martes, noviembre 26, 2019

Violencia de género: despreciar la voluntad de la mujer


Obra de Bob Bartlett
Ayer se celebró el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia de Género. El motivo subyacente de esta violencia es que muchos hombres no conciben que las mujeres puedan adoptar decisiones por sí mismas, que se desplieguen como entidades autónomas con capacidad de depositarse en acciones y fines elegidos sin su aquiescencia. Recuerdo mi definición de violencia para unos antiguos manuales universitarios: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarle». Violencia es no aceptar que una mujer pueda elegir libremente, y en tanto que esta unilateralidad no se transige se la agrede o se conmina con agredirla, o con hacerle daño a través de la poco enfatizada violencia vicaria. En su último artículo de su admirable blog, el profesor Fernando Broncano habla de estas violencias como miedo a la libertad, miedo a la autonomía del otro, en este caso de un otro mujer. No es por tanto un problema de las mujeres, sino de los hombres y nuestras prácticas patriarcales, que afectan tan gravemente a las mujeres que incluso son asesinadas. Escribo esto porque es inusual poner el foco en los hombres, que son los victimarios, y sin embargo es frecuente no quitarlo de las mujeres, que son las víctimas. Este viraje para centrar el problema en quien realmente lo tiene lo leí en una pancarta en una de las manifestaciones que se celebraron ayer: «La escolta a él, que es al que hay que vigilar». 

Kant afirmaba que el amor es hacer propios los fines del otro, una definición preciosa que permite entender cómo en el amor aparece el cuidado, el reconocimiento, la admiración, el afecto, la complicidad, la confianza, todo lo que la acción machista fractura. La violencia machista intenta quebrantar la autonomía de la mujer, dejarla sin fines para convertirla en un medio para los suyos. Es sencillo colegir que el mayor acto en contra del amor es el acto violento. En la violencia no se celebra la voluntad del otro, aquello por lo que los seres humanos nos hemos dado el valor intrínseco y común de la dignidad. Respetar esa voluntad es respetar la humanidad que hay en el otro y a la humanidad de la que formamos parte. Recuerdo una conferencia que pronuncié hace dos años en la facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado procedimientos que posibiliten el entendimiento sin necesidad de agredirnos, y que esos hallazgos compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre la fuerza (que es como se titula mi último ensayo). En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en devastarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento, o si lo hay forzado por el miedo al daño directo o vicario. Disponer de capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida humana. Con un juego de palabras se puede construir otra definición de violencia. La violencia es el acto con el que se intenta la abolición de la volición. La pura cosificación.

Al desnaturalizarse el relato secular de la dominación del hombre sobre la mujer, el maltratador necesita mantener esa subyugación con la instrumentalidad habitual en los entornos violentos, pero también con los micromachismos que seguro muchísimos practicamos sin advertirlo y que producen hábitos y hermenéutica. Se agrede y se coacciona a la mujer que no se domina, y se agrede y se sojuzga porque en la lógica patriarcal esa dominación se da por supuesta. Precisamente mostrar insubordinación al no ejercer un papel congruente con las tesis del patriarcado se considera un acto subversivo porque cuestiona la propia dominación, la consustancial idea de superioridad y sobre todo la de no convertirse en propiedad de nadie. Malentender el amor con herramientas conceptuales herrumbrosas y con narraciones de poder y sumisión subrepticios es un nutriente muy fértil para la violencia. Ayer asistí a una obra de teatro que trataba este tema y, fuera de la estructura caracterial del patriarcado, los testimonios de los personajes masculinos que ejercían violencia sobre sus parejas femeninas eran tan burdos y caricaturescos que era imposible no sentir vergüenza ajena. Uno de los mayores actos de amor en el binomio sentimental es respetar la decisión de nuestra pareja sobre todo cuando esa decisión malogra nuestros intereses de pareja. Se trata de respetar la voluntad del otro, aquello por lo que los seres humanos nos hemos dado el valor común de la dignidad. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos elegir porque tenemos voluntad. Cualquier acto que la contravenga sin la participación del diálogo y la deliberación es cualquier cosa menos amor. Aprenderlo es aprender a amar.



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martes, noviembre 19, 2019

Entrenar la empatía es entrenar la imaginación


Obra de Francine Van Hove
Cuando en alguna ocasión algún amigo o algún allegado me ha comentado que no puedo imaginarme el dolor que siente por la presencia de un acontecimiento aciago en su vida, siempre contesto del mismo y sincero modo: «Es una pena que no pueda imaginármelo, porque precisamente lo único que puedo hacer para entenderte y ayudarte es imaginármelo». Se tiende a minusvalorar el papel de la imaginación en la afectividad humana, pero su función adivinatoria es nuclear en las relaciones interpersonales. Gracias a que podemos imaginarnos la estatura y la intensidad de lo que le ocurre al otro podemos hacer mucho por él, y por extensión también por nosotros (la capacidad predictiva de la imaginación opera tanto con la otredad como con la mismidad). Puedo imaginarme el dolor del otro porque puedo imaginarme perfectamente ese dolor en mí, y puedo hacer ambos malabarismos porque tanto ese otro como yo somos seres semejantes en lo esencial, incluso aunque acaso seamos polarmente dispares en nuestras identidades. En Los ángeles que llevamos dentro, el controvertido Steve Pinker teoriza que la humanidad empezó a progresar éticamente en el momento en que se preocupó del sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta? La explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la lectura de novelas epistolares. Se cultivó y se fertilizó la imaginación.

La democratización de los libros en los que se guarecía el conocimiento y sobre todo de las novelas inauguró un hito evolutivo. Las personas comenzaron a ver y comprender las tribulaciones y las ideas que no eran ni de ellos ni formaban parte del siempre diminuto círculo empático. Al abrirse al otro a través de la mediación imaginativa se eliminó la distancia que los separaba. Les permitió advertir que con esos personajes novelados compartían enormes semejanzas en lo radical, prólogo insorteable para sentir y reconocer la membresía a la humanidad. Los seres humanos comenzaron a dialogar en su fuero interno con otras realidades y otras cosmovisiones, a confrontarse con lo que sentían personas con las que la vida cotidiana jamás les pondría en contacto. La lectura de ficción permitió al ser humano discurrir desde una posición de observación distinta, absorber otras miradas y otros angulares, tamizarlo todo por enfoques caleidoscópicos, producir experiencia sin necesidad de experimentarla en la propia biografía. La lectura de otras vidas ensanchó la vida. Las neuronas espejo, las neuronas descubiertas por Giomo Rizzolatti que nos permiten vivir como nuestros los actos ajenos solo con examinarlos (o con leerlos, puesto que la lectura es pura indagación), facilitaron todo este trasvase de hermenéutica y empatía. Gracias a este prodigio neuronal la imaginación estimulada por la observación y la lectura funda los mismos impulsos electroquímicos en el cerebro que los procedentes de la realidad. Escrutar el mundo desde prácticas culturales diferentes deviene herramienta de aprendizaje de primerísimo nivel. 

En Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción, el novelista y ensayista Jorge Volpi realiza un análisis encomiástico del papel de la ficción en la producción tanto de imaginarios como de argumentarios. «En las novelas y en los relatos se cifra una de las mayores conquistas de nuestra especie: la posibilidad de experimentar en carne propia, sin ningún límite, todas las variedades de la experiencia humana». La bella escritura de Volpi insiste en esta idea brújula: «Una de las funciones centrales de la ficción literaria es colocarnos en el lugar de los otros: al hacerlo no solo nos preparamos para futuros posibles, sino que, al sucumbir a otras vidas y otras emociones, aprendemos quiénes somos nosotros mismos –leer una novela supone un desafío creativo y un ejercicio de autoanálisis». Totalmente de acuerdo con el escritor mexicano. De hecho, uno no lee, se lee a través de lo que lee. Un buen ejercicio para entrenar la empatía es la sumersión en los artefactos narrativos que hemos inventado los seres humanos para hablar de nosotros mismos. En estos artefactos se deposita el material del que están hechas nuestras zozobras, aquello con lo que rellenamos nuestras expectativas, el alimento con que nutrimos nuestros proyectos, las formas en que podemos tratarnos los unos a los otros y qué sentiremos según qué procedimiento elijamos. También sirve la conversación, el encuentro cálido con el otro, pero los artefactos de la ficción nos permiten dialogar con aquellos radicados muy lejos de nuestra territorialidad íntima. La empatía precisamente intenta este expansionismo. 

Erráticamente creemos que la empatía es ponerse en el lugar del otro, pero no es exactamente así. La empatía consiste en pensar cómo nos gustaría que nos tratase ese otro si él estuviera en nuestro lugar, y después de imaginarlo trasladarlo a la acción. Las novelas, las canciones, los poemas, las películas, los cuentos, los cuadros, las obras de teatro, son formatos para expresar en qué consiste la peripecia humana, y al observarla allí plasmada aproximarnos a entender al otro y a entendernos a nosotros. Mientras este fin de semana leía la última novela de Amelíe Nothomb, Golpéate el corazón, he sentido vívidamente los celos maternales, los celos de prestigio, la carencia de afecto, el engolamiento de los títulos profesorales universitarios, la envidia corrosiva, el denuedo por la construcción de una identidad. Y los he sentido y los he metabolizado cognitiva y sentimentalmente sin salir del calor hogareño de mi casa porque puedo imaginarme todo lo que la autora ha decidido compartir con sus lectores, y ahora tras la lectura puedo imaginarlo con más nitidez todavía. Ojalá que cuando alguien se dirija a nosotros para compartir su dolor íntimo, nos susurre algo que debería enorgullecernos como especie, aunque requiera entrenamiento: «Te cuento todo esto porque sé que puedes imaginarte cómo me siento».




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