martes, marzo 12, 2024

«Lo importante nunca está aquí y ahora»

Obra de Serge Najjar

Recuerdo que de adolescente me impactó la lectura de un verso de Baudelaire cobijado en El esplín de París. Escrito con una musicalidad hipnotizante rezaba así: «Nunca estoy bien en ninguna parte y siempre creo que estaría mejor en el lugar en el que no me encuentro». Lo escribió en 1869, pero es el epítome perfecto para explicar en qué consiste la subjetividad neoliberal que coloniza el siglo XXI.  Del mismo modo que el antónimo del capitalismo es suficiente, para la neoliberalización del sujeto y su exacerbación del deseo lo pleno de la vida siempre está en el lugar que aún no hemos arribado, siempre en cualquier ubicación menos allí donde nos encontramos. La lúcida prosa de Amador Fernández-Savater lo expresa con brillantez: «Ya nada es lo que es, sino lo que podríamos ganar con ello. Siempre puede haber algo más, algo mejor. Mejor que la persona que tengo al lado, mejor que que el lugar en el que me hallo, mejor que lo que estoy haciendo. Vivir aquí y ahora implica una renuncia insoportable a lo que podría ser, es de losers». Sea lo que sea que dispongamos resulta anodino y mediocre en comparación con lo que podríamos conquistar. He aquí una de las razones de la consolidación del mundo líquido observado sagazmente por Zygmunt Bauman. No es solo que los vínculos afectivos con las personas tanto allegadas como distales se hayan debilitado, es que el vínculo con nuestro propio deseo se ha resquebrajado. El deseo no tiene límite. He aquí la neoliberalización del sujeto.

La ilimitación del deseo permite entender muchos de los enunciados que cercan nuestra vida compartida. El credo neoliberal reprobará cualquier atisbo de disfrute prolongado en el presente. Fiscalizará que consideremos que la materialidad o la intelectualidad de nuestras condiciones son suficientes para una vida buena («hay que salir de la zona de confort»). Criticará que nos entreguemos a la aceptación de nuestra vida tildándonos de conformistas, mediocres y adocenados. Frente al toda la vida es ahora que cantan los poetas, para el orden neoliberal toda la vida es luego y nunca suficiente. La vida es una subordinación a los mandatos productivos bajo la ilusa creencia de que algún día esa productividad será recompensada con el acceso a una vida plena. Emerge así un presente hipotecado por la ideación de un futuro mejor, y no como un momento en el que sentir la gozosa inconmensurabilidad de la existencia, percibir que cada acción en la que desplegamos el ser que estamos siendo a cada instante trae adjuntada su propia gratificación. Precisamente en Gozo, Azahara Alonso comparte una reflexión en la que es fácil encontrar sentimientos de pertenencia: «Cuando me pregunto por qué solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo». Esta reflexión me recuerda a un verso de Rimbaud: «La vida verdadera está ausente». ¿Ausente de dónde?, nos podríamos preguntar. De la propia vida, sería la descorazonadora respuesta.

«Lo importante nunca está aquí y ahora, en este pedazo de realidad concreta que comporta con estos otros también concretos, sino siempre “más arriba”, “más allá”, “más tarde», prosigue Amador Fernández-Savater en las páginas de su reciente ensayo, Capitalismo libidinal. El presente es un lugar vaciado de la palpitación de una vida que se mostrará plena cuando más adelante se cumplan los proyectos que hemos urdido para ella. Evidentemente esos proyectos se van aplazando y la vida es lo que vendrá después, la alegría es lo que está más al fondo, el bienestar lo proveerán los objetos que adquiriremos algún día, las experiencias que nos aguardan, los momentos que viviremos cuando estemos más desahogados, las elecciones que ahora no podemos tomar pero que adoptaremos en cuanto dispongamos de más tiempo y más recursos. Provoca una mezcolanza de extrañeza y aflicción constatar que la vida es aquello que se aloja en un futuro que nos gratificará por haber llevado una vida vaciada de lo que esperamos de la vida. Hemos hecho de la vida una ficción que se concreta vaporosamente en lo que vendrá luego y no en lo que acaece ahora. Hace poco leí a Marina Garcés que las personas somos muy descreídas, pero muy crédulas. Esta concepción de diferir la vida es una prueba de esta credulidad. La credulidad se sostiene en que parece que seamos seres inmortales y que por tanto es sensato postergar indefinidamente la vida.

   

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martes, marzo 05, 2024

Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos


 
Obra de Helena Giorgiou
Se le atribuye a Kant la máxima que reza que la autoestima es un deber de cada persona consigo misma. Estoy de acuerdo con esta prescripción, porque una valoración positiva y una narración afable sobre nuestra propia persona coopera a que nuestra instalación en el mundo sea la mejor de las posibles.
Ahora bien, como ciudadanía tenemos el deber cívico de crear contextos que propicien la irrupción de las pasiones alegres en mayor cantidad que las pasiones tristes en cualquier conciudadano, coadyuvar a que los sentimientos de apertura al otro prevalezcan sobre aquellos otros que propenden a desarticularnos por dentro y por fuera (odio, envidia, resentimiento, amargura, alegría por la desdicha ajena, rivalidad, competición). Toda vida que pueda desplegarse con alegría hacia lo que considera satisfactorio para ella porque tiene capacidad de agencia para decidirlo y hacerlo, es una vida que mejora el alrededor comunitario del que forma parte. Una persona que pueda vivir lo que le resulta significativo sin perjudicar a terceros es una persona con más probabilidades de ser mejor consigo misma y con los demás. Este propósito es privativo, pero precisa de un cosmos político cuidadoso y atento con estas querencias tan humanas. Ahí radica nuestro deber como ciudadanía, y el de nuestros representantes como decisores políticos.

Aunque la creencia popular nos ha inculcado que el mundo afectivo es el resultado de intrincadas operaciones de cariz personal, resulta tremendamente subsidiario de las condicionantes situacionales de las que indefectiblemente forma parte nuestra persona. No somos entidades insulares, somos existencias al unísono, y ese unísono está configurado por el diseño político y económico. Cuando abandonamos el útero materno no llegamos a un sitio yermo, sino a un útero cultural del que no podemos sustraernos. Los contextos orquestan ideas, actitudes, hábitos, valores, sensibilidades, deseos, juicios, procedimientos, prácticas, imaginarios, afectos, estilos sentimentales. La capacidad autodeterminadora del contexto puede fácilmente provocar la corrosión del carácter (Richard Sennet), precipitarnos contra nuestra voluntad a la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), azuzarnos a la era del vacío (Lipovetsky), saturarnos el yo (Kenneth J. Gergen), fragilizar nuestros vínculos con los demás y con nuestros propios deseos hasta convertir el mundo en un lugar líquido (Zygmunt Bauman), subyugarnos déspotamente por la tiranía del mérito (Michel J. Sandel), exigirnos una competición tan descarnada en aras de ser productivos para el mercado que deseemos desaparecer (David Le Breton), nos encadene a las nuevas soledades (Marie-France Hirigoyen), o nos invite a adherirnos a la derechización del malestar (Amador Fernández-Savater). 

Esta relación umbilical de lo político y el entramado afectivo personal debería ocupar mayor espacio en la conversación pública. Como bien señala el adagio, somos más hijos de nuestro tiempo (ethos social) que de nuestros padres. El zeitgeits determina nuestros sentimientos mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir. Sabemos que cuanto más degradados y depredatorios son los contextos sociales, menos cordiales son los sentimientos que brotan de las personas. El miedo, la zozobra, la incertidumbre, la precariedad, la rivalidad, la pugna, la desigualdad, no suelen inspirar sentimientos de apertura al otro (alegría, admiración, compasión, bondad, cuidado). Cuando en las interacciones afluye el afecto, nos humanizamos y los sentimientos que suelen comparecer devienen adalides de lo justo, lo ético, lo recíproco. Sin embargo, cuando el afecto se diluye, cosificamos a los demás, la ética se volatiza y podemos pretextar líneas de conducta y estructuras consideradas por una mirada neutral como muy poco escrupulosas. Conocedores de estos tropismos tan humanos, deberíamos aceptar el deber civilizatorio de pensar y escrutar fórmulas de imparcialidad en las que sobrevivir no impida vivir (y por lo tanto no instigue lo peor de nuestra persona), y que vivir lleve intrínsecamente el deseo de configurar formas de existir en las que todas y todos podamos erigirnos en acreedores de una vida buena. Paul Ricoeur compartió la tríada ética compuesta por el deseo de una vida realizada con y para los otros en el marco de instituciones justas. Difícil superar un propósito más hermoso.

 

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