martes, noviembre 05, 2024

Las tragedias sacan lo mejor de las personas

Obra de John Wentz

Las dificultades no unen, como afirma la creencia popular, las dificultades separan, sobre todo cuando se cronifican e inoculan malestar moral en las relaciones personales. Lo que sí unen son las tragedias, esos terroríficos momentos en los que en cuestión de minutos la biografía de muchas personas se parte en dos por un acontecimiento aciago frente al cual la agencia humana se revela inerme, frágil, infinitesimal, sobrecogedoramente vulnerable. Las tragedias unen porque quienes las padecen en sus cuerpos y en sus entornos, y también quienes las contemplamos escalofriados desde la reflexiva y compasiva condición de espectadores, sabemos que el dolor que asolan solo se atenúa y en ocasiones se revierte gracias a la cooperación de los demás. La humanidad se inauguró en un acto de ayuda cuando alguien contempló el dolor en un ser semejante al suyo y, en vez de sentir desdén y despreocupación, se sintió convocado a responder ante él para lo cual desenvolvió estrategias con el objeto de amortiguar ese dolor que al observarlo le dolía como si fuera propio. La humanidad se desprecintó en un gesto de cuidado, pero no destinado a un cualquiera, sino a quien superado por la adversidad lo necesitaba de manera apremiante. Miles y miles de años después hemos sofisticado inteligentemente esas estratagemas encarnadas en la existencia de servicios públicos, ayuda pública, acompañamiento, asistencia, cobertura económica, soporte logístico y afectivo, solidaridad, alianzas de apoyo mutuo. Todo urdido con el fin de atemperar o prevenir el dolor de quienes son nuestros semejantes.

La fatalidad nos confronta con lo absolutamente común que nos constituye como seres humanos. Las tragedias unen y sacan lo mejor de las personas porque nos ponen en diálogo con lo indistinto que nos configura: nuestra vulnerabilidad (somos susceptibles de ser heridos por lo que acontece, tanto en nuestro cuerpo como en nuestra interioridad), nuestra afectividad (el mundo nos afecta y de la forma en que articulamos esas afecciones devienen nuestros sentimientos y nuestra instalación en él) y nuestra mortalidad (la conciencia presente de un insorteable evento futuro). En la tragedia estos elementos constituyentes se tornan cristalinos, y en las personas educadas bien afilan una compasión que deviene en pura pedagogía antropológica. 

Las tragedias aportan una atención y una sensibilidad que el día a día suele opacar y silenciar: somos propietarios de una existencia que puede malograrse en cualquier inopinado momento. Nuestro cuerpo puede estropearse irreversiblemente o poner punto final cuando menos lo esperemos. Nuestra subjetividad puede quedar lastimada para siempre simplemente porque alguien profirió unas palabras desafortunadas. Podemos perder a aquellas personas que con sus gestos de cuidado y amor nos demuestran que nuestra existencia tiene centralidad para ellas, una importancia sin la cual nuestra vida se quebraría y quedaría al arbitrio del sinsentido. Podemos perder en el lapso de unos minutos nuestros enseres (palabra preciosa que indica aquellos objetos en los que anida el ser que somos) y los bienes materiales que son condición basal para que la vida pueda elevarse a vida buena. Las tragedias hacen dolorosamente inteligible esa interdependencia que tanto nos cuesta entender cuando opera el pensamiento abstracto, o que resulta intrincado sentir cuando el mundo es amable y se pliega a conceder nuestros deseos. Las tragedias demuestran con abrasivo magisterio que nuestra vulnerabilidad se contrarresta no siendo más fuertes, sino más inteligentes. La cooperación, y su hipostasía, el estado de bienestar, son ingeniosas formas en que la inteligencia se plasma en acción y en cuidado. Mis condolencias a todas las personas afectadas por la DANA de Albacete y Valencia.  


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martes, octubre 29, 2024

Admirar los actos, no las palabras

Obra de John Wentz

A mis alumnas y alumnos les repito a menudo que todo aquello que consiste en hacer se aprende haciendo. Les pongo una retahíla de ejemplos prosaicos para que lo vean con claridad. A jugar al fútbol se aprende jugando al fútbol. A escribir se aprende escribiendo. A cocinar se aprende cocinando. A tocar la guitarra se aprende tocando la guitarra. A bailar se aprende bailando. A hablar se aprende hablando. A dibujar se aprende dibujando. Una vez enumerada la lista de ejemplos, enseguida les puntualizo un detalle. Además de aprender a hacer haciendo, también se aprende observando a quien hace bien aquello que queremos hacer. Estas dos máximas son extensivas al mundo del comportamiento. Aristóteles advirtió que las virtudes éticas no se pueden enseñar, pero sí aprender al contemplarlas en las acciones de quienes las practican e incorporarlas como hábitos en el obrar propio. Para esta labor tan educativa necesitamos irrevocablemente el concurso del sentimiento admirativo. Aunque existe cierta reluctancia a citarla en la conversación pública, o aconsejarla para el fortalecimiento de lo cívico, la admiración es un poderosísimo recurso pedagógico.

El estudioso de la admiración, Aurelio Arteta, la define en el ensayo Una virtud en la mirada como «el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla».  En otro de sus libros, Tantos tontos tópicos, recalca que la admiración, el sentimiento de lo mejor, es también el mejor de los sentimientos. Arteta diferencia admirar de expresiones del lenguaje coloquial como «me gusta», «me encanta» o «me parece interesante». Las dos primeras son habituales en el fragor de las redes sociales y en las intersecciones del mundo conectado, pero admirar se sitúa bastantes peldaños por encima. La admiración es un sentimiento que trae entrañada la mimetización de lo excelente, impele a la acción, a encomendarnos la tarea de replicar en nuestra persona lo que hemos contemplado en la persona admirada por considerar estimable alguno de sus actos. Etimológicamente admirar significa dirigirnos hacia lo que miramos, que es una forma de afirmar que queremos aproximar a nuestro comportamiento la excelencia que distinguimos en la otredad. Ahora bien, como afirma Esquirol, «para poder alimentarte de algo valioso, es necesario creer que es valioso». La admiración solo deviene en el sentimiento de lo mejor cuando la persona está instruida críticamente para discriminar entre lo plausible y lo que no lo es. Para discernir el espectro valorativo que discurre entre lo admirable y lo execrable se necesita la participación proactiva de la comunidad. Todas las personas pueden coadyuvar en este cometido dedicando una parte de su energía a elogiar públicamente lo valioso, aquello que embellece el comportamiento, en vez de agotar esa misma energía en reprobar lo abyecto.

La admiración entra indefectiblemente en diálogo con el ejemplo, el mejor proveedor de valores en tanto que a lo ético se accede por los ojos con mucha más celeridad y profundidad que por los oídos (huelga matizarlo, pero el ejemplo es el único discurso que no precisa palabras). No solo nos adentramos de una manera más veloz, sino que cuando los hechos de la persona admirada contradicen lo que anuncian sus palabras, atribuimos absoluta primacía a lo que se explicita con el obrar. De aquí la profunda decepción que experimentamos cuando descubrimos que las personas que entronizan valores en su discurso no han rehusado su conculcación en sus actos, aun admitiendo que la conducta humana está plagada de recovecos y ambigüedades que dificultan su clarificación. Si la admiración nos insta a replicar el obrar de la persona admirada, la decepción nos precave que en ocasiones el hacer y el decir se desacompasan y convocan lacerantes asimetrías éticas. 

Hannah Arendt explicaba que «los seres humanos decidimos nuestras nociones de lo bueno y lo malo en la selección de las compañías con las que desearíamos pasar la vida, y en los ejemplos que nos aleccionan». En el mundo contemporáneo hay una inflación de ejemplos traídos del mundo del deporte, y una carestía de aquellas que puedan provenir de personas buenas en el sentido más machadiano del término. Ensalzar referencias deportivas que desempeñan su labor en rígidos marcos de suma cero o de competición (el otro es un rival que obtura la realización de nuestros intereses, que a la vez se oponen frontalmente a los suyos), acaso no sea la mejor de las ideas para vindicar valores éticos en las prácticas sociales y las relaciones personales, en donde el trato bueno a las personas, sobre todo a las más vulnerables y por tanto a las más necesitadas de atención y cuidado, es precisamente lo que inviste de eticidad o no el comportamiento. Ser un virtuoso en un deporte, un arte o un oficio difiere de ser un virtuoso en la acepción ética del término. Todos los ejemplos ejemplifican, pero no todos son ejemplarizantes. El ejemplo para convertirse en edificante instrumento de imitación necesita la ejemplaridad, «que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora», en palabras de Javier Gomá, autor de una pionera tetralogía de la ejemplaridad. Ocurre que sin admiración la ejemplaridad queda mutilada de valor para quien mira. Mira, pero no admira. Ve, pero no emula.  Observa, pero no hace. Y ya sabemos que todo lo que consiste en hacer se aprende haciendo. 

 
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