martes, noviembre 06, 2018

La necesidad de ser cuidados


Obra de David Kassan
Me asombra la miopía que padecemos los seres humanos para poder divisar nuestra condición de seres interdependientes. Lo he escrito aquí muchas veces. Nuestra interdependencia se transluce en que la mayoría de nuestros intereses no pueden ser satisfechos de manera unilateral. Para lograr su culminación no nos queda más remedio que contar con la colaboración de los demás. Nuestra autonomía necesita la heteronomía, nuestra independencia necesita un marco de interdependencia. En un mundo colonizado por el neoindividualismo la interdependencia se ha convertido en cuasi invisible. En algún curso he comprobado que esa invisibilidad es tan espesa que he tenido que recordar a los alumnos que ellos y yo una vez estuvimos en el cuerpo de otra persona, y que si ahora mismo me estaban escuchando en la confortabilidad de un aula es porque, desde nuestra inaugural condición de lactantes, todos  durante unos cuantos lustros fuimos colmados de cuidados por nuestros progenitores, o por seres allegados, y por todos los demás que pusieron su conocimiento y su esfuerzo para que cubrir las necesidades humanas sea cada vez menos ímprobo. Si la interdependencia goza de esta preocupante invisibilidad, a la dependencia le ocurre lo mismo pero hipertrofiadamente. La dependencia es aquella situación en la que una persona necesita de otras. Hoy quiero traerla a colación porque ayer cinco de noviembre se celebró el Día del Cuidador.  El cuidador puede ser un profesional, un familiar o un voluntario. Su labor consiste en cuidar a aquel que no puede hacerlo por sí mismo. 

Leyendo artículos sobre los cuidadores constato que en muchos de estos textos se pretende hacer tomar conciencia de que tarde o temprano todos necesitaremos ser cuidados. Yo matizaría que «necesitaremos ser más cuidados todavía». Sin el cuidado de los demás no somos capaces de llegar a ningún lado, pero parece que esta dependencia solo la percibimos en la infancia o en la vejez, o cuando la enfermedad nos aborda y grita nuestra vulnerabilidad. En el completísimo El gobierno de las emociones, Victoria Camps afirma que «el sufrimiento pone de manifiesto la miseria y la finitud, las limitaciones de la existencia, la indefensión, la debilidad y la necesidad que todos tenemos de los demás, especialmente cuando las cosas se tuercen». Basta con que el cuerpo no nos haga caso para advertir cómo el dolor y sus consecuencias restringen sobremanera la vida. La enfermedad puede llegar a sojuzgarnos con tanto despotismo que necesitaremos que el cuerpo de otra persona nos ayude con el nuestro. Es suficiente con que un mal día alguna parte del cuerpo se averíe ligeramente para que toda la preponderante poética narcisista del yo todopoderoso se resquebraje y muestre su insensatez. Un simple contratiempo con incidencia en el funcionamiento del cuerpo y el culto egocéntrico revela su vacuidad y se descubre desprovisto de solidez narrativa. 

Son muchos los autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que para la justicia. Igual que todo ser humano tiene derecho a la justicia, todo ser humano debería tener derecho a ser cuidado. Prescribir el cuidado como un derecho incondicional al que todo ciudadano se pueda acoger es una batalla que requerirá esfuerzo y activismo político. La escasa valorización social de los cuidados se debe a que secularmente ha sido un trabajo no remunerado, abrumadoramente ejercido por las mujeres. Al no ser una tarea retribuida, y además confinada al ámbito privado de la casa y la familia (realizada generalmente por el miembro femenino más subordinado), era una labor directamente ignorada o releída como natural. En sus investigaciones sobre el desarrollo moral, Carol Guilligan descubrió divergencias argumentativas en los presupuestos morales entre los hombres y las mujeres que pueden explicar el monopolio femenino en los cuidados. Se trataría de voces morales inducidas por la construcción social. Mientras en la gradación axiológica de los hombres la idea de justicia gozaba de un papel estelar, en las mujeres ese papel derivaba a la responsabilidad. Esta discrepancia nos sitúa ante dos universos no necesariamente dicotómicos aunque sí disímiles, la ética de la justicia y la ética del cuidado. En la primera, lo cardinal es el cumplimiento de reciprocidad y normatividad establecida desde la imparcialidad. En la ética del cuidado, el mundo es una red de relaciones y por tanto existe una responsabilidad sobre los demás y la necesidad de ayudar al que lo necesita al margen de otras consideraciones. Se entiende ahora la feminización del cuidado y que el ochenta y cinco por ciento de los cuidadores en nuestro país sean mujeres.

Resulta rotundamente antinómico que una de las tareas más imprescindibles en el acontecimiento compartido de existir, si no es la que más, sea una tarea minusvalorada en el amplio repertorio de las acciones humanas al no estar protagonizada por el intercambio monetario. La monetarización es trocada por el vínculo familiar y el nexo afectivo que se le presupone, por el amor entendido como responsabilidad y bondad. «Me responsabilizo de ti porque te quiero» es una afirmación bastante aproximada de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo cuando nos dedicamos al cuidado como un valor radicalmente humano que debería emanciparse de rasgos de género. La autora Peta Bowden cifra en cuatro las prácticas del cuidado: la amistad, la maternidad, la atención sanitaria y la ciudadanía. Yo establecería una taxonomía tripartita en la que señalaría el cuerpo y el cuidado de la salud para la calidad de vida, el Derecho y el cuidado de la dignidad para vivir una vida significativa, y el entramado afectivo y el cuidado de la sentimentalidad para alcanzar una vida buena. Estos son los tres objetos de acción del cuidado (cuerpo, Derecho y entramado afectivo), los tres atributos que se intentan proteger o proveer (salud, dignidad y amor) y el fin que se persigue con ellos (calidad de vida, vivir una vida significativa, alcanzar una vida buena). Como cuidar y atender son sinónimos, el cuidado se alza en la singular atención que dispensamos al otro. A su cuerpo, a su dignidad y a su necesidad de ser querido.



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martes, octubre 30, 2018

La vivencia del perdón y sus mutaciones sentimentales


Obra de Mary Jane Ansell
El perdón es un fenómeno seminal para el buen funcionamiento de las interacciones humanas. No creo exagerar si afirmo que su inexistencia haría peligrar los círculos de convivencia más íntimos, pero también aquellos en los que se debilita la perspectiva empática. Más aún. Su presencia es medular para la propia construcción egocéntrica, en la que el autoperdón goza de una insondable centralidad. El perdón no es un sentimiento, sino una virtud originada por un magma de sentimientos que operan entre sí para la proeza de revertirse a sí mismos. El dinamismo del perdón desencadena prodigiosos vaivenes afectivos que voy a intentar esbozar a continuación. Bienvenidos a la contemplación del más difícil todavía sentimental. Cuando hablo de perdón no hablo de condonar, ni amnistiar, ni desendeudar, ni indultar, ni de la eliminación de sanciones legales. Estamos en la esfera en la que lo sentimental y lo moral aparecen nítidamente como la indisolubilidad que conforman. En La razón también tiene sentimientos definí el perdón como un acto verbal que lexicaliza una constelación de deseos nucleares para la vida compartida. En el Pequeño tratado de las grandes virtudes, el filósofo francés A. Comte Sponville apunta que el perdón es «la virtud que perdona no por la supresión de la infracción o la ofensa –lo que no podemos hacer-sino por la interrupción del resentimiento hacia quien nos ofendió o nos perjudicó». Esta definición calca una de las más célebres, la firmada por el obispo anglicano del siglo dieciocho Joseph Butler: «el perdón es la supresión del resentimiento». Conviene recordar aquí que el resentimiento es una experiencia afectiva presidida por un odio enmohecido (el término latino rencor, rancescere, significa ponerse rancio), el perpetuo recuerdo de una ofensa cuyo dolor siempre presente aspira a ser saldado en cualquier momento. El perdón no solo elimina el moho del odio, sino el odio mismo.

En su ensayo de título inequívoco, El perdón, la soberanía del yo, Javier Sádaba lo eleva a virtud moral que complementa con la justicia, pero sobre todo ofrece un fresco rotundo en el que entrevemos «un yo que se enfrenta a la desnuda persona de otro yo». El yo que somos pocas veces es tan yo y a la vez tan quebradizo como cuando solicita ser perdonado ni tan soberano como cuando acepta la solicitud y perdona. El yo, para liberarse del peso y la erosión de la paternidad de una culpa, depende de las palabras conmiserativas que aparezcan en la sentencia del otro yo que ha padecido las consecuencias y al que ahora se le ruega la absolución. Estamos delante de un momento iluminador tanto de nuestra condición de animales sentimentales como del poder omnímodo del lenguaje. Una simple palabra proferida por una garganta nos puede aliviar del poder corrosivo de la culpa, si somos los progenitores de la comisión de un daño, o del resentimiento, si somos los afectados por esa acción que nos ha dolido. Es una tecnología que por más que la estudio no deja de asombrarme. El lenguaje remodela un contexto interpersonal tan solo con enunciarse.

El perdón exige la asunción de un acto que ha ocasionado daño en un tercero. En El perdón, una investigación filosófica Mario Crespo lo explica con una fórmula lógica: «Si A perdona a B, es porque B ha infligido a A un mal objetivo».  El perdón no valida la acción, sino que la petición de que sea perdonada implica la condición de acto merecedor de reprobación. Cuando alguien pide perdón asume la autoría de un acto que ha originado un daño o una ofensa, solicita la gracia del perdonante, intenta compensar el mal causado y, como desea restaurar la relación, se compromete ante el afectado a que esa acción no se repita mostrando propósito de enmienda. Como contrapartida, el perdonante se compromete a respetar un pliego de comportamientos sustanciales en la recomposición del nuevo marco. Renuncia a reembolsarse el talión puesto que el perdón salda las cuentas pendientes y cancela la restitución. A pesar de no cobrar la deuda contraída rehúsa en un futuro autoproclamar para sí la condición de acreedor y disuelve en el otro la de deudor. Admite que el agresor no será señalado por los daños cometidos y que además de no recordarlos los intentará olvidar. El recuerdo es un acto volitivo, pero el olvido no, y esta distinción es fundamental en la tramitación de la promesa. Uno puede prometer no recordar, pero no olvidar, porque la voluntad es inoperante para ese cometido. Cuando se perdona se asume la responsabilidad de no sacar a colación el daño causado para en otro momento ubicarse en una situación ventajosa respecto al perdonado. El perdón genuino obliga a no instrumentalizar el perdón concedido.

El perdón se brinda gracias a que actúa la dimensión conmiserativa en vez de la conmutativa. Se transmuta el odio por la compasión. Este punto es mágico. Pido máxima atención porque vamos a adentrarnos en el núcleo del amor que se entabla entre los seres humanos. Se perdona porque el daño que nos han hecho se relee y se tasa con una mirada compasiva, se intenta comprender por qué el infractor hizo lo que hizo, qué motivaciones dormitaban en su conducta para la comisión de un daño así. Solo podemos perdonar cuando tomamos conciencia de nuestra propia falibilidad, la flaqueza y la volatilidad que sitian los deseos humanos, la provisionalidad que lleva aparejado vivir, lo fácil que es tropezar y mancharnos de lodo de arriba abajo, ensuciarnos con comportamientos de los que nos arrepentiremos poco después. Cuando el tamaño del daño perpetrado es voluminoso, el sentimiento que provoca su contemplación en una persona sentimentalmente bien alfabetizada no es odio, sino tristeza. Apena constatar que un semejante a nosotros pueda ser el autor de algo así, el causante de una sevicia en otro ser humano como él. Al perdonar contemplamos todo esto, y lo podemos contemplar por nuestra semejanza, por nuestra compartida afiliación a la humanidad. Aceptamos expiar de nuestros recuerdos el daño perpetrado por quien ahora reconoce su autoría, se avergüenza de él y nos comunica que pone toda su voluntad en no volver a cometerlo. En el maravilloso El olvido y el perdón, Amelia Valcárcel compendia esta liturgia en cinco concretos instantes: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Por parte del perdonante yo los rotularía en aceptación de la solicitud, decisión de no cobrar la deuda y compromiso de en un futuro no recordar la cancelación del impago.

El perdón se erige de este modo en una virtud que se nutre de una pluralidad de sentimientos que intervienen con el afán de mutarse. Frente a los sentimientos de clausura (por emplear la nomenclatura creada para mis ensayos) que podemos abreviar en odio, rencor, irascibilidad, furia, amargura, rabia, venganza, nos dejamos arrullar por los de apertura, que podemos resumir en compasión, bondad, generosidad, amor. Esta metamorfosis es tan portentosa y tan sorprendentemente exquisita que algunos autores hablan de ella como un don, o como un acto milagroso que vinculan a la irracionalidad en un intento de aproximarlo a una experiencia tutelada por alguna deidad monoteísta. El perdón pertenece a nuestra tecnología sentimental y moral y por tanto a la mediación de lo inteligible. En la racionalidad neta del perdón se contraviene por completo el instinto de venganza y su resbaladiza espiral, el deseo de castigo, la pulsión que nos impele a una devolución rápida y recíproca del daño, el orgullo desatado y su incapacidad para divisar la interdependencia. El perdón es analgesia sobre el dolor que ocasiona el mal objetivo, tanto para el que lo ha perpetrado como para el que lo ha sufrido. No hay medicamento que logre una efectividad mayor sobre esos daños que duelen sin necesidad de tocar el cuerpo.



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