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Obra de Agnes Grochulska |
En Decir el mal, la filósofa Ana Carrasco
afirma que «la
destrucción de lo humano se da en el momento en que se deja de sentir al otro». Creo
que es así, aunque no es exactamente así. Una persona sádica siente al otro al que
inflige dolor precisamente para extraer de esa devastación un manantial de delectación y goce. Una persona empática puede entender muy bien el dolor del otro y no iniciar ningún curso de acción para aminorarlo o erradicarlo. Dejar
de sentir al otro no es por lo tanto dejarlo de sentir, sino sentirlo de un
modo que juzgamos inapropiado. Consideramos que es inapropiado no sentirlo como un portador de dignidad, un ser humano acreedor de
respeto, una entidad valiosa que merece ser cuidada en vez de resquebrajada. No
sentir al otro se refiere por lo tanto a la disolución de un sentir ético, anular la posibilidad de que en el dinamismo de la
intersección broten fraternidades, cosificarlo como un medio
para coronar propósitos. Justo hace unos días he terminado la última novela de
Belén Gopegui, Existiríamos el mar, en
la que la escritora defiende que «ninguna vida debería sostenerse en el
daño de otras». El filósofo Joan Carles-Mèlich sostiene que el yo ético se forma en
respuesta al sufrimiento del otro. No
sentir al otro es no sentir el daño que se le ha infligido. No contestar a su
sufrimiento. Mostrar imperturbabilidad. Indiferencia.
Frente a las
acciones catalogadas de buenas, que buscan facilitar bienestar en la persona
prójima sin que esa búsqueda provoque damnificados en la urdimbre social, el mal
es un generador de destrucción. El que hace el mal no es atento, y no lo es
porque desatiende o le provoca desdén la consecuencia de su acto, incluso en
situaciones en las que el móvil es el bien. La ética es tener en cuenta a los
demás, un tener en cuenta que viene escoltado por el
respeto y la consideración. La estudiosa de la historia de las religiones, Karen
Amstrong, se queja con frecuencia de que utilizamos a las personas como
recursos. En el mal no se tiene en
cuenta al otro, o si se le tiene en cuenta es como medio o recurso que
justifica la obtención de un beneficio, lo que obliga a ser impertérrito ante
el posible daño ocasionado, o a releer ese daño como inevitabilidad para
alcanzar un bien, que es el primer precepto de los autoritarismos
y los fascismos. En su Ética de la
compasión, Mèlich establece una diferenciación crucial para demarcar fronteras
y no extraviarnos en este laberinto: «Mientras el bien es una experiencia metafísica,
el mal es una experiencia física». No sabemos con exactitud qué es el
bien, pero el mal es aquella acción que provoca sufrimiento en el otro.
En la novela Vida y destino de Vasili Grossman
podemos leer en boca de Ikónnikov: «Yo no creo en el bien, creo en la
bondad». En ocasiones los defensores de una idea del
bien hacen mucho daño, y un ejemplo arquetípico son los totalitarismos. Sin
embargo, quien esgrime la bondad y actúa bajo su susurro nunca hace daño a
nadie. Si hiciera daño, su acción ya no sería bondadosa. El bien puede justificar
muchos desafueros con su inmenso patrimonio de subterfugios, y convertirse en un
instrumento del mal. La bondad desea el bienestar del otro, pero en
la bondad el fin y los medios nunca se disocian. La bondad toma posición ética
y pone límites de respeto en el tejido vincular con el otro sin que seamos muy
conscientes de que los está poniendo. Ana
Carrasco ofrece una definición del mal que evita nuevos equívocos: «El
mal es la acción que pone en relación de un determinado modo dos o más sujetos
en el movimiento que, orientado por una forma de vínculo, descompone, destruye,
desintegra a quien lo sufre e, incluso, a quien lo ejecuta». Esta
destrucción es abarcativa y se puede ceñir sobre las tres grandes áreas humanas
que requieren cuidado y deferencia: la corporeidad, el entramado afectivo y la
dignidad. La destrucción trastoca el cuerpo en un dominio del dolor, estrangula
la esfera afectiva hasta convertirla en un lugar de sufrimiento, desapropia a
la persona de la autonomía consustancial a su dignidad y la rebaja a sometimiento. Conviene
recordar que el ser humano es el ser que puede comportarse de una manera que
juzgamos muy poco humana. El animal humano se comporta con muy poca humanidad
cuando trata a un semejante como si no fuera semejante a él.
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