martes, noviembre 08, 2022

«Avergonzar es la manera más terrible de hacer daño»

Obra de Ivana Besevic

En Educar las emociones y los sentimientos, el piscólogo Manuel Segura y la pedagoga Margarita Arcos definen la vergüenza como un «sentimiento negativo acompañado del deseo de esconderse ante la posibilidad (o el hecho) de que los demás vean alguna falta, carencia o mala acción nuestra, o de algo que debería permanecer oculto». El diccionario de la Real Academia define la vergüenza como «sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos». Es una definición muy nebulosa que omite el factor más relevante de este sentimiento, la mirada del otro. Boris Cyrulnik la demarca en el subtítulo de uno de sus ensayos: Morirse de vergüenza. El miedo a la mirada del otro. Es un buen subtítulo porque solo podemos sentir vergüenza si participan los ojos de la persona prójima. La vergüenza es heterónoma (la norma viene de fuera), frente a la culpa, que es autónoma. Alguien puede lanzarnos un veredicto acusatorio, pero si nosotros creemos firmemente que no es así, la imputación no tendrá efecto. En la culpa nos acusamos a nosotros mismos de una acción concreta con la que hemos dañado a alguien. La culpa presenta correlaciones con la vulneración de normas morales, la vergüenza con el desajuste  de los códigos convencionales, o con lo que los demás esperan de nuestra persona. Es el sabernos descubiertos lo que nos hace sentir vergüenza. La culpa puede turbarnos por dentro, pero es la vergüenza la que nos sonroja por fuera.

La vergüenza es esencialmente política, en tanto que surge en la interacción ocular con el otro, o en una privacidad que creemos puede ser profanada por el escrutinio ajeno, posibilidad que nos incomoda o nos desasosiega. En realidad, todo el orbe sentimental es político, porque los sentimientos son formas de ordenar lo que nos afecta de tal modo que no entorpezcan el funcionamiento de la convivencia. La vergüenza es un sentimiento doliente que necesita la colaboración, aunque sea de un modo involuntario, de la persona prójima. Nos vemos a través de los ojos de la otredad, es decir, nos evaluamos utilizando los criterios de valor que creemos emplea el otro, o la normatividad social establecida, o los estándares del tiempo histórico en que estamos absorbidos. Pero  estos mecanismos solo se activan cuando la mirada del otro nos ha visto, cuando al sentirnos observados sus ojos nos convierten en el nosotros que nos desagrada. La vergüenza nos puede hacer sujetos sociales responsables, pero mal articulada nos puede sabotear, paralizar y fosilizar. La expresión coloquial «morirse de vergüenza» señala esta petrificación. La vergüenza es un afecto negativo cuando nos atenaza y nos mineraliza sin motivo plausible alguno, pero se torna útil cuando opera como autorregulación. Nos protege de nosotros mismos. 

Nietzsche nos advirtió que la manera más terrible de hacer daño es avergonzar a otra persona de sí misma. Avergonzar a alguien es mostrarle con aspereza la sima que se abre entre su persona y los estándares en los que su vida debería ahormarse. Provocar deliberada vergüenza es una agresión, un calculado golpe verbal destinado a lastimar  el autoconcepto que una persona alberga de sí misma. Avergonzar con mezquindades (de otro modo no es posible) es tan cruel que es quien agrede el que debería sentir vergüenza por la comisión de semejante acto. Cuando la irascibilidad nos inspira a sacar a colación una lista de agravios, lo que se intenta es provocar vergüenza en el destinatario, que esa letanía de hechos proferidos con entonación airada y enfoque despectivo lesione su dignidad. Aunque nadie acepta la autoría categórica de un hecho reprobable cuando se instrumentaliza como objeto punzante con el que ser atacado, el enfado nos vuelve muy obtusos y muy vengativos como para advertir esta obviedad y omitir el repertorio de ofensas. Al contrario, nos empecinados en que lo admita exagerándolo y  caricaturizándolo con la omisión del contexto. Avergonzar al otro es una de las muchas maneras que los seres humanos utilizamos para agredir, y la agresión es una de las formas que empleamos para defendernos. No avergonzar a alguien cuando sería fácil hacerlo es una forma de cuidado. Una deferencia. Una muestra de respeto. El respeto no solo a la dignidad del otro, sino a la dignidad como valor común del que toda persona es titular por el hecho de serlo.

 

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martes, noviembre 01, 2022

Recordar infinitas veces que somos seres finitos

Obra de Alice Neel

Hoy uno de noviembre el credo cristiano celebra que los difuntos han alcanzado la vida eterna. Los difuntos son aquellas personas que han finado y que por tanto han pasado a formar parte del paisaje de nuestras reminiscencias. Me llama mucho la atención cómo la palabra muerte ha sido desterrada o proscrita del vocabulario cotidiano. Se ha vuelto tan inusual escucharla que lo que en realidad llama la atención es que alguien la pronuncie cuando consigna un fallecimiento. Hace unas semanas escuché una entrevista a la filósofa Remedios Zafra con motivo de su nuevo ensayo, El bucle invisible, y descubrí que cuando hablaba de su hermana fallecida no empleaba ninguno de los rodeos retóricos que proliferan en las conversaciones sobre nuestros deudos muertos. Llevamos unas décadas en las que ninguna persona muere. Se va, se marcha, parte, dice adiós, nos deja, la perdimos, ya duerme, descansa, ya no está. De todas las expresiones eufemísticas la que ahora se ha erguido en hegemónica es «nos ha abandonado». Se utiliza para dulcificar la tristeza, pero es una expresión inapropiada y tremendamente injusta. Parece que la persona finada está retándonos en el umbral de una puerta que cierra de un portazo para enfilar la salida tras soltar alguna imprecación. Cuando alguien abandona un lugar lo hace por voluntad propia, y sin embargo la muerte irrumpe contra la voluntad del cuerpo, que instintiva y desairadamente se aferra a la vida incluso en circunstancias en que lo inteligente sería soltarse. 

Recuerdo una entrevista a Chantal Maillard en la que la filósofa disertaba que «no aceptamos la muerte. Todo radica ahí. No aceptamos la finitud, la impermanencia en un mundo que es impermanente por naturaleza». La muerte sigue existiendo, como se enfatiza en un día como hoy, pero la mortalidad, que es la conciencia presente de ese evento futuro, ha desaparecido. Haciendo un juego de palabras se puede proclamar que la muerte no ha muerto, pero sí la mortalidad. Que la mortalidad se haya evaporado de los imaginarios significa que también se ha volatilizado de allí la idea de finitud. Es paradójico que nos tengan que recordar infinitas veces que somos seres finitos. Joan-Carles Mèlich sostiene en su ensayo Filosofía de la finitud  que esa finitud señalada en el título no es sinónimo de muerte, sino de vida. Erramos cuando creemos que tener muy presente la finitud haría insoportable la vida. Precisamente la amputación de la finitud de nuestras reflexiones nos hurta vida en vez de ampliárnosla. Admitir nuestra finitud nos precave de la tiranía de ir postergando a un futuro que demora cíclicamente su advenimiento aquello que da sentido a nuestra existencia. Una vez le leí al cineasta Manuel Summers una reflexión nacida en los días que le diagnosticaron un cáncer. «Desde que me detectaron la enfermedad veo la misma belleza en un atardecer que en un huevo frito». La conciencia de finitud regaba de asombro y hermosura todo lo que se arrimaba a sus ojos. 

Hoy es el día de los difuntos y un año más ritualizamos el afecto que sentimos por quienes nos quisieron y quisimos antes de que murieran. La muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades, y convivir con quien ha fallecido pertenece al cupo de tareas ya irrealizables. Pero el ser humano es el ser que habita ficciones y se da forma con las palabras que elige para pronunciarse. Con nuestros fallecidos seguiremos entablando diálogos el resto de nuestra vida a través de la memoria. Serán interlocuciones tan apócrificas y tan reales como lo son las narraciones con las que configuramos nuestra biografía. La microcotidianidad, que nunca se retrata en los libros de Historia y cuyo latido de vida escapa al rigor de la Ciencia, evocará pasajes compartidos de los que emanarán recuerdos convertidos ahora en ininterrumpidas charlas, debates, reprobaciones, aseveraciones, interrogaciones, objeciones, consejos, confesiones de genealogía variopinta. Los difuntos son interlocutores que no envejecen, pero que en las conversaciones que trabamos con ellos suelen aconsejarnos con la sabiduría que se le atribuye a la senectud. Conocen la finitud que tanto cuesta convertir en sentimiento y cognición. 

 
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