Obra de David Kassan |
Me asombra la miopía que padecemos los seres
humanos para poder divisar nuestra condición de seres interdependientes. Lo he
escrito aquí muchas veces. Nuestra interdependencia se transluce en que la mayoría
de nuestros intereses no pueden ser satisfechos de manera unilateral. Para lograr su culminación no nos
queda más remedio que contar con la colaboración de los demás. Nuestra autonomía necesita la heteronomía, nuestra independencia necesita un marco de interdependencia. En un mundo
colonizado por el neoindividualismo la interdependencia se ha convertido en cuasi invisible. En algún curso he comprobado que esa invisibilidad es tan espesa que he tenido que recordar a los alumnos que ellos y yo una vez estuvimos en el cuerpo de otra persona, y que si ahora mismo me estaban escuchando en la confortabilidad de un aula es porque, desde nuestra inaugural condición de lactantes, todos durante unos cuantos lustros fuimos colmados de cuidados por nuestros progenitores, o por seres allegados, y por todos los demás que pusieron su conocimiento y su
esfuerzo para que cubrir las necesidades humanas sea cada vez menos ímprobo. Si la interdependencia goza de esta preocupante invisibilidad, a la dependencia le ocurre lo mismo pero hipertrofiadamente. La dependencia es aquella situación en la que una persona necesita de otras. Hoy quiero traerla a colación
porque ayer cinco de noviembre se celebró el Día del Cuidador. El cuidador puede ser un profesional,
un familiar o un voluntario. Su labor consiste en cuidar a aquel que no puede hacerlo por sí mismo.
Leyendo artículos sobre los cuidadores constato que en
muchos de estos textos se pretende hacer tomar conciencia de que tarde o
temprano todos necesitaremos ser cuidados. Yo matizaría que «necesitaremos ser más cuidados
todavía». Sin el cuidado de
los demás no somos capaces de llegar a ningún lado, pero parece que esta
dependencia solo la percibimos en la infancia o en la vejez, o cuando la
enfermedad nos aborda y grita nuestra vulnerabilidad. En el completísimo El gobierno de las emociones, Victoria
Camps afirma que «el
sufrimiento pone de manifiesto la miseria y la finitud, las limitaciones de la
existencia, la indefensión, la debilidad y la necesidad que todos tenemos de
los demás, especialmente cuando las cosas se tuercen». Basta con que el cuerpo no nos haga caso para advertir cómo el
dolor y sus consecuencias restringen sobremanera la vida. La enfermedad puede llegar a sojuzgarnos con tanto despotismo que necesitaremos que el cuerpo de otra persona
nos ayude con el nuestro. Es suficiente con que un mal día alguna
parte del cuerpo se averíe ligeramente para que toda la preponderante poética
narcisista del yo todopoderoso se resquebraje y muestre su insensatez. Un
simple contratiempo con incidencia en el funcionamiento del cuerpo y el culto
egocéntrico revela su vacuidad y se descubre desprovisto de solidez narrativa.
Son muchos los autores que reclaman para el cuidado la misma entidad que
para la justicia. Igual que todo ser humano tiene derecho a la justicia, todo
ser humano debería tener derecho a ser cuidado. Prescribir el cuidado como un
derecho incondicional al que todo ciudadano se pueda acoger es una batalla que
requerirá esfuerzo y activismo político. La escasa valorización social de los cuidados se debe a que
secularmente ha sido un trabajo no remunerado, abrumadoramente ejercido por las
mujeres. Al no ser una tarea retribuida, y además confinada al ámbito privado
de la casa y la familia (realizada generalmente por el miembro femenino más subordinado), era una labor directamente ignorada o releída como
natural. En sus investigaciones sobre el desarrollo moral, Carol Guilligan
descubrió divergencias argumentativas en los presupuestos morales entre los
hombres y las mujeres que pueden explicar el monopolio femenino en los
cuidados. Se trataría de voces morales inducidas por la construcción social. Mientras en la gradación axiológica de los hombres la idea de
justicia gozaba de un papel estelar, en las mujeres ese papel derivaba a la
responsabilidad. Esta discrepancia nos sitúa ante dos universos no
necesariamente dicotómicos aunque sí disímiles, la ética de la justicia y la ética del cuidado. En
la primera, lo cardinal es el cumplimiento de reciprocidad y normatividad establecida desde la
imparcialidad. En la ética del cuidado, el mundo
es una red de relaciones y por tanto existe una responsabilidad sobre los demás
y la necesidad de ayudar al que lo necesita al margen de otras consideraciones.
Se entiende ahora la feminización del cuidado y que el ochenta y cinco por
ciento de los cuidadores en nuestro país sean mujeres.
Resulta rotundamente antinómico que una de las tareas más imprescindibles en el acontecimiento compartido de existir, si no es la que más, sea una tarea minusvalorada en el amplio repertorio de las acciones humanas al no estar protagonizada por el intercambio monetario. La monetarización es trocada por el vínculo familiar y el nexo afectivo que se le presupone, por el amor entendido como responsabilidad y bondad. «Me responsabilizo de ti porque te quiero» es una afirmación bastante aproximada de lo que ocurre en nuestro entramado afectivo cuando nos dedicamos al cuidado como un valor radicalmente humano que debería emanciparse de rasgos de género. La autora Peta Bowden cifra en cuatro las prácticas del cuidado: la amistad, la maternidad, la atención sanitaria y la ciudadanía. Yo establecería una taxonomía tripartita en la que señalaría el cuerpo y el cuidado de la salud para la calidad de vida, el Derecho y el cuidado de la dignidad para vivir una vida significativa, y el entramado afectivo y el cuidado de la sentimentalidad para alcanzar una vida buena. Estos son los tres objetos de acción del cuidado (cuerpo, Derecho y entramado afectivo), los tres atributos que se intentan proteger o proveer (salud, dignidad y amor) y el fin que se persigue con ellos (calidad de vida, vivir una vida significativa, alcanzar una vida buena). Como cuidar y atender son sinónimos, el cuidado se alza en la singular atención que dispensamos al otro. A su cuerpo, a su dignidad y a su necesidad de ser querido.