martes, febrero 23, 2021

Inteligencia espiritual

Obra de Lu Cong

La inteligencia espiritual radica en la pregunta por el sentido. Se interrogaría acerca del por qué y el para qué de nuestras acciones ubicándolas en un marco que las supere y les brinde inteligibilidad y solidez narrativa. La genealogía léxica del término inteligencia puede ayudarnos a esclarecer su significado. Inteligencia proviene de intus (entre) y legere (escoger o leer). Podemos definir inteligencia como leer el mundo para entre las distintas opciones que se nos presentan escoger las más propicias para dirigir nuestro comportamiento hacia un existir mejor. En el libro Inteligencia espiritual, el filósofo Francesc Torralba se refiere a esta inteligencia como una necesidad primaria o una pulsión fundamental en el ser humano.  En su teoría de las inteligencias múltiples, Howard Gadner computó en ocho las diferentes inteligencias, que funcionan de un modo concertado y a la vez sectorial en los procesos cognitivos. Una persona puede ser muy ducha entablando relaciones interpersonales (inteligencia social), pero simultáneamente ser muy roma en orquestar su capacidad desiderativa (inteligencia intrapersonal o sentimental). Tiempo después Gadner agregó una novena inteligencia. La inteligencia existencial sería aquella que está imantada a la búsqueda o creación de sentido y suministra reflexividad en torno a cómo crearlo. 

En muchas ocasiones han atribuido un poso de esta espiritualidad a los artículos que publico aquí en el Espacio Suma NO Cero. Es una afirmación que siempre me provoca sorpresa. En el ensayo de Torralba se citan varias referencias en las que encuentro identificación epistemológica para categorizar el contenido de estos artefactos textuales y desvincularlos de una idea estandarizada de lo espiritual. Frente a una trascendencia vertical que anuda al ser humano con lo Absoluto, el filósofo francés Luc Ferry habla de una trascendencia horizontal, es decir, aquella que nos vincula al comportamiento con nosotros mismos, con nuestros congéneres y con la naturaleza. Mi admirado André Comte-Sponville aboga por cultivar una espiritualidad sin Dios, sin credos, sin dogmas. Creo que podría ser una buena definición de pensar éticamente, discernir en torno a cómo tratarnos a nosotros mismos y a los demás sin recurrir al tutelaje prescriptivo o a la mentoría de entidades sobrenaturales, o a autoridades con avales epistémicos muy pobres que expiden recetarios asociados al mercado neoliberal de la autoayuda y el crecimiento personal. Viktor Frankl popularizó En busca de sentido, un ensayo en el que vindica la posesión radicalmente humana de la voluntad de dar sentido a la vida. Cuando esa voluntad está bien entrenada, vivir es una experiencia fascinante y nutricial con elasticidad suficiente para sobrellevar con más aplomo los contratiempos inherentes a la vulnerabilidad que supone estar vivo. Quien tiene un por qué tiene lo más preciado a lo que un animal humano puede aspirar. 

La pregunta por el sentido deviene en la pugna por la semántica de las palabras que dan contorno lingüístico a lo que queremos expresar como sentido. Interpelarnos por el por qué es adentrarnos en el laberinto del lenguaje y su capacidad para crear mundo y predisposición para decidir cómo instalarnos en él. Una definición de sentido podría estribar en el sentir que exudan las actividades de aquello que tiene valor para nosotros y que conforma un conglomerado de acontecimientos que estratificamos e incorporamos en nuestra memoria sentimental. Acostumbrados a relacionarnos con herramientas que son medios para fines, nos cuesta un esfuerzo mayúsculo admitir que la vida no es medio de nada, sino un fin en sí mismo. Vivimos para vivir y existimos para existir. En el inventario de verbos que facilitan esta práctica diaria descollan sobre todo hacer, experimentar, deliberar, colegir, comprender, decidir, sentir, actuar, compartir, cooperar, cuidar. Pensar bien es suspender momentáneamente el mundo para deliberarlo y volver a él con mejores artesanías conceptuales y afectivas para comprenderlo y sentirlo mejor. Se podría conceptuar la inteligencia espiritual como la actividad con la que pensamos la vida mientras la vivimos para vivirla bien. Para no duplicar innecesariamente palabras que ya existen, bastaría con llamarla filosofía.

 

 

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martes, febrero 16, 2021

Aprender es admitir que siempre seremos aprendices

Obra de Jarec Puczel

Hace unos días pregunté a unas alumnas para qué estudiaban. Eran dos chicas de trece o catorce años. Me respondieron: «Estudiamos para ser mejores en el futuro». Aunque me pareció una respuesta muy plausible, no pude por menos de mostrar cierto desacuerdo: «¿Y para ser mejores en el presente, no?». Resulta curioso cómo el animal humano sitúa en la indeterminación del futuro aquello que sin embargo acaece en la concreción del presente. Acciones como estudiar, aprender, pensar, deliberar, inteligir, experimentar, vivenciar, identificar, semantizar, son acontecimientos portadores de aprendizaje y se celebran siempre en presente continuo. Con motivo de lo que nos está enseñando la pandemia coronavírica (Boaventura Sousa de Santos firmó hace unos meses un recomendable ensayo titulado elocuentemente como La cruel pedagogía de la pandemia), he comprobado que las personas se refieren al aprendizaje casi siempre utilizando la forma verbal del futuro. «A ver si aprendemos algo de todo esto que nos está pasando», «Ojalá tanta excepcionalidad nos sirva para aprender», «¿Tú crees que cambiaremos cuando concluya la pandemia, «No sé si aprenderemos las lecciones que nos está enseñando el dichoso virus», etc., etc.  Mi respuesta siempre es la misma. Ya estamos aprendiendo. La ocurrencia del aprendizaje y sus impulsos meliorativos no conocen otro tiempo de acción que el presente. Estamos siempre aprendiendo, siempre elaborando sentido, siempre ubicando en una narrativa las enseñanzas que dimanan del día a día.

Aprendemos saberes técnicos e intrínsecamente acríticos en las instituciones educativas y en el saber reglado, pero el aprendizaje al que me refiero aquí es el de los saberes prácticos que concurren en el aprendizaje invisible, aquellos que moldean el carácter, afinan la individuación y cincelan la subjetividad a través de una piramización de valores en cuyo cénit figura la dignidad. A mis alumnas y alumnos les he repetido muchas veces que enseñar es brindar información útil para posibilitar cambio y empancipación, pero aprender es una experiencia de recepción personal que atañe en exclusividad al que se la apropia. Puedo compartir información y conocimiento, pero pensarlo, metabolizarlo, memorizarlo e internalizarlo para generar asociaciones y comprensión es cosa suya. Con los saberes técnicos podemos ser muy operativos para modificar e inventar cosas, si bien con los prácticos se pueden adquirir herramientas conceptuales y afectivas excelsamente eficaces para vivir mejor. Aquí van algunas sugerencias.

Podemos aprender a desobedecer a la sangre cuando se amotina en las sienes y grita soluciones violentas, a evitar ser hipocondríacos emocionales, a la gobernanza sensata de nuestros deseos, a entender que somos una entidad incanjeable muy porosa a los relatos hegemónicos que siempre legitiman posiciones heredadas de privilegio, a saber que existen otras voces aunque no las escuchemos ni las leamos en los mass media, a cuestionar a quienes monopolizan el sentido común, a convertir en legible lo que nuestros ojos no ven, a poner en entredicho ideas de alegría asociadas a la industria de la felicidad y al capitalismo afectivo, a estratificar el valor de la conducta desde la dimensión ética, a amistarnos con los sentimientos de apertura al otro, a convertir la mirada en una mirada atenta y cuidadosa, a desromantizar la pobreza, a no naturalizar la desigualdad material, a desconfiar de la meritocracia como medida de todas las cosas, a comprometernos con la vida justa y compartida porque es la única forma de aspirar a una vida buena, a que refutemos a quien sostenga que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque esta afirmación cancela la oportunidad de que el mundo sea susceptible de ser mejorado. Si tuviera que sintetizar diría que aprender es hacer del mundo un lugar más pequeño y de nuestra cabeza un sitio más grande.

Repasando un texto de Eduardo Punset leo que frente a los saberes tradicionales necesitamos aprendizaje social y afectivo. Estoy de acuerdo, pero conviene agregar que los aprendizajes sociales elaboran afectos y la predisposición a convertirlos en hábitos, y los hábitos afectivos configuran mirada civilizatoria y política. Son aprendizajes que se construyen desde el solapamiento. El hecho de estar aprendiendo a cada instante nos convierte en sempiternos aprendices. Marina Garcés acaba de publicar un ensayo de título inequívoco: Escuela de aprendices. Otrora la palabra aprendiz se utilizaba para aquel que empezaba a conocer un oficio, pero a su vez señala fidedignamente nuestro auténtico rango de seres con una existencia con la que no nos queda más remedio que aprender a hacer tareas con ella. La inabarcabilidad misteriosa de la vida siempre nos delatará como aprendices. Ojalá aprendamos tanto como para admitir que en la vida siempre seremos aprendices en perpetuo presente. Aprendices para sentir y comprender mejor, que es el mejor de los saberes. 

 

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martes, febrero 09, 2021

A los seres humanos nos encanta el placer de hacer cosas

Obra de Jarec Puczel

Existe una tendencia en la forma de discurrir que me llama poderosamente la atención. En muchas ocasiones los seres humanos admitimos como irrefutables argumentos que nuestra propia vida desmiente en lo cotidiano. En la novela 1984 de George Orwell se crea un Ministerio de la Verdad que exige a todos sus miembros que rechacen lo palmario que sin embargo están contemplando sus ojos. A día de hoy nos ocurre exactamente lo mismo en muchos campos de la agenda humana. Es increíble cómo ideas desdichas empíricamente por nuestros propios actos las aceptemos sin apenas disenso en la conversación pública. Criticamos la corrosiva posverdad, pero vivimos sumidos en ella. Para el Diccionario Oxford la posverdad concurre cuando los hechos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales. Existe una idea del doctrinario neoliberal que defiende que una persona con la supervivencia garantizada rehusaría trabajar (estar empleada) y se dedicaría a disfrutar de la embriaguez de la haraganería. Es una idea muy arraigada en los imaginarios. Cuando he sacado este tema a colación, mis interlocutores suelen posicionarse a favor de esta pesimista tesis antropológica. La sorpresa viene a continuación. Se alistan al lado de una visión que deviene incongruente solo con echar un vistazo a sus agendas repletas de trajines desprovistos de cualquier afán de lucro. 

Resulta digno de estudio psicológico que personas que tienen hijos, hacen senderismo todos los domingos, quedan con los amigos, acuden al gimnasio, van a jugar al fútbol, asisten a asambleas, participan en un coro, realizan voluntariado, ensayan en un local de música, se inscriben en cursos online, practican el activismo, se castigan en maratones, disfrutan con la bici, van a conferencias, colaboran con protectoras de animales, acuden a clubs de lectura y cómic, escriben, pintan, bailan, pasean, pescan, viajan, meditan, escalan montañas, aprenden oficios nuevos, van al cine, alimentan blogs, hacen yoga, se apuntan a teatro, investigan en la red, acuden a congresos, recorren exposiciones, etc., etc., sin embargo luego defienden que las personas solo encuentran motivación para llevar a cabo alguna tarea si hay dinero de por medio.  Es una gigantesca contradicción que quienes no cesan de trufar con actividades su día a día imputen al ser humano la condición de animal inactivo, salvo si la actividad está mediatizada por el refuerzo positivo del tintineo de las monedas. Es una narrativa muy pobre y muy mercantil de la usabilidad de la vida. Lo inaudito es que este relato ficcional se ha enquistado con éxito en la sensibilidad cívica. Obviamente hay un sinfín de contraejemplos en la ergonomía social que demuestran la inconsistencia discursiva de este presupuesto del neoliberalismo sentimental. 

Esta semana hemos sabido que Jeff Bezos abandona el cargo de director ejecutivo de Amazon. Bezos está considerado el hombre más rico del planeta, según la lista Forbes, que lleva varios años otorgándole el pódium de los magnates milmillonarios. Se estima que acumula una concentración de riqueza neta de ciento cincuenta y siete mil millones de dólares. Si nos guiamos por la teoría neoliberal que afirma que toda persona con las necesidades materiales básicas se vuelve haragana, entonces sería fácil adivinar un futuro de brazos cruzados para el fundador de Amazon. Pero no será así. Él mismo ha afirmado públicamente que quiere dedicarse a sus pasiones: la aeronáutica, los diferentes proyectos filantrópicos y el Washington Post, del que es accionista mayoritario. El hombre más rico del mundo en ningún momento ha mencionado que dejará de hacer cosas. Lo que sí ha anticipado es que se va a dedicar a sus pasiones. Se empleará haciendo aquello que le proporciona elevados montos de delectación y lo acuna en un continuo estado de flujo. El resto de plutócratas con los que Bezos comparte la lista Forbes adoptan decisiones prácticamente gemelas. Podemos colegir que nadie con recursos materiales suficientes para vivir se dedica a la hibernación. Dicho de un modo inversamente positivo. Cuantos más recursos tenemos, más actividades hacemos.  

Justo mientras preparo este artículo mi compañera me acerca un precioso texto de Piort Kropotkin con motivo de la celebración del centenario de su muerte (8 de febrero de 1921). El texto escrito por el autor de El apoyo mutuo profetiza la determinación adoptada por Jeff Bezos: «El trabajador obligado a luchar penosamente por la vida nunca llega a conocer los altos goces de la ciencia y la creación artística. Para que todo el mundo llegue a estos placeres, que hoy se reservan al menor número, para que tenga tiempo y posibilidades de desarrollar sus capacidades intelectuales, la renovación debe garantizar a cada uno el pan cotidiano, y luego tiempo libre. Este es nuestro propósito supremo». Dicho de otro modo. Como los seres humanos somos tremendamente activos, abandonar el reino de la necesidad no significa adentrarnos en el reino de la abulia y la inacción, sino en el de la elección. Una elección que probablemente se basaría en acciones presididas por la alegría y el entusiasmo. 

 

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