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martes, junio 10, 2025

La vergüenza constructiva

Obra de Tim Etiel

La vergüenza es el sentimiento que brota cuando alguien nos descubre realizando una acción que deprecia el valor de nuestra persona, o cuando esa acción ya ha sido ejecutada y de pronto resulta revelada. La vergüenza es el temor a ser sorprendido en falta por la mirada ajena. En su cartografía de las emociones políticas, Martha Nussbaum sostiene que «la respuesta refleja natural de la culpa es la disculpa y la reparación; la respuesta refleja natural de la vergüenza es el ocultamiento». La vergüenza es muy paradójica. No es una virtud, pero sentirla es bueno. Emerge de algo que consideramos no habla bien de nuestra persona, pero cobijarla y que se despabile en determinados momentos sí habla bien de quien somos. Significa que estamos conectados a un marco moral mancomunado. Como sentimiento, la vergüenza guarda funciones profilácticas y cívicas. Nos protege de las demás personas y de la volubilidad de la nuestra. Aquí conviene apuntar de inmediato que según qué dirección tome la vergüenza puede erigirse en disuasoria y muy operativa o discriminatoria y muy devastadora. Existe una vergüenza constructiva dirigida a la propia persona y a la de formar parte de un proyecto ético. Esta vergüenza opera como disuasor, pero también como una palanca transformadora. Quien siente vergüenza teme que el mundo descubra la acción que está a punto de perpetrar y cuyo desvelamiento le acarrearía una devaluación personal. En contraposición, hay otra vergüenza mórbida y destructiva que se nutre de las muchas morfologías de la violencia. Ocurre con el avergonzamiento hostil y crónico impuesto desde fuera con la finalidad de producir estigmatización, daño social o un repertorio de categorizaciones urdidas para marginalizar y discriminar identidades y reforzar jerarquías de poder. No es lo mismo sentir vergüenza por un comportamiento que  te la hagan sentir instrumentalmente por cualquier otra cuestión ajena al trato.

Como se apuntaba antes al citar a Nussbaum, la vergüenza es un sentimiento político. Sobre esta constatación se asienta la zozobra que despierta  afirmar de alguien que es un sinvergüenza. Se trata de una expresión coloquial muy manida, pero en su suelo semántico significa que esa persona está desprovista de uno de los sentimientos más contribuyentes a que se ponga límites a sí misma para no fracturar el espacio compartido. A la persona sinvergüenza le genera indiferencia la mirada de quien representa la dignidad que toda persona se debe a sí misma y a la comunidad con la que está entrelazada en una tupida retícula de valores, normas, principios e ideales. Cuando transgredir aquellos Derechos Humanos que dilucidamos irrefragables para la buena convivencia no entraña vergüenza, entonces nos adentramos apresuradamente en un declive civilizatorio. Esto no significa punir los actos de desobediencia o aquellos en los que se manifiesta la disconformidad a través de la acción política de la protesta, sino aceptar que sin los mínimos que encarna la Declaración Universal la vida digna para todas y todos se torna ensoñación quimérica. 

Todo lo que he compartido hasta aquí es lo que pienso cuando leo una entrevista a la pensadora estadounidense Susan Neiman en la que comenta que «los padres fundadores daban por supuesto que para adherirte al Estado de derecho necesitabas una brújula moral, un sentimiento de vergüenza que haría que alguien te señalaría si decías: A mí me da igual el Estado de derecho»En el ensayo Cómo perder un país, la periodista y escritora turca Ece Temelkuran prescribe la tercera de las reglas para devastar un lugar (y que admite la extrapolación al mundo entero) con una afirmación unívoca: Elimima la vergüenza, en el mundo de la posverdad la inmoralidad mola. En otras palabras, quien anhele demoler un entramado cívico y democrático encontrará el terreno más allanado si sustrae del paisaje social el sentimiento de la vergüenza en su acepción constructiva. 

Llevamos unos lustros en los que no solo no se enmascaran propuestas que deberían implicar vergüenza por promover posturas de odio, ni se recurre a la hipocresía para disfrazarlas, sino que se romantiza la  falta de vergüenza sabiendo que su exhibición en el escaparate público inspirará el alistamiento de multitud de correligionarios. Es el malismo que con tanta sagacidad desglosa Mario Entrialgo en su ensayo de título homónimo. El mal se ha transmutado en un valor reputacional, electoral, comercial, publicitario. Es desalentador observar cómo reciben mayor plausibilidad quienes despliegan posturas antihumanistas en el trato político con las personas más vulnerables y desfavorecidas. En las redes sociales quienes acaparan un número abrumador de seguidores se pavonean de mal comportamiento y se muestran orgullosamente irrespetuosos y maleducados en sus publicaciones. Se exhibe lo desvergonzado como gesto de autenticidad, poder o desafío. ¿Y qué es aquello por lo que deberíamos sentir vergüenza y que está en alza? Prestemos atención a lo que Joan-Carles Mèlich nos susurra en su último ensayo El escenario de la existencia«Ahora el mundo está tan abierto, es tan indiferente a los gritos y está tan acostumbrado al dolor que los actores son incapaces de sentir repugnancia o asco. Es cada vez más difícil establecer relaciones de verticalidad, de respeto, de admiración y de autoridad. Ni siquiera el sufrimiento tiene autoridad». Involucionamos cuando no sentimos vergüenza ante el dolor de los demás, o no nos da vergüenza adherirnos a quienes lo infligen.


martes, junio 03, 2025

Pensar lo humano cuando escasea

Obra de Svetlana Arefiev

Hace unas semanas me hicieron una entrevista en la que se abordaban cuestiones relacionadas con la bondad. Cualquier persona que pose críticamente su mirada en el mundo verá que son tiempos deflacionarios para la bondad y la compasión, así que el periodista me lanzó un interrogante muy acorde con el curso de los acontecimientos que vivimos estos días: ¿Cómo se puede reflexionar sobre la bondad en el ser humano teniendo dirigentes mundiales con tan pocos escrúpulos? La respuesta está subsumida en la propia pregunta. Precisamente la existencia de personas mandatarias indolentes ante el dolor o el sufrimiento que causan, o de instituciones impertérritas ante el daño que infligen a los menos aventajados, nos urge a deliberar en la plaza pública qué vida en común es más conveniente y cómo queremos vivirla sabiéndonos entidades irreversiblemente interdependientes. Que el ser humano haya creado la noción del mal, o de pocos escrúpulos, como se indica en la pregunta, habla muy bien de él. Todos los comportamientos que presumimos reprobables solo se explican desde una idea de bien que vinculamos con lo más humano del ser humano. Lo humano como adjetivo con el que calificamos el comportamiento se debe a la plausibilidad que le otorgamos a lo humano como sustantivo, lo que debería ser la base para cualquier teorización acerca de la vida compartida. Conviene tenerlo siempre presente.

La existencia de dignatarios (lo escribo en masculino porque todos son hombres) que llevan a cabo políticas que originan sufrimiento en las personas más desfavorecidas nos insta a una reflexión mucho más profunda que convendría problematizar más a menudo para no tropezar en el cliché y el lugar común. ¿Qué condiciones sociales, económicas, históricas y psicológicas permiten que surjan, se aplaudan y se mantengan liderazgos que detentan un poder autoritario y plutócrata? Es palmario que estos mandatarios son expresiones de marcos sociales y malestares ciudadanos concretos que no brotan de una nada aséptica y desideologizada. En Biografía de la inhumanidad, José Antonio Marina postula algo cristalino y muy pedagógico. «Hemos comprobado que la inhumanidad comienza por un endurecimiento del corazón, y que este obedece a mecanismos previsibles y manipulables. Por debajo de muchos sentimientos actúan creencias previas, prejuicios, estigmatizaciones categoriales». Unas cuantas páginas más adelante resume que «el deslizamiento hacia la inhumanidad se da en tres etapas: la perversión de los sentimientos, la desconexión moral, la corrupción de las instituciones»Es muy sencillo constatar cómo estas dinámicas operan al unísono desde hace unos lustros en la tenebrosa expansión de ideologías deshumanizantes que nos envilecen como personas, empobrecen las instituciones y fragilizan tanto las democracias que hasta se considera como trivial su posible deceso. Algunos autores conceptualizan esta deriva como neofascismo del siglo XXI. 

Ante este devenir quizá la propuesta filosófica más atinada sea la de pensar posibilidades basadas en una higienización sentimental donde los sentimientos de apertura al otro primen sobre los de clausura (praxis no exenta de profundos exámenes sobre la construcción epistémica de valores y afectos en correspondencia con el cuidado de la dignidad), en la asunción de enfoques proactivos y no solo reactivos que nos vinculen éticamente con quienes conformamos la familia humana, y en exigir a las instituciones comportamientos compasivos en los que la evitación del daño sea el criterio toral por el que se adopte cualquier decisión. No reducir la tarea de pensar solo a la indignación que brota ante lo injusto, sino desplegar la reflexividad también en configurar futuros inspirados por aquello que consideramos admirable y congruente con lo humano en su acepción adjetiva, un ideal en constante evolución desde que una vez un semejante inauguró el pensamiento en plural, y que ahora toca cuidar frente a quienes veneran la regresión a un mundo que infravalora los Derechos Humanos o aspira a desembarazarse de ellos. Es una pretensión que requiere perseverancia porque el sesgo de la negatividad nos hace recrearnos mucho en señalar lo aciago de nuestro alrededor y nos coarta la imaginación para dedicarla a la ficción ética de encontrar horizontes de ruptura y mejora. Como resulta muy fácil que un ser humano resbale por la pendiente de la inhumanidad, y que lo que damos por sentado se degrade de forma acelerada, todas y todos como agentes activos tenemos el deber de seguir dilucidando qué entendemos por humano y qué por inhumano. Y luego explicar cuál de las dos categorías nos embellece y cuál nos envilece. Y finalmente actuar en consecuencia.


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martes, mayo 27, 2025

Sentirse poca cosa

Obra de Tim Etiel

En mitad de la lectura de una novela me encuentro con la coloquial expresión «sentirse poca cosa». Hacía mucho tiempo que no la veía escrita, así que al instante la rodeé con un llamativo círculo para resaltar su presencia en la página. Es  una enunciación sumamente expresiva con un hondo trasfondo. Creo que si pidiera opinión a quienes ahora leen este artículo, sería fácil y rápido consensuar que lo que más daño nos inflige a las personas es que otras personas no nos traten como personas, y lo hagan sin embargo como si encarnáramos cosas. Este sufrimiento podría esclarecer nuestros análisis sobre muchos comportamientos cuya causa no logramos comprender en un primer momento. «Sentirse poca cosa» es una expresión que llama muchísimo mi curiosidad porque no tiene antagonista, nadie afirma «sentirse mucha cosa» cuando alguien muestra respeto y deferencia a su persona. Cuando no nos sentimos bien tratados tendemos a recurrir a expresiones terriblemente lacerantes para manifestar un dolor que necesita metáforas para ser fidedigno: «me trataron como a un perro», «me trataron como a un trapo»«me trataron como basura». Son expresiones que simbolizan humillación y maltrato. 

Nos sentimos poca cosa cuando nos tratan como si no fuéramos titulares de una dignidad frente a la cual toda persona tiene el deber de dispensarle una atención expresada en cuidado. Este deber lo contrae cualquiera en el mismo instante en que admite ser una subjetividad portadora de dignidad. Los mecanismos de cosificación van directos al desmantelamiento de esta dignidad. La cosificación no consiste por tanto en que una persona se transforme en cosa, sino que las demás personas la traten como si lo fuera, esto es, despojándola de agencia y discurso propios. Las personas creamos dinámicas de cosificación cuando nos tratamos como si en vez de sujetos con cuerpo, cognición, entramado afectivo y dignidad, fuéramos objetos (o simples números, como tantas veces sucede en los trámites atestados de burocratización, en el razonamiento estadístico y los macrodatos, en el mundo pantallizado de la racionalidad algorítmica o en la información de las guerras, la miseria y la precariedad). En estos procesos puede ocurrir una objetualización (tratar al otro como un objeto expropiándole su autonomía), deshumanización (retirarle un ser humano la condición de humano, tarea para la que el odio y los prejuicios están perfectamente diseñados), instrumentalización (utilizar a una persona como medio o recurso para colmar intereses, desatendiendo todo lo demás), reducción (encasillar en una diminuta y monocromática característica a una persona marginalizando u opacando todas sus complejidades y particularidades), mercantilización (convertir en mercancía a alguien), y alienación (crear obligadas formas de existencia en las que es usual que las personas se sientan extranjeras en su propia vida). Son muchas las maneras sutiles tanto personales como estructurales que se emplean para que alguien sienta que se le está dispensando trato de cosa.

Nada ni nadie salvo un ser humano nos puede cosificar, y nada ni nadie salvo otro ser humano nos puede humanizar. Los seres humanos nos volvemos humanos en el instante en que otros humanos interactúan con nuestra interioridad. Evidentemente la relación ha de irradiar cordialidad y hospitalidad, porque hay relaciones que ensombrecen la vida de quienes participan de ellas. La relacionalidad nos humaniza. El número básico en el universo humano no es uno, sino dos. Hegel sostenía que para ser un ser humano se necesitan dos seres humanos. En El escenario de la existencia, Joan Carles Mèlich refrenda esta tesis y aporta incisividad: «La alteridad es más importante que el yo. De hecho, es su condición de posibilidad». Creo que no solo necesitamos a otro humano para ser humanos, apremia la configuración de espacios y tiempos para que esos dos humanos se encuentren y se reconozcan en una reciprocidad que los aprovisione de la posibilidad de humanidad. Humano proviene de la palabra humus, tierra, es decir, somos seres ligados a lo terrenal, a lo pequeño, procedencia que cuando se asume con modestia epistémica sedimenta en una conducta que arrebata cualquier atisbo de vanidad y engreimiento. Hay una insignificancia balsámica que nos divorcia de importancia alguna y nos libera de la subyugación de creer que sin nuestra presencia el mundo se desmadejaría. Sentirse poca cosa cuando un tercero nos recuerda nuestra pequeñez para mofarse de ella es muy doloroso. Saberse poca cosa porque advertimos la enigmática inabarcabilidad de todo lo que nos rodea y nos induce al aprendizaje de nuestra fragilidad es muy sensato. El primer acto es una humillación. El segundo es humildad. El primero es una herida, el segundo es un umbral. Aunque parezca antitético, es la humildad la que puede evitar que una persona se sienta humillada porque le hagan  sentir poca cosa. 


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martes, mayo 20, 2025

No existen los monstruos, pero sí las monstruosidades

Obra de Tim Etiel

En los encuentros que mantuve el curso pasado con motivo de la publicación del ensayo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia, una de las cuestiones más recurrentes de quienes asistían era preguntar si el ser humano es bueno o es malo por naturaleza. Es una interrogación que también aparece en las páginas del libro. Es muy sencillo responder a esta cuestión: la pregunta no es pertinente. El ser humano no es ni bueno ni malo, sin embargo sí pueden serlo sus cursos de acción. Conceptualizamos como bueno o malo un acto de acuerdo al daño que causa en los demás y en la convivencia a la que indefectiblemente nos anuda nuestra condición de seres vinculados.  El  mal es la perpetración deliberada de un daño perfectamente evitable, por eso en todo mal hay un componente elevado de gratuidad que acrecienta el halo maléfico del acto mismo. Es gratuito porque ese daño era eludible, pero intencionalmente no se quiso eludir. En contraposición, la ideación del bien señala toda acción encaminada a ampliar el bienestar y el bienser de nuestros semejantes. Lo humano, demasiado humano, es que en unas ocasiones se puede obrar bien, en otras mal, y lo más frecuente es que ambas disposiciones se presenten amalgamadas en porcentajes dispares en ese flujo inacabable de acciones que acaban insertas en un mundo cuajado de ambivalencias. A las personas que anhelan colocarlo todo en rígidos moldes maniqueos les cuesta entender que una persona que se comporta de una manera amable en un círculo de actuación pueda luego conducirse de manera éticamente reprobable en otro. Coligen que quien actúa mal es una mala persona y no tienen reparo en negarle tanto la posibilidad de redimirse como de obrar bien en otras esferas y con otras personas. Es una tranquilizadora forma de negar la resbaladiza existencia de ambigüedad, disonancia y borrosidad en la plástica experiencia humana.

Siguiendo esta lógica esencialista y maniquea, resulta sencillo tildar de monstruo a quien comete actos monstruosos. Los monstruos no existen, pero sí las conductas que no dudamos en calificar de monstruosas. Cuando Hannah Arendt acudió al juicio en Jerusalem del gerifalte nazi Adolf Eichmann, sobresaltó a la comunidad internacional al considerar que Eichamn no era ningún monstruo, como su espeluznante historial de muertes podía hacer prever, sino una persona muy similar a  cualquier otra que a fuerza de obedecer órdenes había banalizado el mal. Lo monstruoso era constatar que una persona con capacidad de mandar a la muerte a miles de personas operaba con un desarrollo moral equivalente al de una criatura de cinco años (según la taxonomía de Kohlberg). Matar era para él algo ordinario porque su vínculo de subordinación le instaba a someterse a los mandatos de una autoridad vertical y de paso evitar el castigo que supondría la desobediencia. Arendt advirtió que Eichamn no hospedaba ninguna criatura monstruosa en su interior, pero que al estar mal configurado éticamente cometió monstruosidades. La banalidad del mal acuñada por Arendt nacía precisamente de la irreflexión a la que se atuvo Eichamnn. Se saldaba que no había maldad en sus actos, había una escandalosa irreflexión que lo conducía a obedecer órdenes asesinas exonerándose a la vez de responsabilidad alguna. Curiosamente abdicar de pensar le desresponsabilizaba de ser compasivo. Es fácil extrapolar  este mecanismo de comportamiento a las decisiones administrativas y tecnocráticas, a los algoritmos opacos, a las medidas políticas de todo tipo, o a las prácticas corporativas que, sin una intención última de hacer daño, terminan legitimando posturas deshumanizadoras. 

Obviamente hay males cometidos con plena conciencia, pero si la irreflexión nos mantiene en narrativas propias de estadios morales ínfimos, deberíamos aceptar el deber cívico de pensar y hacer un uso público de la razón, ascender de la mera evitación del castigo a articular nuestra conducta conforme a principios e ideales en cuyo cénit se encuentre la dignidad humana, el valor común del que es titular toda persona por el hecho de ser persona, y cuyo cuidado se torna deber para todas las demás expresado a través del respeto. Si el mal florece por la omisión de pensamiento, la escuela debería ser un lugar de pensamiento ético. No es casual que el colapso del pensamiento moral opera allí donde el discurso crítico ha sido desmantelado. Pensar éticamente no es solo razonar con claridad, también es sentir con hondura, como lo refrendan actos de valentía ética que emergen del pensamiento activista y de la compasión lúcida. Si queremos moralizarnos, estaría bien elevar a imperativo colocar la mirada en el valor de la dignidad, y facilitar que el sufrimiento de las personas tome la palabra poniendo nuestra atención a su servicio. Toda reflexión que no converja en la dignidad y el sufrimiento de las personas, o que esgrima retórica política para pretextar por qué no concluye ahí, es una reflexión vaciada de ética. Una reflexión sin genuina reflexión.


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martes, abril 08, 2025

Vida buena, buena vida

Obra de Tim Etiel 

El capitalismo se puede definir de múltiples maneras, y una de ellas es apelando a su antónimo. Probablemente la palabra que significa justo lo contrario de capitalismo es suficiente. Dicho de otra manera más sencilla: el capitalismo es una forma de habitar la vida en la que nunca nada puede dejar satisfecho a nadie. Hace unos años Guilles Lipovetsky escribió un aleccionador ensayo titulado La sociedad de la decepción en el que escrutaba el papel generativo de la insatisfacción como elemento medular del sistema capitalista. Se requieren personas insatisfechas que palíen este malestar a través de prácticas ligadas al intercambio monetario, o a una autorrealización vinculada con prácticas laborales rayanas a la autoexplotación, y tan desvitalizadas que la disponibilidad de tiempo se tome como un privilegio. Una persona contenta con lo que ya tiene estaría cometiendo la horrible imprudencia de estar colocando palos en la rueda del sistema. Para evitar este fatal desenlace existe una ubicua industria de la persuasión destinada a que cualquier persona se pliegue a considerar que le hace falta lo que le falta, y se entristezca por ello, o al menos sienta menoscabada su alegría, y ponga toda su subjetividad al servicio de su consecución. 

Para afrontar este propósito, la industria de la persuasión homologa necesidades y deseos (la necesidad es aquello que en su ausencia malograría una vida, el deseo es la presencia de una carencia que solicita con irritada insistencia dejar de serlo), concierne la idea de felicidad a satisfacción material (una felicidad asociada al consumo y a una alegría mercantilizada), fomenta el analfabetismo financiero de convertir en sinónimos endeudamiento con riqueza, iguala conformismo con mediocridad, demoniza la aceptación (la sermoneada y estigmatizada zona de confort), atribuye grisura a cualquier atisbo de moderación, torna en palabras idénticas sencillez y simpleza, silencia la interdependencia y amplifica una individualidad ilusa y narcisista, fomenta la emulación pecuniaria, asocia la riqueza a la virtud y la pobreza al demérito, justifica las desigualdades con la mitología de la meritocracia, etc., etc., etc. Gracias a estas dinámicas de transmutación de ficciones el sistema de producción y el sistema de financiación se mantienen a pleno rendimiento, y a la par satisfacen una rentabilidad obligada a crecer y extender el margen en cada nuevo ejercicio. Cuando una persona obtiene lo que le faltaba, verá que le faltan nuevas cosas hasta ese instante impensadas y ahora codiciadas, así en un proceso siempre ineluctable e inacabado, y que solo puede ser momentáneamente satisfecho con la mediación del dinero. La retórica del discurso hegemónico anuncia que cuando una persona accede a la adquisición de muchos bienes accede a la buena vida, aunque sempiternamente será una buena vida susceptible de ser mejorada, porque la biología del capitalismo se sustancia en querer y tener siempre más. Una forma de azuzar este sentimiento de insuficiencia consiste en incitar la comparación como fuente de legitimidad. La buena vida que podamos culminar palidecerá como una medianía si la parangoneamos con las ubicadas en el pináculo de las formas comunes de éxito que publicitan los relatos sociales. 

Frente a esta buena vida, está la vida buena, un repertorio de virtudes en las que el capital pierde centralidad y se torna periférico. Como en este caso el orden de factores sí altera el producto, una buena vida difiere notablemente de una vida buena. La buena vida vincula con el tener y está mediada por el capital y la objetualización de la alegría. La vida buena vincula con el ser, y está mediada por todo lo que es inmune a la mercantilización. En realidad no se trata de tener una vida buena, sino de tener una vida digna, prerrequisito ineludible para desde esa condición basal construir una vida buena. Cuando mis alumnas y alumnos hablan maravillas del dinero, les comento con un lenguaje lo más explicativo posible que por muchos recursos económicos que atesoren jamás podrán comprar pensamiento, ni habilidad analítica, ni regulación desiderativa, ni ponderación, ni vertebración narrativa de la vida, ni atención en la mirada, ni potencia volitiva, ni creatividad, ni afectos, ni alegría, ni sensibilidad, ni criterios de evaluación, ni estratificación de prioridades y expectativas, ni orientación, ni horizontes de sentido con los que construir una subjetividad moderada, ni reposicionarse, ni activar disfrutes no mercantilizados, ni pericia para autodeterminarse con sensatez y tener la plena posesión de su propia persona. Todo lo que consiste en hacer, y que por lo tanto se aprende haciendo, no se puede comprar. 

Hemos atribuido valor a todo lo que tiene precio, y en nuestros juicios de estimación hemos devaluado todo lo que no se puede comprar, olvidando que no se puede comprar precisamente porque es tan valioso que no tiene precio. Frente al depredador siempre más, oponer el cabal no quiero más porque tengo suficiente, o incluso más que suficiente. Contener la voracidad insatisfecha del capital con la serenidad inteligente de quien, una vez colmadas las necesidades que le permiten adentrarse en una vida digna, desestima el papel del capital como agente de sentido. He aquí el momento fundante de la vida buena. 


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martes, marzo 11, 2025

Pobreza y desigualdad

Obra de Tim Eitel

Uno de los rasgos más distintivos de las personas asediadas por la pobreza es la eliminación del largo plazo en sus imaginarios. El célebre y recomendado carpe diem, vive el presente, lo cumplen involuntariamente las personas pobres cuando la escasez de recursos encadena sin remisión a la perentoriedad del aquí y ahora en la que se condensa la supervivencia. Desaparecen los proyectos que requieren el concurso de la paciencia y el tiempo, privilegio al alcance de quienes pueden financiarse la espera, o cuyo coste de oportunidad es asumible para sus economías. La pobreza arrebata a las personas la condición de agentes de su vida, una de las características medulares por la que los seres humanos nos consideramos valiosos y por tanto acreedores de dignidad. Amartya Sen es taxativo en su definición de pobreza: la pobreza es falta de libertad. La pobreza y sus vecindades (desempleo, precariedad, carestía de ingresos, inestabilidad, provisionalidad, incertidumbre, volubilidad, indefensión, empleabilidad intermitente, cesión de derechos, pobreza salarial) no solo hurtan la capacidad proyectiva del ser humano, también confinan en una trampa a quienes las padecen. La acuciante paliación que demanda la pobreza a cada instante ahonda la cronificación de esa misma pobreza. 

A pesar de este escenario desolador que requeriría inmediatas medidas políticas, los discursos aporófobos enquistados en el credo neoliberal suelen atribuir a las personas pobres todo tipo de deficiencias morales. Asocian la escasez económica con escasez moral. La primera ministra británica Margaret Thatcher descalificó la pobreza como un «defecto de personalidad» al que imputaba irresponsabilidad y holgazanería. Aunque parezca increíble, aún urge recalcar que las personas acuciadas de pobreza no carecen de virtudes, carecen de dinero. En lugares donde está asentada acríticamente la cultura de la meritocracia es fácil que las personas pobres sean recriminadas al considerar que la pobreza no se debe a factores sociales exógenos, sino a debilidades morales internas. En Trabajos de mierda, David Graeber refuta esta idea con su habitual brillantez argumentativa: «Es fácil encontrar ejemplos de personas nacidas en la pobreza que han llegado a ser ricas gracias a su coraje, su determinación y su espíritu emprendedor; por tanto, los pobres no salen de la pobreza porque no han realizado el esfuerzo que podrían realizar. Esto suena convincente si uno se fija solo en los individuos, pero no lo es tanto cuando se examinan datos estadísticos comparativos que revelan que las tasas de movilidad ascendente entre clases fluctúan drásticamente a lo largo del tiempo. ¿Tenían los pobres estadounidenses menos ganas de mejorar su situación durante los años treinta que durante las décadas anteriores, o la Gran Depresión tuvo algo que ver con eso?».

El economista Jeffrey Sachs distingue tres grados de pobreza: 1) Extrema o absoluta, cuando sin ayuda exterior las familias no pueden satisfacer las necesidades básicas para la supervivencia. 2) Moderada, cuando las necesidades básicas están cubiertas, pero de modo precario. 3) Relativa, cuando el nivel de ingresos está por debajo de una proporción de la renta nacional media. Hay que recordar que una persona franquea el umbral de la pobreza cuando sus ingresos no alcanzan el sesenta por ciento de la renta media del país en el que vive. La pobreza absoluta sucede cuando la escasez de recursos pone en jaque la vida, pero la pobreza relativa, cuando el mantenimiento de la vida no está amenazado, es tremendamente devastadora en contextos de suntuosa riqueza y por tanto de flagrante desigualdad. Si se elige el punto de comparación equivocado, tanto para las personas ricas como para las pobres, la desigualdad no cejará de atosigar a las personas repitiéndoles que no disponen de lo suficiente. No todo estriba en erradicar la pobreza, también hay que atenuar las desigualdades. Si se mantiene intacta la desigualdad comparativa, la condición relativa de la pobreza hará ineliminable la propia pobreza.


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martes, marzo 04, 2025

Cosas de las que arrepentirnos antes de morir

Obra de John Wentz

En el entusiasta Utopía para realistas, el filósofo e historiador Rutger Bregman, autor también del contrahegemónico Dignos de ser humanos, ofrece una de las claves estelares para alcanzar una vida buena: «Reclamo que dediquemos más tiempo a las cosas que verdaderamente nos importan». A mí me gusta recalcar que lo opuesto a una vida buena no es una mala vida, sino la indisponibilidad de tiempo para dedicarlo a aquello que conexa con lo más enraizado de nuestro ser. Aunque cada persona elige desde el repertorio de sus predilecciones con qué rellenar el contenido de su vida para tornarla en buena, es fácil consensuar que la vida buena es la vida en la que no hay cabida para la absurdidad y la alienación, la vida en la que se anhela que vuelva a amanecer pronto para proseguir con lo que plenifica y cuaja de sentido la eventualidad de existir. Podemos sintetizar que la experiencia más vigorizante a la que puede aspirar cualquier persona es la de llegar a ser la que ya es, por emplear la célebre fórmula de Píndaro. Me atrevo a afirmar sin titubeo alguno que lo más hermoso que una persona puede decirse así misma es algo emparejado con esta enunciación: «¡Disfruto tanto de la vida que me fastidia tener solo una!». 

En su ensayo, Rutger Bregman se lamenta de que la vida que vivimos propenda a separarnos de lo que nos importa, y brinda una fuente bibliográfica para refrendarlo: «Hace unos años, la escritora australiana Bronnie Ware publicó un libro titulado Las principales cinco cosas de las que se arrepienten las personas antes de morir, basado en su experiencia con los pacientes durante su carrera de enfermera. ¿Cuáles fueron sus conclusiones? Ninguno de sus pacientes le dijo que le habría gustado prestar más atención a las presentaciones de power point de sus compañeros de trabajo, o haber dedicado más tiempo a un brainstorming sobre la cocreación disruptiva en la sociedad de la información. El primer motivo de arrepentimiento fue: «Ojalá hubiera tenido el valor de vivir una vida auténtica para mí, no la vida que otros esperaban de mí». El segundo: «Ojalá no hubiera trabajado tanto». Resulta paradójico y a la vez apesadumbra que la lógica imperante en el mundo sea la ansiógena maximización de la ganancia económica, siempre incremental con respecto al ejercicio anterior (y siempre devastando los vínculos de la vida humana, sacrificando la vida animal y vegetal y destruyendo el planeta), y sin embargo, cuando las personas afrontan el final de sus vidas y recapitulan, nunca citan nada afín a la optimización del beneficio, la obtención de ingresos, o el empleo que parasitó sus vidas. Al pensar la vida antes de que emerja su irreversibilidad se evocan vínculos y lazos con los demás, con los lugares y con las creaciones en las que el ser voluntaria y apasionadamente nidificó.

Hace años leí La revolución de la fraternidad de la periodista y psicóloga Paloma Rosado. En sus páginas finales también narraba los testimonios de personas poco antes de morir. La queja más frecuente de todas ellas era la de no haber aprovechado bien la vida (o sea, no haber tenido una vida buena) y no haber expresado el amor que sentían por quienes habían estado a su lado poniendo a su disposición presencia, atenciones y cuidados. Cito de memoria, pero creo que asimismo había personas quejumbrosas de no haber sabido deslindar lo inane de lo relevante, y  sobre todo de haber sido poco hábiles en el arte de saber restar importancia a lo que no se la merece. En algunas de las conferencias con las que comparto públicamente mi mirada suelo contar una terrible anécdota. En los atentados de las Torres Gemelas de New York ocurrió un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad. Miles de personas sabían con antelación que iban a morir en cuestión de minutos, y además disponían de un teléfono a su alcance. Empuñando en sus trémulas manos un teléfono realizaron llamadas a sus seres queridos para decirles «te quiero», un adiós con la voz quebrada por el llanto para vindicar el nexo afectivo. De las miles de llamadas grabadas en esos momentos tan trágicos no hay registro de una sola que abordara asuntos relacionados con balances, negocios, inversiones o cuenta de resultados, a pesar de que todas las víctimas se encontraban en sus oficinas. Resulta descorazonador tener que alcanzar las postrimerías del ciclo vital, o que sobrevenga una vicisitud horrible que nos sitúe delante de nuestra propia mortalidad, para recalibrar y estratificar nuestras prioridades. No habla bien de nuestra persona. Habla muy mal de las lógicas que rigen el mundo. 


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