Obra de Alice Neel |
Nunca será lo suficientemente ensalzada la capacidad de hablar que poseemos
en exclusividad los seres humanos. Probablemente la mayor proeza de nuestra inteligencia es haber convertido en sonido semántico y en signos legibles y con significación tanto el
mundo que observamos como el mundo interior que nos habita. De
hecho, este mundo hermético y críptico lo podemos articular y luego compartir porque lo podemos empalabrar. Si no
pudiéramos dar cuenta verbal de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo, viviríamos enclaustrados en un solipsismo horrísono, puesto que la
caligrafía de los gestos o el lenguaje del cuerpo solo permiten anunciar de una manera muy roma y a veces equívoca qué
sucede de nuestra piel para dentro. A veces los
gestos son muy elocuentes, pero esa elocuencia proviene de la intromisión de normatividades culturales e intimidades
personales construidas con la arquitectura del lenguaje. Sin estructura lingüística nuestra soledad existencial se recrudecería. Es la palabra tanto oral como escrita expresada en actitud confidente la que facilita que dos o más soledades puedan hacerse compañía.
En el artículo El
futuro de la literatura, incluido en el libro Madres, padres y demás, la novelista y ensayista multidisciplinar Siri Hustvedt sostiene que «integramos rápidamente los acontecimientos de nuestra vida en
narraciones más o menos coherentes». Creo que este proceso es mucho más que raudo, es simultáneo.
Lo que acontece y cómo lo encapsulamos en narración es una experiencia que sucede al
unísono. Como he plasmado en las páginas de varios ensayos, «el alma es el relato en el que nos vamos contando a cada
segundo lo que nos ocurre a cada instante». Esta definición acientífica del alma intenta recalcar que el yo no es solo lo que hacemos,
sino la forma en que nos contamos lo que hacemos mientras lo hacemos. Hay que
puntualizar que no se trata de un relato neutral o aséptico.
Es un relato evaluativo, con capacidad reorganizativa y de gobernabilidad, con fuertes condicionantes morales, de
asignación de
valores tanto personales como de genealogía social. La atmósfera anímica, el autoconcepto y los sentimientos se configuran en este relato, y simultáneamente el relato se colorea y se carga de matices gracias a la frondosa ramificación anímica, conceptual y sentimental que tenemos a nuestra cultural disposición los animales humanos. Las palabras no solo desencadenan imagénes visuales y nos aprovisionan de herramientas discursivas, también originan cambios en nuestro entramado afectivo. Una palabra nos puede precipitar a la tristeza, o instarnos a saltar de alegría, o estremecernos de miedo, o desmoronar nuestra ilusión y dejarnos abatidos durante varios interminables días. Las palabras dicen, pero también hacen.
En La especie fabuladora Nancy Huston sostiene
que «el relato confiere a nuestra vida una
dimensión de sentido que los demás animales desconocen». La trama en que reposicionamos nuestra vida mientras la vivimos persigue la creación de orden y congruencia, que las piezas de los acontecimientos fracturados en el decurso de
los días confluyan en una intersección cabal y manejable. Se trata de encontrar patrones predictivos
que nos entreguen fiabilidad, crear conectores con los que aumentar la creencia de seguridad y probabilidad y aminorar aquella que
nos inspire miedo y flaqueza, evitar la disonancia cognitiva, la dolorosa disociación entre nuestros valores y nuestras acciones. «Para
nuestro cerebro es más importante contarnos una historia consistente que
contarnos una historia verdadera. El mundo real es menos importante que el
mundo que necesitamos». Lo escribe Punset en el ensayo El alma está en el cerebro. Es
fácil aducir que nuestro cerebro nos engaña
en numerosas ocasiones en su loable afán de sobrevivir. El cerebro es un prestidigitador que falsea la
realidad
casi siempre a nuestro favor con el ardid de la fabulación. Si la falsificación es muy exagerada,
podemos
volvernos ilusos, engreídos, temerarios, pretenciosos, soberbios,
estúpidos. Si la falsificación
juega en nuestra contra, y lo hace con contumacia, entonces podemos devenir en personas encogidas,
timoratas, recelosas, irresolutas, suspicaces, apesadumbradas, lánguidas. Nancy Huston lo explica maravillosamente bien: «convertirse en yo es activar el mecanismo de
la narración». Aprender a narrarnos es aprender a vivir dentro de ese yo que se pasa el día hablando con la multiplicidad de yoes que habitan en él.
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