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martes, octubre 14, 2025

¿Qué es preferible, la Regla de Oro del comportamiento o la de Platino?

Obra de Marcos Beccari

 

En su vertiente positiva la Regla de Oro se formula de la siguiente manera: «Trata a los demás como te gustaría que los demás te trataran a ti». Es una regla que indaga en qué comportamiento sería el más idóneo a fin de perfeccionar la experiencia de la vida compartida. Hay que puntualizar que la Regla de Oro más que una regla alberga las funciones orientativas inherentes a los principios. No lista deberes vinculantes, no concretiza contenidos, no fija una gama de conductas que dispensar, solo indica puntos cardinales que brinden guía y dirección. A pesar de que la Regla de Oro goza de predicamento y plausibilidad, existen voces que la ponen en entredicho. La profesora de Ética y Filosofía Política Belén Altuna ofrece una explicación a este cuestionamiento en su fabuloso ensayo En la piel del otro: «Para empezar, porque el Otro (como yo misma para él o para ella) es a la vez un semejante y un diferente. Por un lado, somos capaces de percibir y apreciar la humanidad que tenemos en común y, por otro, no cabe duda de que el otro es siempre Otro, diferente a mí, tan diferente. Lo característico de la Regla de Oro es que exhorta a practicar una comparación, una analogía: el otro es constantemente comparado conmigo; o al menos son comparados sus intereses, deseos y temores con los míos». En su configuración del compartimiento con el prójimo la Regla de Oro inviste al yo de una potestad extrema. Es la acusación más recurrente de sus detractores.

En la Regla de Oro el yo se ubica en el centro desde el que calibra la mejor forma de tratar al Otro, se relaciona desde una posición de dominio o de cierta narcisificación al considerar preceptiva su propia autorreferencia. Subyace el controvertido principio de que lo que considero que sería un buen trato para mí debe ser considerado un buen trato para los demás. La imputación por lo tanto se resume en que en la Regla de Oro el sujeto agente se desentiende del sujeto paciente e interacciona con él desde el desconocimiento de sus preferencias. Esta deriva se puede enmendar si la regla incorpora lo que admitimos que debería ser un buen trato no para mí ni para él, sino para todas las personas: «Trata a lo demás de tal modo que al hacerlo aprecies su dignidad tanto o más que la tuya». Si el respeto es el cuidado de la dignidad de la que toda persona es acreedora, esta prescripción invita a ser personas respetuosas, prolijas, atentas. A pesar de que se iguala con sus congéneres en tanto que comparte la titularidad común de una dignidad inalienable, en esta regla el yo se mantiene en lugares de privilegio. La regla se puede afinar si las destinatarias no son las personas en general, sino aquellas que queremos y nos quieren. Se incorporaría así una imaginación ética que corrige muchas posibles ambivalencias y aporta una inestimable disposición afectiva: «Trata a los demás como crees que deberían ser tratados tus seres queridos por los demás». El enunciado no logra eliminar al yo en su totalidad, pero lo relega a un papel subalterno. El centro es ocupado por la decantación amorosa. Y cuando hay amor genuino bien expresado el comportamiento se vuelve exquisitamente ético.

La Regla de Platino replantea el comportamiento en la interacción modificando el ángulo de análisis. Descentraliza al yo y doblega su propensión a la autorreferencialidad. Se mitiga así el riesgo de toparnos con un yo que se trata mal a sí mismo o es poco esmerado. El hueco estructural dejado por ese yo ahora secundario es sustituido por el tú o por un ellos abarcativo y sin género: «Trata a los demás como ellos deseen ser tratados». El yo se pliega a los requerimientos de unos ellos que dejan de ser tratados por el yo como el yo contempla que le deben tratar a él. La Regla de Platino impregna las decisiones con la presencia de los otros a quienes se les trata con la deferencia de situarlos en primer lugar. Se produce una inversión del celebérrimo postulado cartesiano «pienso, luego existo». Por supuesto que se piensa, pero no para verificar a través del concurso del raciocinio la propia existencia, sino que es el ejercicio racional quien nos dictamina la existencia de un otro sin el cual existir como humanos se antoja imposible. Frente al «pienso, luego existo», se alenta un «pienso, luego existes». De esta constatación nace el comportamiento ético. 

La forma de saber cómo quiere ser tratado el otro consiste en ofrecerle un espacio donde su palabra sea atendida. Escuchar es documentar la subjetividad  de quien articula la palabra para personalizarse. Igual que nos personamos cuando nuestro cuerpo acude a una cita, nos personalizamos cuando la palabra es recibida para ser escuchada. La palabra escuchada permite la proeza pocas veces elogiada de hacer visible lo que los ojos no están facultados para ver. Antonie de Saint-Exupéry lo abrevió de un modo precioso en El principito«lo esencial es invisible a los ojos». Sólo podemos ver lo que no se ve del otro escuchándolo. La visibilidad de lo íntimo, a diferencia de lo privado, se hace factible cuando se autorrelata. Sólo puedo tratar al otro como el otro quisiera ser tratado si he tenido la consideración de poner mi atención en como quiere ser tratado. Paradójicamente la Regla de Platino parece subsidiaria de la Regla de Oro: «Escucha al otro como te gustaría que te escuchasen a ti, y luego trátalo siguiendo las orientaciones que te ha compartido con sus palabras».  

 

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martes, julio 22, 2025

Memoria para impugnar el presente e imaginación para crear el futuro

Obra de Anna Davis y Daniel Rueda

Leo en el formidable último libro de la escritora y activista Rebecca Solnit, El camino inesperado, que «si la gente es miope cuando mira al pasado, también lo es cuando mira al futuro».  Estudiar la historia humana desde marcos temporales amplios supone contrarrestar esas dioptrías cognitivas y comprobar con evidencia empírica cómo van mutando las mentalidades, que son las que cambian el mundo que habitan esas mismas mentalidades. Solnit describe con una belleza conmovedora la enorme pedagogía disidente que alberga el análisis de la historia de la humanidad, «contemplar el lento transitar de las ideas desde los márgenes hasta el centro, ver cómo aquello que primero es invisible y después se considera imposible se acaba convirtiendo en algo ampliamente aceptado». La historia no es que esté atestada de ejemplos que nos enseñan que lo que una vez se consideró descabellado ahora nos parece tan necesario que ya no podemos concebir el mundo sin su presencia, es que está constituida por este poderoso e inacabable impulso de inteligencia creadora. Para observar algo así se requiere amplia mirada histórica. Desafortunadamente nuestras deliberaciones sobre lo posible utilizan la corta de alcance mirada biográfica. 

Uno de los propósitos más encomiables de la evaluación crítica es no dar por sentado lo que damos por sentado, o al menos someter a escrutinio por qué damos por sentado lo que quizá es muy discutible, y la mirada histórica es fantástica para este cometido que pone en entredicho la inmutabilidad del presente con la ayuda del pasado. Contemplar en retrospectiva cómo se registraron cambios que eludieron la capacidad predictiva de los analistas de la época es un motivo más que suficiente para que no le pongamos ninguna traba a nuestra imaginación. La memoria es una colaboradora inestimable para la imaginación y la novedad, del mismo modo que la amnesia o el olvido son coadyuvantes de lo establecido, de alentar una inacción ignorante de la historia y los perennes cambios que la configuran. Ocurre que estamos anegados de noticias de actualidad, una hiperinflación de estímulos informativos desperdigados y fragmentados que opacan la historia y la posibilidad de entenderla con criterios de causalidad. La actualidad es información sin pasado y sin contexto, que es el lugar donde habitan los matices, las especificidades, los pormenores, aquello que hace que las realidades se vayan determinando de una manera en vez de otra. Esta sobresaturación de actualidad y ruido del ahora promociona un pensamiento apresurado que desdeña el análisis contextual y se olvida de cómo las ideas se forjan de manera incremental más que de forma explosiva, omisión funesta para fomentar conciencia y activismo. Solnit explica que «una de las cosas que desaparecen cuando solo se mira lo inmediato es que prácticamente todo cambio es gradual y que incluso las victorias absolutas suelen ir precedidas de pasos intermedios». Utiliza una metáfora hermosa para ilustrar esta orillada obviedad. «Hay que recordar que un roble fue una bellota y después un frágil arbolillo».

Daniel Innerarity cifra en cinco las grandes dimensiones de la inteligencia humana, que se pueden sintetizar en disponer de una poderosa imaginación y aplicar sobre sus resultados exigentes criterios de evaluación: capacidad de habérsela con la novedad, cuestionamiento y ruptura con lo existente, capacidad crítica, gestión de la incertidumbre y aportación de nuevas ideas. La imaginación tiene un papel estelar en el cometido epistemológico, y resulta harto incompresible cómo ha sido relegada de la creación política. ¿Por qué apenas empleamos potencia imaginativa en dilucidar qué tendría que ser una vida buena en el tiempo histórico y tecnológico que nos toca vivir? ¿Por qué que aceptamos que hace años no podíamos imaginar lo que ahora es factible y sin embargo nos cuesta tanto admitir que pueda ser factible dentro de unos años lo que ahora imaginan quienes cultivan esa fabulosa facultad cognitiva, o directamente lo reprobamos como quimérico e imposible? Si vivimos en un mundo inimaginable para nuestros antepasados, por qué esta cerrazón a imaginar en el horizonte formas más reconfortantes y justas de organizar la existencia. Los filósofos Nick Srnicek y Alex Willlian hablan de parálisis en el imaginario político. En Los límites de lo posible Alberto Santamaría sostiene que «la imaginación ha ido perdiendo progresivamente su estructura crítica, su factor desestabilizador del orden en tanto que desvío de los postulados comerciales».  

Creo que esta preocupante deriva y esclerosis de la imaginación encuentra alianzas cognitivas en el sesgo de la negatividad que hace que propendamos a fijarnos en aquello que nos provoca miedo o indignación, que además es el nutriente natural de los informativos diarios. Este tropismo es muy dañino para la imaginación política puesto que antepone la resistencia a lo que nos provoca temor sobre aquello susceptible de darle una forma más gratificante al futuro y a las posibilidades de acción. Es muy palmario que todo lo que vemos ahora a nuestro alrededor hubo un momento en que no existió, y si ahora existe es porque alguien tuvo la osadía de imaginarlo. Solnit nos precave contra el desaliento y la inacción tan propios de la mirada biográfica: «El mundo está escrito por un número infinito de personas, una de las cuales eres tú, y los desenlaces sorprendentes a menudo se deben a la intervención de actores a los que se había menospreciado». Conviene recordarlo entre tanta actualidad.

 

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martes, julio 15, 2025

Aporofobia, chivos expiatorios y la dicotomía Nosotros-Ellos

Obra de Didier Lourenço

Escribe la filósofa estadounidense Martha Nussbaum que «el odio a uno mismo se proyecta con demasiada frecuencia hacia fuera, hacia "otros" particularmente vulnerables; de ahí que las actitudes de la persona hacia sí misma sean un elemento clave de toda buena psicología pública». Dicho desde la dimensión política. El malestar democrático y la sensación de injusticia nacidos del desdén institucional mostrado a las capas con bajo nivel de renta,  abandonadas a su suerte, en favor de cada vez mayores prerrogativas a las élites económicas en los momentos más lacerantes de la crisis financiera de 2008, es un factor situacional idóneo para incentivar y azuzar el odio e instrumentalizarlo partidistamente a través de la génesis de un chivo expiatorio. La víctima expiatoria logra que el problema se desplace lejos de su genuino origen, y se confunda el síntoma con la causa. Es un dinamismo insensato y deletéreo, pero fabuloso para enmascarar el verdadero origen de numerosos problemas sociales. Como odiar es odiarse, es muy sencillo elaborar eslóganes con los que captar apoyo electoral entre quienes están descontentos con su vida simplemente eligiendo un chivo expiatorio. El resentimiento se desplaza a un grupo precario sin capacidad ni política ni social para desarticular la narrativa en la que se le inculpa de todos los males. El chivo expiatorio es pura analgesia para el dolor infligido por la frustración y la impotencia. Ocurre que los sentimientos de clausura obnubilan a quienes los hospedan, de tal modo que su potencia destructora se redirige contra otras personas ridículamente estereotipadas, y no contra las medidas políticas y económicas que permiten el curso regular de las injusticias que despiertan ese odio. 

Estos mecanismos cognitivos se están percibiendo con desoladora transparencia en estos convulsos días en los que el chivo expiatorio han sido las personas migrantes. Cabe puntualizar que no hay xenofobia en quienes dirigen su animadversión a las personas foráneas, o demandan una reevaluación deshumanizadora de las políticas migratorias, sino aporofobia, el elocuente término que acuñó Adela Cortina hace ya un cuarto de siglo. Leamos qué dice su autora en el ensayo que escribió en 2017 para teorizar sobre este término y delimitar su campo de acción semántico: «Lo que produce rechazo y aversión no es que vengan de fuera, que sean de otra raza o etnia, no molesta el extranjero por el hecho de serlo. Molesta, eso sí, que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan al parecer recursos, sino problemas. Y es que es el pobre el que molesta, el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que, aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones. De él cuentan los desaprensivos que engrosará los costes de la sanidad pública, quitará trabajo a los autóctonos, es un potencial terrorista, traerá valores muy sospechosos y removerá, sin duda, el 'estar bien' de nuestras sociedades, en las que indudablemente hay pobreza y desigualdad, pero incomparablemente menor que la que sufren quienes huyen de las guerras y la miseria.  (...) Aunque algunas gentes se quejen de que en la vida corriente hablamos en exceso de fobias, lo bien cierto es que, por desgracia, existen, son patologías sociales y precisan diagnóstico y terapia. Porque acabar con estas fobias es una exigencia del respeto, no a «la dignidad humana», que es una abstracción sin rostro visible, sino a las personas concretas, que son las que tienen dignidad». 

En el fabuloso ensayo  Compórtate, la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos, el neurobiólogo Robert Sapolsky dedica gran parte de su estudio a explicar la dicotomía Nosotros- Ellos, inercia tribal imbatible para la constitución del chivo expiatorio. Tendemos a la confianza, la generosidad y la cooperación hacia los miembros de nuestro grupo (Nosotros), y desplegamos un comportamiento acerbado y susceptible de entrañar violencia hacia otros grupos (Ellos). Si convenimos que fascismo es el modo de repudiar  e intentar fracturar cualquier otro sentir que no sea el propio, este propósito confiere arraigo a esta categorización tan agonal de Nosotros-Ellos. Afortunadamente Sapolsky afirma que existen factores que remiten esta peligrosa dicotomía, y, por tanto, me permito agregar, también ayudan a elidir esa renuencia a aceptar sin victimizarse la existencia de pluralidad y heterogeneidad humanas. 

Sapolsky propone entre otros factores preventivos la necesidad de darse cuenta de los  estrepitosos prejuicios con los que construimos las narrativas en las que luego se apoyan nuestros argumentos y creencias, «ser consciente de nuestra sensibilidad a la repugnancia, al resentimiento y a la envidia; reconocer la multiplicidad de dicotomías Nosotros-Ellos que albergamos y enfatizar aquellas en las que el Ellos se convierte en un Nosotros; contactar con un miembro de Ellos en las circunstancias correctas; resistirse al esencialismo; asumir otra perspectiva; y, por encima de todo, individualizar a los miembros del grupo Ellos». Cuando se personaliza y se pone nombre y apellidos a los seres humanos, se humaniza el trato. Cuando nos humanizamos al tratarnos, propendemos a reprimir los juicios precipitados y superficiales. Cuando pensamos sin prisas e intercambiamos pareceres con personas que padecen una historia de sufrimiento, solemos mostrar diligencia y cuidado con la dignidad de la que es titular esa persona por el hecho de ser una persona tan extraordinaria como lo son todas las demás por serlo. La filiación a la humanidad disuelve cualquier dicotomía porque está por encima de todas las que se puedan fabular.   

 
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