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Obra de Silvio Porzionato |
Ayer pronuncié la conferencia
La invención de los sentimientos buenos. Los sentimientos son sistemas de evaluación de
todo lo que nos afecta (somos seres con la capacidad de la afectabilidad) y en función del resultado de ese proceso informativo y evaluativo se generan los diferentes afectos y las distintas predisposiciones
comportamentales. Los sentimientos responden a la incesante pregunta de cómo
nos van las cosas, si
la habitualmente esquiva y huraña realidad concede derecho de admisión o no a nuestros deseos y a nuestros proyectos. Los sentimientos son el resultado del ejercicio de la cognición operando sobre la afectabilidad, y
cuando una emoción es pasada por el tamiz cognitivo se convierte en
sentimiento, o, según la terminología de Antonio Damasio, en una emoción
secundaria. Muchos sentimientos se nutren de emociones, pero hay otros que no.
Los sentimientos autorreferenciales o los sentimientos sociales o los preventivos
se componen en muchas ocasiones al margen del concurso de los dispositivos emocionales insertos en
nuestro aparataje límbico, o con muy poca participación de su parte. En su descomunal
Teoría
de los sentimientos Carlos Castilla del Pino señala que los sentimientos
organizan axiológicamente la realidad del sujeto. La esfera sentimental por lo
tanto nos adentra en el orbe ético, y la ética, como reflexión sobre cómo me comporto conmigo y con los demás, ordena nuestra esfera
sentimental en una especie de bucle que va refinando nuestra instalación en el mundo de la vida compartida. Este es el motivo de que rara vez hable de
inteligencia emocional,
porque las emociones no están mediadas por la valoración ética. Por eso en mis paseos nómadas por la oralidad cito tan a menudo al gato que llevo educando los últimos años. El gato posee como mínimo la misma inteligencia emocional que cualquiera de nosotros, pero a diferencia de nosotros no posee un proyecto ético con el que evaluar su vida para convertirla en vida sentimental. El círculo virtuoso al que nos lleva esta simbiosis de lo desiderativo, lo deliberativo, lo ético y lo afectivo es
que hay que pensar bien para elegir bien, elegir bien para sentir bien, sentir
bien para desear bien, desear bien para vivir bien, vivir bien para convivir
bien, y convivir bien para pensar bien, así en una circularidad siempre en tránsito. ¿Y para qué quiere el animal humano pensar y convivir bien? La respuesta teorética es sencilla. Para que
cada uno de nosotros disponga de la posibilidad de elegir aquello que le haga vivir con alegría.
Al exponer
ayer este postulado como punto final, advertí con agrado que en
ningún momento de mi intervención había utilizado la palabra felicidad. Constatarlo me hizo sonreír. En
el turno de preguntas participé a los asistentes (mayoritariamente profesoras) mi satisfacción. Les
anuncié que no había verbalizado en ningún momento la palabra felicidad, y que eso me
alegraba sobremanera, porque desde hace ya un tiempo me he propuesto desterrar este término de mi
vocabulario. Las palabras se desgastan por su mal uso y pueden llegar a ser inútiles por su abuso. Si alguien quiere corromper el mundo empezará por
corromper las palabras que denotan ese mundo. Empiezo a sospechar que la
felicidad tal y como se cartografía en el mapa de los valores neoliberales no existe. Existe el
constructo, el vocablo, que creo que funciona como una kantiana idea reguladora de la
razón, pero no alberga existencia sentimental real. Me viene ahora a la
memoria el ensayo La felicidad paradójica
de Lipovetsky donde demuestra las enormes aporías en las que vivimos como seres aspirantes a la felicidad, y donde más
que de felicidad habla de confort, bienestar, hedonismo, alegría. Con su apabulllante indeterminación semántica, la felicidad se ha erigido en una ideología que produce cantidades ingentes de tristeza, frustración e indignación,
aunque luego esa misma ideología reprende a quien las padece afirmando que la tristeza es una
deficiencia psicológica, la frustración una mala administración del deseo, la indignación una pésima gestión de la resiliencia. Se trata de una tiránica idea de la felicidad destinada a fortalecer la gigantesca industria del pensamiento positivo. Una felicidad fetichizada como opción individual vinculada al mercado que neglige cualquier aspecto social y político (justicia) como presupuesto para la emergencia de la propia felicidad. Una felicidad puramente neoliberal. Individualiza los problemas estructurales y por tanto también lleva al ámbito privado las soluciones.
En el ensayo Happycracia
de Edgar Cabanas y Eva Illouz se desmantela esta ideología
de la felicidad vacua que crea profusa hipocondría emocional, o happycondriacos, como afirman con brillantez léxica los autores. Afortunadamente, como le escuché a Cabanas en
una interesantísima conferencia Tedx, «de esta felicidad se puede salir». Sin embargo, y una vez hecha esta crítica de la razón feliz, yo quiero vindicar a continuación la plausibilidad de la alegría, la congratulación, el júbilo, el entusiasmo, el paroxismo, la
plenitud, la satisfacción, el orgullo que proporciona aquello que forma indisoluble parte de lo que brinda sentido a nuestras vidas cuando lo hacemos bien. En nuestro entramado afectivo se alojan sentimientos que nos propulsan y nos
saturan de una energía que hace que no quepamos de gozo en nuestro propio cuerpo, saltemos de alegría aunque no nos movamos del sitio, nos desbordemos de puro contentos y vayamos al encuentro del otro para que recoja ese desbordamiento que siempre solicita ser compartido. Es muy fácil saber cuándo estamos alegres, pero no lo es tanto descifrar si somos o no felices. En las páginas finales del ensayo Las palabras rotas, Luis García Montero
llega a una conclusión esquemática, pero de una hondura insondable: «Necesitamos
en los labios unas pocas palabras verdaderas». Añadiría que por supuesto
que necesitamos esas palabras, pero sobre todo saber por qué son verdaderas. De
entre esas palabras sustituiría la palabra felicidad por la de alegría. Es mucho más sencilla y menos equívoca. Mucho más fiable y menos manipulable. Mucho más transparente y menos laberíntica. Es una de esas palabras verdaderas que como animales políticos necesitaríamos colocar en los labios y sentirla en el cuerpo mucho más a menudo para decirnos a nosotros mismos que estamos conviviendo bien.
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