martes, octubre 03, 2023

«Se acabó la buena vida»

Obra de Iban Navarro

En su ensayo Gozo, la filósofa Azahara Alonso indaga el papel de la dimensión laboral en el devenir cotidiano de las personas. En un determinado momento escribe confesionalmente que «solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones». Con la conclusión del verano y las vacaciones que se insertan en sus meses he oído en múltiples conversaciones la expresión «se acabó la buena vida». Imagino que significa que esas personas regresan a una vida que no releen como buena, les desazona, les hace tomar examen de una vida en la que apenas reverdece algo de la vida que suspiran. Líneas más adelante Azahara Alonso coloca la flecha en el centro de la diana al sostener que «disponer o no disponer de una misma, esa es la cuestión». Entre los múltiples indicadores de progreso civilizatorio hay uno que se basa en la cantidad de tiempo que disponen las personas para ellas mismas. A mayor cantidad de tiempo autónomo, mayor avance civilizacional. Un segundo indicador radica en aumentar los niveles de gobernanza sobre ese tramo de tiempo propio. Disponer de amplia soberanía sobre el tiempo de vida trae adjuntados correlatos cívicos muy plausibles y meliorativos: coronar nuevos márgenes de autonomía, incrementar la creación de proyecciones imaginativas divergentes, sentir la delectación incanjeable de ser signatarios del propio destino.   

En la civilización del trabajo asalariado este tiempo de vida propio recibe el nombre de tiempo libre. Se adjetiva así porque existe su antagonista, el tiempo de producción, un tiempo remunerado en que se está para otro que entrega parte del dinero que se gana para él a cambio de ofrendarle tiempo, conocimiento y subordinación. La existencia de este gigantesco segmento de tiempo que vampiriza el día a día nos convierte en sujetos de rendimiento, según Byung-Chul Han, o en esclavos asalariados, según el antropólogo David Graeber. Estas visiones negativas de la condición de empleados se suelen suavizar al revestirlas con la desafortunada expresión «hay que ganarse la vida», un comodín retórico que significa obtener ingresos para costearse la supervivencia, y que a fuerza de repetirlo ahora se declina tanto para zanjar cualquier contrainiciativa a la civilización del empleo como para convenir acríticamente que la vida es así. Paradójicamente ganarse la vida es una de las formas más sencillas de perderla. El tiempo dedicado a la producción y a su adjunta remuneración canibaliza el tiempo electivo (tiempos para el cultivo de vínculos afectivos, de acción política, de intelectualidad, de recreación, de fruición, de cultura, de inacción como preámbulo para las ideas) y el reproductivo, el que posibilita que la vida ocurra. De este modo se activa el sentimiento de estar postergando cíclicamente la vida que anhelamos al dar por hecho que algún día dejaremos atrás la vida productiva que ahora nos tiene secuestrados en aras de ganarnos esa misma vida que estamos perdiendo. En este vitalicio ínterin contradictorio la vida se nos va descorazonadamente deseando otra vida.  

En la civilización del empleo y la eficiencia económica una pregunta interpela a la reflexión pública. ¿Qué tiempo queda después de dedicar, directa o indirectamente, gran parte del día a trabajar asalariadamente? (o a encontrar empleo, que es un trabajo que agota tanto como tenerlo). Carlos Javier  González Serrano fórmula una inquietante interrogación en el prólogo del magnífico ensayo La enfermedad del aburrimiento de Josefina Ros Velasco: «¿Qué hacemos con la vida tras ganarnos la vida?». La pertinencia de la pregunta es tajante porque el filósofo parte de la constatación de que «hemos acabado por creer que tras la obtención de la subsistencia se esconde la posibilidad de dar sentido a esa propia subsistencia. Que solo la vida tras el trabajo es la vida que nos queda». Se puede ir deliberativamente más lejos todavía. ¿Cómo es la vida que surge de ganarnos la vida? ¿En la vida que queda después de ganarnos la vida hay suficiente tiempo de calidad para que una persona realice con continuidad tareas en las que involucra lo que considera más valioso para sí  misma como forma de acceso  a una vida buena? ¿Algo así es posible cuando a pesar de trabajar asalariadamente no se puede llegar a fin de mes? ¿Qué sentimientos albergamos las personas cuando la vida buena se disuelve delante de nuestros impotentes ojos? ¿Son sentimientos que consolidan la vida cívica o la debilitan? ¿Nos mejoran o nos empeoran? Diseccionar posibles respuestas a estas preguntas es diseccionarnos críticamente como civilización.Y comenzar a rastrear alternativas.


   Artículos relacionados:
   Ampliar soberanía sobre el tiempo que somos.
   «Ganarse la vida».
   Ser pobre no es solo morirte de hambre.

martes, septiembre 26, 2023

Cosificación: la negativa a apreciar lo humano en un semejante

Obra de Rebeca Sampson

La cosificación consiste en tratar a una persona como si fuera un objeto. Nadie puede metamorfosear a nadie en un objeto, pero sí tratarlo como si lo fuera, lo que desvela el parentesco de la cosificación con la manera que elegimos de relacionarnos con nuestros semejantes. En Ciudadelas de la soberbia, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum sostiene que «cosificar significa dar trato de cosa. Pero a tratar un escritorio o un bolígrafo como cosas no lo llamaríamos cosificación, pues los escritorios y los bolígrafos simplemente son cosas. Cosificar significa convertir en una cosa, tratar como una cosa, aquello que en realidad no es una cosa, sino un ser humano. La cosificación implica, pues, una negativa a apreciar lo humano de aquello que se cosifica o, más habitualmente, a negarle activamente su plena condición humana». Para Nussbaun la cosificación es un concepto agrupador que entraña siete ideas diferenciadas, siete formas de tratar a una persona que no necesariamente operan de manera simultánea. Se puede dar una dimensión y sin embargo desactivarse otra u otras, aunque todas ellas hallan su fuerza gravitacional en que la persona no pueda elegir por sí misma. Dicho lapidariamente. La cosificación de una persona estriba en la anulación de su volición.

Los siete vectores son los siguientes. Cosificar es tratar a una persona como una cosa al considerarla: 1) Un instrumento, una herramienta para los propósitos del cosificador (las personas se releen como entidades serviles puestas a su entera disposición). 2) Una entidad no autónoma, sin capacidad para actuar y autodeterminar su agenda. 3) Canjeable y por tanto intercambiable (frente a la irremplazabilidad propia de la singularidad que porta cualquier persona). 4) No inviolable (es decir, carente de límites que hay que respetar, «como si fuera algo que se puede deshacer, machacar, penetrar o asaltar». 5) Susceptible de ser poseída y por lo tanto usada como una propiedad. 6) Desocupada de subjetividad (sus sentimientos y sus valoraciones son minusvalorados o directamente desatendidos). 7) Silenciable (tanto si enmudece como si habla, puesto que lo que pueda afirmar no merece atención ni consideración).  Aparte de estas terroríficas siete dimensiones, creo que también se puede hablar de cosificación cuando se propician contextos que escinden a las personas de sus capacidades, de esas potencias de vida que al desplegarse les surten de fruición y entusiasmo. Cosificar sería favorecer o suscribir formas de vida que socavan estas posibilidades vigorizantes, las que hacen que las personas abracemos la vida como oportunidad deseable de ser vivida.

En el ensayo Hacer disidencia del tecnocrítico francés Eric Sadin, se formula una prescripción para que la vida humana compartida sea un lugar más apacible y hermoso: «No reducir al otro a una función instrumental y favorecer los vínculos de pura reciprocidad». Infortunadamente el ethos neoliberal opera en la dirección contraria. La satisfacción del lucro privado se supraordina a cualquier precepto que vele por una vida compartida buena y que alce a la otredad como una instancia portadora de una dignidad que nos obliga a su atención y cuidado (que es la manera más sensata de cuidar la propia). En aras de extender los márgenes de beneficio no es rareza precipitarse en la cosificación de la alteridad, puesto que es su cosificación (cuyas ramificaciones pueden sedimentar en sometimiento, dominación, subyugación, deshumanización, impersonalización. extractivismo, abuso, anulación) la que facilita la productividad y la ampliación de la ganancia monetaria. En la obra El desorden democrático Michel J. Sandel sostiene que «los sistemas económicos deberían juzgarse en función del tipo de ciudadanos que producen». Mari-France Hirigoyen aborda en Los narcisos cómo la competición exacerbada promocionada por el régimen neoliberal inflaciona la soberbia en las personas que se alzan con puestos de honor y el autodesprecio en aquellas otras que no alcanzan los estándares sociales asociados a la esfera laboral. El cesarismo de los soberbios propende a cosificar en entornos que exigen subordinación como contrapartida salarial. El soberbio no es que esté incapacitado para percibir a los demás como iguales, es que solo se ve a sí mismo. Y la estructura competitiva es ideal para agigantar esta miopía.

 

   Artículos relacionados:
  No hay mayor poder que quitarle a alguien la capacidad de elegir.
  Del narcisismo patológico al narcisismo vulnerable.
  La violación del alma.