sujetos con cuerpo, cognición, entramado afectivo y dignidad, fuéramos objetos (o simples números, como tantas veces sucede en los trámites atestados de burocratización, en el razonamiento estadístico y los macrodatos, en el mundo pantallizado de la racionalidad algorítmica o en la información de las guerras, la miseria y la precariedad). En estos procesos puede ocurrir una objetualización (tratar al otro como un objeto expropiándole su autonomía), deshumanización (retirarle un ser humano la condición de humano, tarea para la que el odio y los prejuicios están perfectamente diseñados), instrumentalización (utilizar a una persona como medio o recurso para colmar intereses, desatendiendo todo lo demás), reducción (encasillar en una diminuta y monocromática característica a una persona marginalizando u opacando todas sus complejidades y particularidades), mercantilización (convertir en mercancía a alguien), y alienación (crear obligadas formas de existencia en las que es usual que las personas se sientan extranjeras en su propia vida). Son muchas las maneras sutiles tanto personales como estructurales que se emplean para que alguien sienta que se le está dispensando trato de cosa.

Nada ni nadie salvo un ser humano nos puede cosificar, y nada ni nadie salvo otro ser humano nos puede humanizar. Los seres humanos nos volvemos humanos en el instante en que otros humanos interactúan con nuestra interioridad. Evidentemente la relación ha de irradiar cordialidad y hospitalidad, porque hay relaciones que ensombrecen la vida de quienes participan de ellas. La relacionalidad nos humaniza. El número básico en el universo humano no es uno, sino dos. Hegel sostenía que para ser un ser humano se necesitan dos seres humanos. En El escenario de la existencia, Joan Carles Mèlich refrenda esta tesis y aporta incisividad: «La alteridad es más importante que el yo. De hecho, es su condición de posibilidad». Creo que no solo necesitamos a otro humano para ser humanos, apremia la configuración de espacios y tiempos para que esos dos humanos se encuentren y se reconozcan en una reciprocidad que los aprovisione de la posibilidad de humanidad. Humano proviene de la palabra humus, tierra, es decir, somos seres ligados a lo terrenal, a lo pequeño, procedencia que cuando se asume con modestia epistémica sedimenta en una conducta que arrebata cualquier atisbo de vanidad y engreimiento. Hay una insignificancia balsámica que nos divorcia de importancia alguna y nos libera de la subyugación de creer que sin nuestra presencia el mundo se desmadejaría. Sentirse poca cosa cuando un tercero nos recuerda nuestra pequeñez para mofarse de ella es muy doloroso. Saberse poca cosa porque advertimos la enigmática inabarcabilidad de todo lo que nos rodea y nos induce al aprendizaje de nuestra fragilidad es muy sensato. El primer acto es una humillación. El segundo es humildad. El primero es una herida, el segundo es un umbral. Aunque parezca antitético, es la humildad la que puede evitar que una persona se sienta humillada porque le hagan  sentir poca cosa. 


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