Un lugar interdisciplinario para el análisis de las interacciones humanas. Por Valle Bilbao.
martes, abril 22, 2025
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martes, junio 18, 2024
Vivir entusiasmadamente
Creo que el amor es la fuente de este entusiasmo adjetivado como íntimo. Amamos aquello que nos entusiasma y nos entusiasma porque lo amamos. El neurocientífico Francisco Mora es autor de un libro con un título hermosísimo: Solo se puede aprender lo que se ama. Solo con la comparecencia de la alegría y su capacidad de extender el poder de vivir se puede aprender lo muchísimo que la vida enseña si prestamos atención. La alegría trae consigo la celebración de la vida, le grita un afirmativo sí a las posibilidades que nos dispensan las circunstancias. Los seres humanos estamos anudados al principio de placer, y no hay nada más placentero que llevar a cabo aquello que nos entusiasma, sea lo que sea, y que divergirá notablemente de unas personas a otras. El entusiasmo, la pasión, no es ser, es hacer, un hacer que cuando lo hacemos nos hace ser. Nadie cobija la vocación de ser algo, sino de hacer aquello que le procura placer hacerlo. Cuando a una criatura le preguntan qué quiere ser de mayor le están planteando una interrogación impertinente y muy mal formulada. Le obligan a utilizar el verbo ser en detrimento del verbo hacer. Todo lo que consiste en hacer no se puede degradar a mercancía, no es venable, está fuera del mercado. El capital podrá instrumentalizar el entusiasmo, pero nadie podrá adquirirlo a través de un intercambio comercial. El amor es el cuidado que ponemos en aquello que hacemos entusiasmadamente porque lo consideramos valioso para que nuestra vida se encumbre a la categoría de vida buena. Como ciudadanía y como seres entretejidos unos con otros en el tapiz social precisaríamos de muchísimo más tiempo y predisposición para cultivar y fomentar este amor y este cuidado. Cuando este amor se practica hasta devenir hábito, las personas gozan, y cuando gozan en su entramado afectivo destellan los sentimientos de apertura al otro. Los sentimientos que alfombran la convivencia y hacen más apetecible la vida propia y compartida.
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martes, mayo 07, 2024
La utilización del odio
Los clásicos sostenían
que el odio une a los semejantes, mientras que el amor
une a los diferentes. El odio cohesiona a quienes conforman un nosotros
uniforme que se fortalece anatematizando al grupo de los otros. Maillard Chantal afirma que el odio es una forma de la voluntad, una forma de desear, definición que me resulta muy plausible. El odio es el sentimiento que nace de desear infligir un daño al otro, cuya manifestación más exacerbada sería su eliminación física. En la cultura política democrática, el empleo auxiliar del odio es muy tentador porque recluta adeptos sin necesidad de urdir discursos educados y sólidamente argumentados. Frecuentar la inquina política crea fans, que aplauden la marrullería como forma de hacer política, pero implica caer en la simpleza de los lugares comunes del pensamiento. Los tópicos conforman un paisaje yermo de ideas y de posibilidades, no aportan nada que no sean rastrojos discursivos al diálogo público, y por tanto empobrecen la calidad deliberativa de las democracias. El pluralismo sin el cual las democracias languidecen se daña cuando la política se reduce a la expresión descalificativa y al trazo grueso para contentar a los correligionarios.
En La política de las emociones, el politólogo Toni Aira sopesa los sentimientos más nucleares que se utilizan en el ámbito político. Cuando aborda el odio elige a Donald Trump como el más prominente representante de su instrumentalización e instigación para cosechar réditos electorales. Aira es taxativo: «Algunos
autores defienden que este odio puede servir para ganar las elecciones, pero no
para gobernar. Coincido con ello, si se refieren a "gobernar" en clave de
servicio y de trabajo constructivo para la ciudadanía, para una sociedad, para
un país o para un conjunto de ellos. Difiero, en cambio, si por "gobernar" se
entiende la ocupación del poder, porque eso, máxime en tiempos de campaña
permanente, se puede hacer perfectamente y de forma efectiva con la generación
calculada de odio y con una buena identificación de públicos a quienes
dirigirlo». Desgraciadamente el trumpismo como forma de instalarse en la esfera política ya no es privativo de Trump. Sus émulos se propagan por doquier.
Si odiar es odiarse, es de una parvularia sencillez atizar el odio en una persona que alberga una vida cuajada de malestares. La filósofa y escritora alemana Carolin Emcke, en su muy recomendable ensayo Contra el odio, aporta una esclarecedora matización para entender por qué el odio prende tan fácilmente en los corazones de las sociedades desencantadas: «El odio es siempre difuso. Con exactitud no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los bordes y convertidos los individuos, como tales, en algo irreconocible, solo quedan unos colectivos desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia, se grita y se alborota a discreción». He aquí la tétrada deshumanizadora que se repite en bucle a lo largo de la historia humana: ignorancia, dogmatismo, miedo, odio.
Una buena noticia entre tanto análisis desalentador. Daniel Innerarity sostiene que el hostigamiento verbal, los elevados índices de conflictividad, la hostilidad gestual, la teatralidad de las ofensas, la ridiculización, el lenguaje vehementemente bélico, la espectacularización del desprecio al adversario, ratifican la solidez de las instituciones. Que los actores políticos recurran a estas tácticas del odio demuestra la estabilidad democrática. En el ensayo La libertad democrática teoriza que «quien se pasa el día insultando es un mal educado, pero no un violento que utilizará la fuerza para desbancar a sus oponentes». Y agrega: «vivimos en una época en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituyéndola». Páginas después zanja el asunto: «la opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional».
Es sencillo establecer un paralelismo para añadir inteligibilidad a este escenario social. Igual que con las personas
que queremos y que nos quieren nos permitimos barbaridades verbales a sabiendas
que podrán ser enmendadas sin que la relación quiebre y fenezca, el ecosistema democrático
transige con estas trifulcas poco edificantes porque la solidez flexible de
las instituciones las absorbe sin consecuencias antidemocráticas. Esta especie de resiliencia institucional no obsta para que el debate público se autoexigiera impregnarse de maneras respetuosas en
las que escuchar al otro sea considerado una virtud democrática, y no la
concesión de una ventaja al enemigo que la lógica de la competición electoral tildaría de movimiento insensato. Innerarity lo explica
maravillosamente bien: «El
principal deber político consiste en resistir la facilidad con que confundimos
nuestras preferencias ideológicas con una superioridad moral e interpretamos la
discrepancia en términos de mala voluntad». Creo que más que un deber político debería elevarse a deber humano. Un principio básico para que el odio no asome con tanta simplicidad.
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