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Obra de Marc Figueras |
En la literatura del conflicto existe una máxima que
defiende con muy buen criterio que los conflictos nunca se resuelven solos. No
es gratuito recordarlo, porque muchos actores deciden precisamente lo contrario
y apelan a conductas evitativas, a la dejadez como metodología exitosa. Para
ellos la mejor manera de solucionar un conflicto es abandonar los derechos de
tutela y dejar que el paso del tiempo conduzca al conflicto hacia su propia disolución.
Esperan que con el transcurrir de los días, los meses o los años cambie alguno
de los elementos que lo originaron y todo vuelva al cauce de lo que ellos
consideran natural.
En casos de divergencias inanes (en algunas bibliografías se refieren a este
tipo de conflicto como "picaduras de mosquito"), es saludable
no convertir en problema lo que unos minutos después se habrá olvidado o será
anecdótico. Otra cosa es calcar esta táctica en incompatibilidades que se presentan con temperatura en ebullición.
Desatender un conflicto o cometer la imprudencia de orientar los sensores hacia la dirección contraria al foco de las disensiones en el momento en que lo más idóneo es articularlo trae anexada
una consecuencia muy peligrosa. Abdicar de la gestión del conflicto y permitir que
se infecte de podredumbre emocional, impulsará una curiosa inercia que lo hará desplazarse
velozmente hacia el lugar en el que infligirá más daño y acrecentará su
momificación. Sé que el conflicto no posee realidad extramental, que vive en la narración tramada por los actores que lo protagonizan, pero también sé que ese relato despereza sentimientos de exclusión en una de las partes si la otra muestra desinterés por construir una historia común que sustituya satisfactoriamente a la que ha inaugurado la divergencia. Teniendo esto muy presente, no deja de maravillarme la contradicción que supone que un conflicto
sea inoperante para solucionarse por sí mismo, pero sea tan resolutivo para
agigantarse sin necesidad de que nadie haga nada con él.
Ante la emergencia de un conflicto podemos desplegar
distintas respuestas. Cuando sólo pensamos en la salvaguarda de nuestros intereses sin atender los del otro, competimos. Cuando pensamos en satisfacer nuestros
propósitos y también los de nuestro interlocutor para amortiguar así el
desacuerdo, colaboramos. La acomodación consiste en darle una mayor estimación
a los intereses del otro que a los nuestros. Cuando somos creativos para colmar
nuestros intereses y también los de nuestro interlocutor y rastreamos opciones
conjuntamente a fin de dar con las mejores, entonces nos comprometemos y
cooperamos. Cuando deseamos que todo siga
igual y nos resulta indiferente el interés del otro, entramos en la evitación. Sin embargo, la incomparecencia ante un conflicto no significa la volatilidad del
conflicto. Si uno no presta atención a un conflicto, ya se encargará él de que cambiemos de opinión. La experiencia insiste en recordarnos que los conflictos nunca
se resuelven solos, pero ellos solos se bastan y sobran para multiplicar mágicamente su inhospitalidad y la cantidad de daño con la que arponear a quienes lo ningunearon.
El conflictólogo Deutsch cita tres escenarios distintos ante un conflicto. El conflicto está en la realidad y es percibido, el conflicto está en la realidad y no es percibido y, por último, el conflicto no está en la realidad pero es percibido. Creo que falta un cuarto escenario. El conflicto está en la realidad, es percibido por las partes pero una de ellas se inhibe como parte implicada. Aunque parezca una
tautología, el conflicto sólo se soluciona si los implicados desean
solucionarlo, lo cual exige como premisa que las dos partes se sientan implicadas. Resulta una perogrullada, pero para resolver un conflicto
necesitamos inexorablemente la colaboración de aquel con quien nos ha estallado. Partiendo de esta premisa, un conflicto no se soluciona por más empeño que ponga uno en su
resolución, si la otra parte no está por la labor. He escrito solucionarlo y no zanjarlo o terminarlo, que no es lo
mismo.
Existe profusa bibliografía en la que se listan qué elementos intervienen
en un conflicto. Sintetizando podemos señalar una abigarrada mixtura en la que aparecen las personas que lo
protagonizan, las posiciones que mantienen, los intereses que persiguen,
los grados de poder que esgrimen, los sentimientos que afloran en la interacción, el tipo de relación, la
percepción del problema, los valores personales, los protagonistas secundarios que muchas veces no se ven pero que guardan una incidencia estelar. Creo que un elemento primordial que habría que añadir en la fisonomía del conflicto es
el deseo de solucionarlo, y su anverso, el deseo de eternizarlo. En las clases y talleres yo
suelo repetir que del mismo modo que dos no riñen si uno no quiere, dos no
compatibilizarán jamás la discrepancia si uno de ellos no está dispuesto a ello. El deseo de solucionar el
conflicto prologa y posibilita la gestión y la posible resolución del conflicto. Ese deseo se nutre de la salud cívica, el alfabetismo sentimental, la epidérmica conciencia de interdependencia, la
cultura del acuerdo, la pedagogía del diálogo, el ideal regulativo de la paz, la sensibilidad ética, el conocimiento del
politeísmo de valores personales en la acción humana y por tanto la necesidad de aprender a convivir con la disparidad y la contradicción. Ese deseo no solo ejerce de vanguardia. Ese deseo evita la soledad del conflicto. Y ya sabemos que nada bueno puede ocurrir cuando el conflicto anda por ahí él solo.