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Obra de Tim Etiel |
Como se apuntaba antes al citar a Nussbaum, la vergüenza es un sentimiento político. Sobre esta constatación se asienta el diagnóstico de que no hay nada más terrorífico que afirmar de alguien que es un sinvergüenza. Sé que se trata de una expresión coloquial muy banalizada, pero en su suelo semántico significa que esa persona está desprovista de uno de los sentimientos más contribuyentes a que se ponga límites a sí misma en el espacio compartido. A la persona sinvergüenza le genera indiferencia la mirada de quien representa la dignidad que toda persona se debe a sí misma y a la comunidad con la que está entrelazada en una tupida retícula de valores, normas, principios e ideales. Cuando transgredir aquellos Derechos Humanos que dilucidamos irrefragables para la buena convivencia no entraña vergüenza, entonces nos adentramos apresuradamente en un declive civilizatorio. Esto no significa demonizar los actos de desobediencia o aquellos en los que se manifiesta la disconformidad a través de la protesta, sino aceptar que sin los mínimos que encarna la Declaración Universal la vida digna para todas y todos se torna inaccesible.
Todo lo que he compartido hasta aquí es lo que pienso cuando leo una entrevista a la pensadora estadounidense Susan Neiman en la que comenta que «los padres fundadores daban por supuesto que para adherirte al Estado de derecho necesitabas una brújula moral, un sentimiento de vergüenza que haría que alguien te señalaría si decías: A mí me da igual el Estado de derecho». En el ensayo Cómo perder un país, la periodista y escritora turca Ece Temelkuran prescribe la tercera de las reglas para devastar un país (y que admite la extrapolación al mundo entero) con una afirmación unívoca: Elimima la vergüenza, en el mundo de la posverdad la inmoralidad mola. En otras palabras, quien anhele la regresión civilizatoria para devastar un entramado democrático y de Derechos Humanos encontrará el terreno más allanado si suprime del paisaje social el sentimiento de la vergüenza en su acepción constructiva.
Llevamos unos lustros en los que no solo no se enmascaran propuestas que deberían implicar vergüenza por promover posturas de odio, ni se recurre a la hipocresía para disfrazarlas, sino que se muestra la falta de vergüenza sabiendo que su exhibición en el escaparate público inspirará el alistamiento de multitud de correligionarios. Es el malismo que con tanta sagacidad desglosa Mario Entrialgo en su ensayo de título homónimo. El mal se ha transmutado en un valor reputacional, electoral, comercial, publicitario. Es desalentador observar cómo reciben mayor plausibilidad quienes despliegan posturas antihumanistas en el trato político con las personas más vulnerables y desfavorecidas. En las redes sociales quienes acaparan un número abrumador de seguidores se pavonean de mal comportamiento y se muestran orgullosamente irrespetuosos y maleducados en sus publicaciones. Se exhibe lo desvergonzado como gesto de autenticidad, poder o desafío. ¿Y qué es aquello por lo que deberíamos sentir vergüenza? Prestemos atención a lo que Joan-Carles Mèlich nos susurra en su último ensayo El escenario de la existencia: «Ahora el mundo está tan abierto, es tan indiferente a los gritos y está tan acostumbrado al dolor que los actores son incapaces de sentir repugnancia o asco. Es cada vez más difícil establecer relaciones de verticalidad, de respeto, de admiración y de autoridad. Ni siquiera el sufrimiento tiene autoridad». Involucionamos cuando no sentimos vergüenza ante el dolor de los demás, o no nos da vergüenza adherirnos a quienes lo infligen.
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