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martes, noviembre 03, 2020

La indignación necesaria

Obra de Milt Kobayasi

La ira es el sentimiento que experimentamos cuando algo o alguien interfiere de una manera injusta en la consecución de nuestros deseos. También nos enojamos al considerar que nos han ofendido, que nuestra dignidad ha sido arañada con observaciones lacerantes, o con el concurso de acciones que nos han infligido un daño inmerecido. En todos los presupuestos de la irascibilidad figura la injusticia como desencadenante. Este punto es medular para entender bien esta emoción básica metamorfoseada en sentimiento disuasorio y corrector. Cuando en los cursos y talleres que imparto explico la irrupción de discrepancias y fricciones en la interacción humana, no olvido pormenorizar meticulosamente si los interlocutores catalogan esa irrupción como justa o injusta, porque será ese juicio de valor el que despliegue en nuestro entramado afectivo unos u otros sentimientos. Si lo que oblitera nuestros intereses lo consideramos justo, presumiblemente nos entristeceremos. Si además esos intereses son capitales para mantener equilibrada nuestra instalación en el mundo, con toda seguridad nos amedrentaremos. Si la obstrucción es inmerecida, nos enfadaremos. La injusticia es el manantial del que brota la ira.

Existe un extenso arco semántico de la ira dependiendo de su énfasis, su regularidad, su propósito. No es lo mismo la ira, el enfado, el fastidio, el enojo, la rabia, la cólera, la bilis, el desagrado, el cabreo, el odio, el resentimiento, la indignación, la iracundia, la furia, el arrebato, la irritación, la molestia. La frondosidad conceptual testimonia la diversificación de detalles que alberga esta experiencia tan radicalmente humana. El papel utilitario de la ira como desencadenante y artefacto de contraataque en determinadas eventualidades es muy válido, pero es nefasto para todo lo demás. Este hecho hace que frecuentemente se la repruebe en bloque. La ira como emoción visceral propende a la punición del daño entrañando daño en nuestro infractor. Enojados somos muy poco razonables y tendemos a sortear los modos respetuosos que sostienen la convivencia. En el ensayo La razón también tiene sentimientos explico que la impulsividad de la ira «suele execrar el cálculo clínico de pros y contras, decretar el exilio de la inteligencia, eliminar el trato considerado. Puede incluso flirtear con la agresividad». Varios  años después de publicar estas palabras apenas tengo nada que objetar, pero sí encuentro algo que puntualizar.

Hay un momento en que la ira transfigurada en indignación se convierte en herramienta política muy útil para el ensamblaje social. La indignación es el sentimiento que surge ante la contemplación de la injusticia, tanto si la sufrimos en  nuestra biografía como si la sufren los demás en la suya. Su funcionalidad sentimental reside en la generación y suministro de energía suplementaria para llevar a cabo la rectificación y futura prevención de ese hecho releído como injusto. Lo realmente destacado es que esta corrección sobrepasa el lenguaje primario del yo. En el libro La ira y el perdón, Martha Nussbaum trae a colación a Josep Butler, que en una definición que perfectamente podría valer para la indignación, nos recuerda que «la ira expresa nuestra solidaridad ante las faltas cometidas contra otros seres humanos». La indignación nace de un momento iracundo (un instante patrocinado por el fulgoroso deseo de aplicar daño retributivo), pero apresuradamente se aleja de él para, en vez de desear dañar al que comete una injusticia, enfocarse en mejorar al perpetrador y al ecosistema social en el que se ha cometido la falta. Martha Nussbaum nombra esta domesticación del uso de la irascilibidad con el nombre de «ira de transición»

En sus auscultaciones sobre la ira común, la filósofa estadounidense constata su uso como indicador de que algo está mal, como energía propulsora, como elemento disuasorio que inspira miedo y evita que otros conculquen los derechos que nos amparan. Sin embargo, la ira de transición supera estas funciones y asciende a metas más elevadas y meliorativas. Transitamos de la utilización tosca y emocional de la ira a la utilización inteligente y largoplacista. La racionalidad se aprovecha de la fuerza centrífuga de la ira, pero modifica por completo lo primario de sus objetivos. La indignación necesaria con la que titulo este artículo rehúsa la venganza y apela a la esperanza de construir futuros mejores entre los implicados. Su mirada no es retrospectiva sino prospectiva. Es la indignación con la que el anciano Stéphane Hessel exhortaba a la juventud hace una década en su célebre opúsculo ¡Indignaos! Frente a la preocupación egocéntrica que origina estallidos de iracundia y neglige la restauración, la indignación necesaria busca la construcción de equidad como prerrequisito para el bienestar colectivo. Gracias a la compasión podemos realizar este increíble nomadismo del yo al nosotros y nosotras. La compasión no es solo que el dolor que contemplo en el otro me duela a mí, sino que ese dolor, si tiene un origen social, me insta a intentar paliarlo yendo a las causas políticas que lo originaron. La desacreditada compasión se revela como precursora de la indignación social.   

 

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martes, noviembre 06, 2018

La necesidad de ser cuidados


Obra de David Kassan
Me asombra la miopía que padecemos los seres humanos para poder divisar nuestra condición de seres interdependientes. Lo he escrito aquí muchas veces. Nuestra interdependencia se transluce en que la mayoría de nuestros intereses no pueden ser satisfechos de manera unilateral. Para lograr su culminación no nos queda más remedio que contar con la colaboración de los demás. Nuestra autonomía necesita la heteronomía, nuestra independencia necesita un marco de interdependencia. En un mundo colonizado por el neoindividualismo la interdependencia se ha convertido en cuasi invisible. En algún curso he comprobado que esa invisibilidad es tan espesa que he tenido que recordar a los alumnos que ellos y yo una vez estuvimos en el cuerpo de otra persona, y que si ahora mismo me estaban escuchando en la confortabilidad de un aula es porque, desde nuestra inaugural condición de lactantes, todos  durante unos cuantos lustros fuimos colmados de cuidados por nuestros progenitores, o por seres allegados, y por todos los demás que pusieron su conocimiento y su esfuerzo para que cubrir las necesidades humanas sea cada vez menos ímprobo. Si la interdependencia goza de esta preocupante invisibilidad, a la dependencia le ocurre lo mismo pero hipertrofiadamente. La dependencia es aquella situación en la que una persona necesita de otras. Hoy quiero traerla a colación porque ayer cinco de noviembre se celebró el Día del Cuidador.  El cuidador puede ser un profesional, un familiar o un voluntario. Su labor consiste en cuidar a aquel que no puede hacerlo por sí mismo. 

Leyendo artículos sobre los cuidadores constato que en muchos de estos textos se pretende hacer tomar conciencia de que tarde o temprano todos necesitaremos ser cuidados. Yo matizaría que «necesitaremos ser más cuidados todavía». Sin el cuidado de los demás no somos capaces de llegar a ningún lado, pero parece que esta dependencia solo la percibimos en la infancia o en la vejez, o cuando la enfermedad nos aborda y grita nuestra vulnerabilidad. En el completísimo El gobierno de las emociones, Victoria Camps afirma que «el sufrimiento pone de manifiesto la miseria y la finitud, las limitaciones de la existencia, la indefensión, la debilidad y la necesidad que todos tenemos de los demás, especialmente cuando las cosas se tuercen». Basta con que el cuerpo no nos haga caso para advertir cómo el dolor y sus consecuencias restringen sobremanera la vida. La enfermedad puede llegar a sojuzgarnos con tanto despotismo que necesitaremos que el cuerpo de otra persona nos ayude con el nuestro. Es suficiente con que un mal día alguna parte del cuerpo se averíe ligeramente para que toda la preponderante poética narcisista del yo todopoderoso se resquebraje y muestre su insensatez. Un simple contratiempo con incidencia en el funcionamiento del cuerpo y el culto egocéntrico revela su vacuidad y se descubre desprovisto de solidez narrativa. 

Son muchos los autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que para la justicia. Igual que todo ser humano tiene derecho a la justicia, todo ser humano debería tener derecho a ser cuidado. Prescribir el cuidado como un derecho incondicional al que todo ciudadano se pueda acoger es una batalla que requerirá esfuerzo y activismo político. La escasa valorización social de los cuidados se debe a que secularmente ha sido un trabajo no remunerado, abrumadoramente ejercido por las mujeres. Al no ser una tarea retribuida, y además confinada al ámbito privado de la casa y la familia (realizada generalmente por el miembro femenino más subordinado), era una labor directamente ignorada o releída como natural. En sus investigaciones sobre el desarrollo moral, Carol Guilligan descubrió divergencias argumentativas en los presupuestos morales entre los hombres y las mujeres que pueden explicar el monopolio femenino en los cuidados. Se trataría de voces morales inducidas por la construcción social. Mientras en la gradación axiológica de los hombres la idea de justicia gozaba de un papel estelar, en las mujeres ese papel derivaba a la responsabilidad. Esta discrepancia nos sitúa ante dos universos no necesariamente dicotómicos aunque sí disímiles, la ética de la justicia y la ética del cuidado. En la primera, lo cardinal es el cumplimiento de reciprocidad y normatividad establecida desde la imparcialidad. En la ética del cuidado, el mundo es una red de relaciones y por tanto existe una responsabilidad sobre los demás y la necesidad de ayudar al que lo necesita al margen de otras consideraciones. Se entiende ahora la feminización del cuidado y que el ochenta y cinco por ciento de los cuidadores en nuestro país sean mujeres.

Resulta rotundamente antinómico que una de las tareas más imprescindibles en el acontecimiento compartido de existir, si no es la que más, sea una tarea minusvalorada en el amplio repertorio de las acciones humanas al no estar protagonizada por el intercambio monetario. La monetarización es trocada por el vínculo familiar y el nexo afectivo que se le presupone, por el amor entendido como responsabilidad y bondad. «Me responsabilizo de ti porque te quiero» es una afirmación bastante aproximada de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo cuando nos dedicamos al cuidado como un valor radicalmente humano que debería emanciparse de rasgos de género. La autora Peta Bowden cifra en cuatro las prácticas del cuidado: la amistad, la maternidad, la atención sanitaria y la ciudadanía. Yo establecería una taxonomía tripartita en la que señalaría el cuerpo y el cuidado de la salud para la calidad de vida, el Derecho y el cuidado de la dignidad para vivir una vida significativa, y el entramado afectivo y el cuidado de la sentimentalidad para alcanzar una vida buena. Estos son los tres objetos de acción del cuidado (cuerpo, Derecho y entramado afectivo), los tres atributos que se intentan proteger o proveer (salud, dignidad y amor) y el fin que se persigue con ellos (calidad de vida, vivir una vida significativa, alcanzar una vida buena). Como cuidar y atender son sinónimos, el cuidado se alza en la singular atención que dispensamos al otro. A su cuerpo, a su dignidad y a su necesidad de ser querido.



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