Obra de Tim Eitel |
En el ensayo La banalidad del bien, el filósofo Jorge
Freire lanza una pregunta muy sagaz. «¿Será posible que cuando no es posible
una vida buena solo queda el buenismo?». Para entender bien este interrogante
hay que retroceder unas cuantas páginas del libro y averiguar qué acepción
de buenismo desgrana el autor. No es gratuito este matiz, porque de un tiempo a
esta parte el término buenismo ha devenido en palabra polisémica y sirve para
catalogar comportamientos no solo dispares y y heterogéneos, sino a veces directamente
antagónicos. En muchas ocasiones se utiliza para denostar al que propone que la manera más inteligente de inscribirse en el mundo compartido es hacerlo con bondad. Freire lo define como «disimular por medio del
lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Desde esta posición
semántica, es
fácil concordar con el autor cuando luego añade que la maniobra del buenismo es que
trivializa la buena acción en exhibicionismo, la compasión en empatía, el
coraje en molicie y la concordia en asepticismo («ansia de pureza que esteriliza
la disidencia»). Por tanto esta mirada interpreta el buenismo como sinónimo de hipocresía
y cinismo. Es buenista quien enarbola valores éticos en su discurso, pero los
desdice en sus actos. El buenista santifica la teoría con sus aportaciones narrativas, pero no quiere saber nada de su traslación a la práctica. Si hacemos caso a la canónica filosófica, y la moral es moral vivida, y la ética es reflexión sobre esa moral, cabe
conjeturar que el buenista es aquella persona tremendamente ética, pero muy
poco moral. Es un publicista de sus propios valores éticos, ostentación que delata su buenismo. Quien se afirma virtuoso deja de serlo al instante.
Recuerdo que
en mi última conferencia me preguntaron qué pensaba de la actual crisis de valores. Quien pregunta por la crisis de valores
propende a admitir la existencia de una depreciación de valores éticos y a aceptar la
existencia de un tiempo pretérito en el que se debió de vivir una inflación gloriosa de todos ellos.
Fui breve y taxativo en mi respuesta: «no hay crisis de valores, hay crisis
de virtudes». La mayoría de las personas sabemos qué valores son los que allanan la convivencia y permiten colectiva y políticamente el acceso a una vida buena, pero otra cosa muy distinta es llevarlos a cabo.
Cuando imparto clases de valores éticos el alumnado tiende a encontrar dificultades
mayúsculas para definir qué es un valor ético, pero esas
mismas personas que naufragan en la aventura de la definición se vuelven avezadas
especialistas en el arte de enumerar los valores que saben que gozan del aplauso
y el reconocimiento social. No saben qué es un valor ético, pero son eruditos a
la hora de desentrañar cuáles son los que deben elogiar. Ocurre algo análogo
con el buenista. Sabe muy bien qué palabras necesitan sobreexposición y cuáles
no para extender su cotización social. En su precioso libro Las palabras rotas,
Luis García Montero señala que las palabras con las que identificamos la
excelencia humana y los métodos para conseguirla son bondad, amor, fraternidad,
política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Precisamente son estas palabras las primeras que se
corrompen cuando las personas se corrompen, y las primeras que se quebrantan cuando el buenista las verbaliza con intenciones muy poco éticas. También son las primeras que se marchitan si no hay condiciones
políticas de posibilidad para una vida buena en la que puedan prender.
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