Mostrando entradas con la etiqueta trabajo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta trabajo. Mostrar todas las entradas

martes, septiembre 30, 2025

«Volver a la rutina»

Obra de Paola Wiciak

Se hizo frecuente oír en las conversaciones la expresión «volver a la rutina» cuando el verano y las vacaciones se desvanecieron. Quienes la enunciaban solían hacerlo con tono lúgubre y aire desolado. Reconozco que me entristecía escuchar este lugar común, porque delataba vidas insatisfechas y porque generalizaban acríticamente el concepto de una rutina que sin embargo merece matices y resignificación. Volver a la rutina puede devenir momento desdichado si la rutina a la que se regresa entraña desdicha, pero volver a la rutina puede ser un lance querido si la rutina a la que se retorna es deseable. Aunque la rutina puede ser alienante o restrictiva, bien urdida es un poderoso recurso cognitivo en el que confluyen actos de resistencia personal. Consiste en pautar un conglomerado de actividades para llevarlas a cabo de forma regular sin la agotadora necesidad de programarlas a cada instante. La rutina y los hábitos sobre los que se asienta modulan la experiencia humana y proporcionan serenidad, orientación y hogar. Es cierto que la rutina es la pretensión siempre fallida de articular un mundo que reconocemos repleto de vicisitudes e imponderables, que en ella hay un intento de domesticación de lo indomable, una forma de conjurar la presencia informe que rodea al ser que somos. Pero no es menos cierto que la rutina fecunda una consistencia y una continuidad esenciales para evitar que la celeridad de la vida diaria, el inmenso caudal informativo y la sobreabundancia de opciones devengan apabullantes, insujetables e incluso angustiantes. Ofrece una estructura sobre la que vertebrar lo que acaece. Construye la casa en la que el ser se protege de la intemperie.

Quizá la interrupción vacacional de la rutina permite ver con más nitidez lo que la propia rutina invisibiliza con su omnipresencia el resto del año. La caracterización peyorativa de volver a la rutina sugiere admitir que voluminosos segmentos de tiempo y denuedo se destinan a actividades desabridas y cronófagas con las que obtener unos ingresos que sufraguen el mantenimiento material de la vida,  o esquivar el muy mal vivir al que condena la privación de coberturas básicas. Con su habitual perspicacia, el crítico cultural Terry Eagleton sintetiza esta deriva contemporánea cuando describe que «la mayor parte de nuestra energía creativa se invertirá en producir los medios de vida y no en saborear la vida misma». Empleamos tanto tiempo y energía en sobrevivir que se nos quitan las ganas de vivir. El propio Eagleton muestra estupefacción ante la resignada conformidad de este disparate: «No deja de ser asombroso que en pleno siglo XXI la organización material de la vida siga ocupando el lugar preeminente que ya ocupaba en la Edad de Piedra». Es muy sensato que volver a esta rutina despierte sentimientos lóbregos. Revela el retorno a un conjunto de disposiciones articuladas por la adquisición de recursos monetarios a través de actividades asalariadas que monopolizan el tiempo de vida. La aversión a la rutina se devela como una fórmula eufemística. No se tiene inquina a lo rutinario, sino a la coerción y alienación inherentes a la esfera laboral. 

Las actividades en las que somos empleados las desempeñamos tan rutinariamente que las hemos naturalizado, e incluso las hemos ensalzado en narrativas que nos recalcan que gracias a esa ejecución nos autorrealizamos y dotamos de un propósito plausible la vida. Frente a estos enunciados que santifican los tiempos de producción, cabe oponer con rutinas inteligentes tiempos de reflexión e imaginación ética, aquellos en los que el pensamiento se dedica a deliberar sobre qué es una vida buena y cómo podríamos encarnarla en la trama de la vida en común. Quizá deberíamos dedicar menos esfuerzo a la mera materialidad de la vida en favor del cultivo del alma (vivir en la verdad, crear belleza, ser justos y tener compasión, como propone Rob Riemen). Volver a la rutina será un acontecimiento gozoso o doloroso según la naturaleza de las actividades que la conformen. Si son autodeterminadas, suelen implicar delectación y plenitud; si son impuestas, pueden convertirse en focos de alienación, ansiedad o vacío. Como ciudadanía, como personas irrevocablemente interdependientes con capacidad de agencia, nos atañe pensar cuáles de esas actividades queremos privilegiar, y qué podemos hacer colectivamente para volver habitables nuestras rutinas.

 

(*) Este es el primer artículo de la decimosegunda temporada de este Espacio Suma NO Cero. A partir de hoy, todos los martes del curso académico compartiré deliberación y escritura sobre la interacción humana. Toda persona que desee pasear por aquí, que se sienta invitada.

 

Artículos relacionados:
El miedo encoge la imaginación.
Ampliar soberanía sobre el tiempo.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.  

 

martes, septiembre 17, 2024

Elogio de los hobbies y las aficiones

Obra de Willian La Chace


Hace unas semanas asistí a los estudios de una emisora de radio como espectador privilegiado. Unos amigos conducen un programa y ese día entrevistaban a un artista que componía y tocaba todos los instrumentos con los que había grabado la música de los cuatro álbumes que conformaban su discografía, fotografiaba con criterio y pericia multitud de conciertos a los que acudía acreditado, y realizaba videoclips de sus propias canciones, pero también de propuestas ajenas que, vista la espectacularidad del resultado, cada vez le demandaban con más asiduidad. Este artista hablaba con apasionamiento de sus creaciones, con ese amor que solo le dispensamos a las tareas que conectan con lo más vívido e íntimo de nuestra persona y precisamente por ello nos abastecen de congruencia narrativa y sentido. Ante la admiración que estaba despertando en sus entrevistadores, verbalizada merecidamente con varios epítetos, esta persona comentó algo que me llamó poderosamente la atención. «Bah, todo esto que hago no tiene importancia, son solo hobbies», afirmó sin visos de aparente falsa modestia o de impostura para rebajar la intensidad de los elogios recibidos. 

En el silencio en el que me confinaba mi papel de espectador pensé en la muy injusta infravaloración de los hobbies, esas aficiones que suelen estar soboteadas por los tiempos remunerados y que solo se llevan a cabo cuando la omnipresencia laboral da su asentimiento. El empleo interfiere en la vida de las personas y, a cambio de ingresos cada vez más exiguos, ocluye el acceso a prácticas que extraen y cultivan lo mejor de sí mismas, haceres que sin embargo encapsulamos linguísticamente en palabras de depauperado valor social como afición o hobby. El  propio diccionario de la RAE minusvalora ambos términos cuando los describe como pasatiempos. Es paradójico que la Real Academia acuñe este término (pasatiempo) que informa de superficialidad o frugalidad, cuando probablemente donde más tiempo pasamos deseando que pase el tiempo lo más raudo posible es en  la esfera laboral.

Al escuchar la palabra hobby también me vino súbitamente a la cabeza una de mis palabras favoritas, diletante, es decir, quien cultiva algún campo del saber y el arte desde la afición y no desde la profesionalidad. A mí me encantan las personas diletantes porque el diletantismo está imbuido de una pasión y un entusiasmo que el empleo propende a marchitar con su violencia burocrática, sus peajes de subalternidad y el encadenamiento a tiempos de ejecución que se desentienden de la insorteable predisposición que requiere cualquier desempeño. ¿Hay algo más encomiástico que enredarnos en una tarea por pura afición, ser un diletante, hacer las cosas por amor al arte, como despectivamente señalamos a las actividades no recompensadas monetariamente? No creo que haya hipérbole alguna en aseverar que hacer algo por amor a lo que se hace es lo más elevado que se puede hacer.

En la irónica, divertida  pero a la vez agria novela El descontento, de Beatriz Serrano, un alegato contra el drenaje existencial que supone la sumisión laboral, la protagonista se mofa de una frase que le resulta ofensiva y que suele proferirse a modo de salmo para santificar el empleo y olvidarse de su condición de relación social y de pérdida de la soberanía de un abultado segmento de tiempo y por extensión de una porción bastante grande de la vida: «Encuentra un trabajo que te guste y nunca más tendrás que volver a trabajar». Este aserto tan usual en la literatura empresarial se puede objetar fácilmente. La refutación me la encuentro como cita en el capítulo Los cuerpos y los trabajos intelectuales del último ensayo de Remedios Zafra, El Informe. La cita es un diálogo.  «¿Y no preferirías un trabajo relacionado con lo que te gusta?». La respuesta es antológica. «No. Prefiero hacer lo que me gusta cuando termino el trabajo». Esta pregunta y respuesta no están extraídas de una novela o de una película escrita por guionistas brillantes. Provienen de una conversación que entabla la autora con un estudiante de instituto, que quizá ya ha experimentado cómo la pasión propende a evaporarse en contextos no electivos.

En numerosas ocasiones los hobbies se infraestiman al aplicarles análisis financieros de rentabilidad, como si el apasionamiento que proveen se pudiera cuantificar y traducir monetariamente, o si el hobby persiguiera el propósito de obtener unos ingresos que sí son inherentes al empleo. Una amiga me contaba hace unos días la delectación que su pareja y ella habían encontrado en el cultivo de un huerto. Pero adjuntada a esta alegría me confesó con un mohín de descontento lo siguiente: «Tenemos un huerto y la gente lo primero que nos pregunta es si es rentable». Cuánta elocuencia sin necesidad de dar muchas explicaciones.

 

Artículos relacionados:
Vidas aplazadas.
La precariedad de los trabajos creativos.
El placer de aprender, contemplar, escuchar.

 

 

martes, julio 16, 2024

Crear contextos para poder decir no

Obra de Tim Eitel

Los Derechos Humanos son los requisitos mínimos que deben cumplirse en la vida de toda persona para que pueda vivir con sus necesidades básicas satisfechas. Hay que recordar que los Derechos Humanos se redactaron tras la aterradora y sanguinolenta Segunda Guerra Mundial. La contienda fue una experiencia tan monstruosa que sus redactores ponderaron que sin la garantía de esos mínimos que conforman sus treinta artículos la vida en común encontraría muchos obstáculos para desplegarse de forma pacífica. Cuando se habla de necesidades básicas solemos pensar en necesidades materiales como el alimento y el refugio, pero los seres humanos también estamos acuciados por necesidades básicas de índole inmaterial. Necesitamos arraigo o sentimiento de comunidad, coherencia interna o la conciencia de la eficacia percibida, sentido o propósito con el que dar narrativa legítima a lo que hacemos. José Antonio Marina resume tanto unas necesidades como las otras en tres poderosos deseos basales. Los seres humanos anhelamos bienestar tanto físico como psíquico, ampliación de posibilidades y vinculación social. Las personas precisamos el cuidado de nuestro cuerpo, la tranquilidad de nuestra vida conjugada con el cosquilleo de su amplificación, y finalmente nos encanta cultivar adhesiones afectivas con las otredades que queremos y que nos quieren para construir espacios y horizontes relacionales en los que nos desarrollamos y nos sentimos colmados.

Sin las necesidades materiales no se puede sobrevivir, pero sin las inmateriales no se puede vivir bien. Muchas zozobras y muchos desasosiegos que proliferan actualmente tienen su origen en la incapacidad de poder cubrir satisfactoriamente estas necesidades inmateriales. La proliferación de consultas de psicología, de consumo de farmacopea destinada a apaciguarnos, o incluso la exacerbada publicación de literatura de autoayuda, confirman que no estamos a gusto con nuestras vidas, o con las formas de organizar la vida en común, cuya primera gran damnificada es la propia existencia. Ocurre que para sufragar lo material resulta harto difícil no desatender lo inmaterial, y a la inversa, si ponemos atención y denuedo en lo inmaterial encontramos serios escollos para cubrir establemente lo material. Si saldamos unas necesidades, es en menoscabo de las otras. Es un círculo vicioso que no solo complica la armonía y el equilibrio vitales, sino que instiga a que unas necesidades y otras rivalicen entre sí dañándonos con esas dolencias del alma que erróneamente nominamos como problemas de salud mental. Ante esta estructura que provoca cansancio, abatimiento, tedio y sinsentido crónicos han surgido movimientos como la Gran Dimisión o la Gran Renuncia, personas que dicen no a las ofertas laborales sabiendo que decir sí acarrea la inaccesibilidad a las necesidades inmateriales, y por lo tanto vivir una vida afligida por esas lacerantes ausencias. Estas personas no son solo refractarias a un ecosistema cronófago, son ante todo adalides de una vida buena que solo es factible desde la apropiación de tiempo.  

Gabriel García Márquez escribió que lo más estelar que había aprendido después de cumplir los cuarenta años era a decir no. En la gestión de la comunicación se alaba la asertividad, expresar la disconformidad de una manera respetuosa, pero en el contexto socioeconómico se intenta cancelar la posibilidad no ya de mostrar discrepancia, sino de tan siquiera pensarla.  Decir no es una forma de impugnación, un rechazo a lo que se nos propone, o la negativa a perpetuar lo existente con nuestra colaboración. Probablemente el caso más célebre de persona entrenada en rehusar lo que le proponen es el de Baterbably, el personaje de Herman Melville, que ante cualquier sugerencia contestaba con un insumiso aunque edulcorado «preferiría no hacerlo». Tener esta opción a nuestro alcance nos conferiría el estatuto de personas netamente libres. Podemos definir la libertad como la posibilidad puesta al alcance de nuestra voluntad de decir no a aquello que nos segrega de lo que consideramos valioso para nuestra persona. Precisamente la precarización de la vida no es solo tener ingresos exiguos e intermitentes, es suprimir la palabra no del vocabulario para generar relaciones de subalternidad y dominación. Desde este prisma es muy sencillo definir violencia como no poder decir no a algo que consideramos injusto, o que atenta contra los intereses legítimos y plausibles de nuestra persona. Por supuesto que tenemos que adquirir magisterio discursivo y habilidades comunicativas para aprender a decir no, como se promulga tan a menudo en la educación formal, pero esa pedagogía solo será eficiente si simultáneamente construimos contextos donde se pueda decir no sin que las necesidades básicas se vean seriamente comprometidas. La Declaración Universal llama dignidad a esta protección.


Artículos relacionados:
«En la autoayuda el problema siempre acaba siendo nuestro».
Vivir entusiasmadamente.
El mundo siempre es susceptible de ser mejorado.